Es conocida la boutade de Buñuel: soy ateo gracias a Dios. De vez en cuando me vienen ganas de darle la vuelta a la frase y formularla así: soy creyente gracias a los ateos. Y es que cuando se contempla el mundo que han creado muchos de los ideólogos ateos, uno desea distanciarse al máximo de tales fundamentos y proclamar su creencia en Dios. Si lo que saben producir los ateos son los campos de concentración nazis o los gulags soviéticos…
Cuando Dios desaparece del horizonte queda abonado el terreno para que florezca la idolatría. Los ídolos son construcciones humanas con pretensiones de sustituir a la divinidad. Tienen vocación totalitaria. Seducen el corazón y lo quieren todo para si. La idolatría tiene su mejor caldo de cultivo en el ámbito del poder, del dinero, del prestigio, de la ciencia.
Se dirá que nadie se arrodilla ante un billete de 500 € ni ante el Director del periódico que le saca en portada. Cierto. Sin embargo, su corazón está con el billete de banco y en sueños recorre las mencionadas columnas. Todo compromiso moral y altruista viene muy en segundo lugar, si es que existe. Y todas las energías se gastarán en el altar del dios dinero, del dios prestigio o del dios placer. Justamente lo que pretende el ídolo o falso dios: tomar posesión del corazón del hombre.
Para mí que el ser humano se halla abocado a elegir una y otra vez ante el dilema: Dios o los ídolos. Los primeros cristianos se declaraban ateos de los dioses de los romanos a la vez que proclamaban su fe en el Dios de Jesús. Cuando una persona cree en Dios puede permitirse el lujo de no creer en casi nada más. Bien entendido: no es que deje de confiar en sus semejantes, sino que deja de poner su confianza última en el dinero, el poder, el sexo, el prestigio o las meras fuerzas humanas. Se libera de los ídolos.
Un buen número de ateos sin duda que ha llegado a un tal posicionamiento al observar el comportamiento de quienes se declaran religiosos. ¡Se han elaborado tantas caricaturas de Dios! ¡Se ha enlodado tantas veces el nombre de Dios convirtiéndolo en tapadera de intereses personales! Con demasiada frecuencia se ha predicado una moral estrecha, unos comportamientos infantiles, unos dogmas de andar por casa. Frente a todo lo cual ha habido quienes se han revelado y negado a pasar por el aro.
Se comprende entonces que haya quien prefiera alejarse del concepto de Dios y rehúya su imagen. Lo que resulta menos comprensible es que se agarren al ateísmo para rechazar una caricatura de Dios. Me cuesta comprenderlo porque, como decía líneas atrás, en nombre del ateísmo se han construido mundos sórdidos, entornos repugnantes, conciencias rastreras. Lo lógico sería desechar la caricatura e ir a la búsqueda de la imagen original.
Pongo atención, al leer a personajes entrevistados por la prensa, para saber si se confiesan ateos, cristianos, religiosos… Por mi cuenta trato de deducir qué clase de ateísmo es el que sustentan y por qué han llegado hasta él. Pues hay ateísmos de muchas clases, tamaños y colores. Existen ateos que han profundizado con seriedad en su decisión. Los hay vulgares y mediocres que jamás se han planteado la alternativa.
Algunos han adoptado el ateísmo porque piensan que creer en Dios va en detrimento de su humanismo. De Lubac habló del “drama del ateísmo moderno”. Hay ateos frívolos y por conveniencia. Unos carecen de papilas gustativas para la realidad de Dios. Otros andan demasiado ocupados en ser protagonistas las veinticuatro horas del día. Y, claro, quien no atisba el horizonte, no logrará observar el sendero que recorre.
Si Jesús de Nazaret fuera entrevistado intuyo que recurriría a algunos de sus pensamientos favoritos: Felices los misericordiosos porque Dios tendrá misericordia de ellos. Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Se resistiría a describir a Dios porque, si el Espíritu no late en el corazón, de poco sirve la erudición.
El núcleo de la fe
A este respecto, y alejándome un poquito del tema, confesaré que me asaltan dudas acerca de lo que hemos hecho con la fe. He dedicado la mayor parte de mi vida al estudio y la enseñanza de la teología. En más de una ocasión me pregunto si el cristianismo en general no habrá ido demasiado lejos a la hora de descifrar y elucubrar el contenido de la fe. En realidad todo debería ser mucho más sencillo.
Temo que hemos complicado en exceso la fe. Tenemos un extensísimo legado que parte del Antiguo y del Nuevo Testamento. Luego recogemos la herencia de los PP. Apostólicos, los Apologetas, el Tomismo, el Escotismo… Tampoco echamos a un lado las cavilaciones, reflexiones y elucubraciones de tantísimos teólogos: Karl Barth, Karl Rahner…
En el camino de la fe hemos luchado y dejado cadáveres numerosos en la cuneta. Unos pertenecen a las verdades del luteranismo, otros del Calvinismo, o del anglicanismo o del catolicismo. Hemos debatido acerca de si lo primero era la fe o las obras, si la transubstanciación o la transfinalización… Hemos porfiado a favor de la fe fiducial y en contra de la fe como afirmación de contenidos. O al revés.
Las sutiles, etéreas, livianas distinciones que el estudioso encuentra en su camino cuando trata de enterarse de lo que es la gracia o el pecado original son exageradas. Muchas de ellas no tienen la menor consecuencia práctica y se asientan en fundamentos escuálidos.
A quien tiene como objetivo ordenarse de presbítero se le acumulan años y años de estudio que no raramente van cavando un foso entre el individuo y la sociedad. Quizás opacan incluso el originario sentido común religioso. No quisiera caer en el simplismo de quien carece de cultura y echa todo a rodar sin distinción. Pero sí desearía dejar muy clara la diferencia entre lo que constituye el núcleo de la fe y lo que -en todo caso- es su periferia.