El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 30 de julio de 2012

Un silencio clamoroso


 
Si para S. Juan de la Cruz existía una soledad sonora muchos cristianos de hoy auscultan un silencio clamoroso. Es el de la jerarquía española, particularmente de la Conferencia Episcopal. Hay motivos para la estupefacción ante tamaña afonía cuando la sociedad vive una situación extrema. Se admira uno de la demora para pronunciarse sobre temas económicos y sociales frente a la premura con que se abordan otros relativos a la familia y la sexualidad.

Vaya por delante que me parece juicioso el principio de que los representantes de la comunidad cristiana mantengan neutralidad frente a los diversos partidos y que las críticas no den la impresión de censurar a alguna ideología o formación política en sí misma. Se requiere cautela con el fin de no traspasar la línea sutil que discrimina la política de sus consecuencias morales.  

Sin embargo, el principio de neutralidad no debiera funcionar como coartada para evadir el compromiso. Pues que también existe otro principio, decisivo para los cristianos, el de la encarnación. Desde que Jesús se hizo carne y se pronunció sobre la inmoralidad, la indiferencia y la hipocresía de algunos contemporáneos, ya sabemos lo que corresponde. 

Política con moral al fondo

Por supuesto, la Iglesia no dispone de ningún recetario con soluciones de tipo técnico. Sólo algunos fundamentalistas sueltos le exigen tal cosa. Tampoco propone ningún sistema económico o político. Le basta con que la dignidad humana sea respetada y promovida en todos ellos, como opinaba la Sollicitudo Rei Socialis.


De todos modos los aspectos temporales y terrenales mantienen vínculos con el fin último de la persona. A saber, la convivencia, la paz y la felicidad. Eso meramente desde el ángulo humano. Desde la perspectiva de la fe dicho fin incluye también morar junto a Dios para siempre. En ambos casos se precisa tomar en consideración las actitudes morales y éticas. 

Si el gobierno debe gastar el dinero de todos en un aeropuerto donde no aterrizarán aviones o debe dedicarlo a atender a los emigrantes sin papeles es una decisión política, pero de enormes consecuencias morales. Otro tanto se diga acerca de si hay que recortar servicios en hospitales o más bien en coches oficiales. 

Desde el punto de vista moral la Iglesia tiene algo que decir. De otro modo se le aplicará aquello de que quien calla otorga, sea o no verdad. Le corresponde reclamar, entre otras cosas, la mentira de que fuera del mercado no hay salvación. Deberá decir en voz alta que ningún progreso está permitido si no es en vistas al desarrollo de la persona. Otros avances con diferentes propósitos, deben ser descartados por más que se exhiban con la barriga preñada de eficiencia.  

Quienes merecen mayor atención son los ciudadanos atrapados en el paro, sin vivienda, con salud precaria. Si los recursos no llegan a todo, se recorte en sueldos de políticos y banqueros. Se persiga a los defraudadores de hacienda, se impongan más obligaciones a quienes más tienen. Para ello existe el Estado, que no para regirse por la ley de la selva.

Hay que poner coto a la dramática situación de la sociedad, a la cual no se llega de la noche a la mañana. Antes se han recorrido muchos kilómetros por senderos de mediocridad y se han atravesado a nado lagunas putrefactas de corrupción. Se han abonado innumerables intereses privados y se ha colocado a los amiguetes en sitios donde se cobra mucho más de lo que se trabaja.  

El sistema económico que nos ha arrastrado hasta el umbral de la tragedia -para muchos, descalabro consumado- se ha mostrado incapaz de pensar en el valor del ser humano por sí mismo. Ha llegado el momento de proclamarlo desde todos los púlpitos y propiciar otras salidas. Ya no se trata de poner parches, sino de enfocar la vida con otro talante, con más generosidad y mayor grado de solidaridad.

La Iglesia, un referente social

La Iglesia es notoriamente denostada y ninguneada en amplios sectores de nuestra sociedad. Incluso en las encuestas ha tenido el deshonor de ser la Institución menos valorada… Ha llegado la hora de que se ponga en pie y trate de ser un referente. Pero no por sus influencias ni por sus amaños políticos, sino por su valentía en denunciar la corrupción y su creatividad en favor de los pobres.

Claro que para ello no estaría mal recuperar una mayor cohesión interna, huir del nepotismo y de las ansias de poder que en nada ayudan a mejorar la imagen. Al tiempo que los pastores bien pudieran ofrecer un rostro menos ceñudo. Mucho mejor harían en tender una mano amistosa que en levantar el dedo índice condenando a diestro y siniestro. Al fin y al cabo -no se pierda de vista- Jesús vino para enseñarnos a amar. 

Por supuesto, si la Iglesia somos todos, nadie acapare la exclusiva. Precisamente fuertes cotas de malestar se generan al tomar la parte por el todo: la jerarquía por la entera comunidad cristiana. La Iglesia es plural y nadie debería amordazarla. Pero a la hora de luchar contra la corrupción y estimular el compromiso, todos los hombros deben moverse al mismo ritmo.

sábado, 21 de julio de 2012

Una crónica de locura y sangre

Tela pintada recientemente por el artista
Just Nicolàs. Está expuesta en un
altar lateral de la ermita de S. Honorat
en Randa (Mallorca).

Eran los primeros días de la incivil guerra civil iniciada en el Estado español el 18 de julio, tras el levantamiento de los militares. Cinco días después, en la periferia de Barcelona, fueron asesinados cuatro religiosos del Instituto al que pertenezco, junto con unas religiosas franciscanas. Se cumplen 76 años del fatídico suceso. Reproduzco el epílogo que escribí en las dos ediciones del libro titulado: “Los atajos de Dios. Hermanados con lazos de sangre”. Y en catalán: "Les dreceres de Déu. Agermanats amb llaços de sang”. Un resumen del mismo se publicó también en ambas lenguas en formato folleto.

Una crónica de amor, locura y sangre

Cuatro religiosos -entre otros muchos- cayeron abatidos por las balas en aquella locura colectiva que fue la guerra civil del año 1936. Con ellos, dos religiosas que velaban en la cabecera de los enfermos y enseñaban a los niños las primeras letras. También una señora capaz de morir por ceder un rincón de la casa a unos clérigos acosados. La tragedia hermanó a los caídos con lazos de sangre.

Los testigos que convivieron con los protagonistas de esta historia, o les conocieron de cerca, ofrecen un testimonio sin fisuras: se trataba de personas sencillas, sin ambiciones y sin iniciativas de grandes vuelos. En general cabe hablar de personas retraídas, tímidas y en algún caso hasta de débil complexión.

Vivían en el anonimato en un barrio obrero y periférico de Barcelona. Los religiosos presbíteros se dedicaban a minis­terios pastorales más bien modestos: catequesis a los niños, celebración de sacramentos... Los coadjutores realizaban tareas domésticas y llevaban a cabo cuanto se les encomendaba. Seguían de cerca el patrón del buen religioso de la época: disciplinado, recto en toda situación, cumplidor de las Reglas.

Por su parte las religiosas franciscanas trasnochaban para velar a los enfermos que las solicitaban. O ponían todo su empeño en entretener, a la vez que enseñar, a los pequeños que les confiaban los padres trabajadores a lo largo del día. Y la Sra. Prudencia, mujer de delicados sentimientos, atendió de mil amores a su esposo tuberculoso, impartió catequesis en lugares necesitados e inventó mil maneras de recoger fondos a favor de los más humildes. 

Apenas si este puñado de creyentes era conocido más allá del pequeño círculo en que se desenvolvía. ¿Cómo podían provocar reacciones enconadas, repletas de odio y venganza? ¿En qué manantiales bebieron sus asesinos para acumular tanta saña contra personas tan ostensiblemente inocuas?

Sólo se comprende el asesinato si los verdugos apun­taban a una causa, una idea y una fe que se hallaba más allá de los nombres y apellidos de los ajusticiados. Los MM. SS. CC., las Hnas. Franciscanas y la Señora Prudencia eran meros símbolos. Sin embargo, los milicianos no dispararon contra símbolos ni ideas, sino contra seres de carne y hueso, débiles e indefensos. No destrozaron una abstracción, sino el corazón y el cerebro de unas personas que nada tenían que reprocharse. Si querían acabar con individuos favorables a la injusticia y el despotismo, se equivocaron a todas luces. No eran ellos los genuinos representantes de este sector.

Los mártires del barrio de El Coll conforman un hermoso legado patrimonial para quienes formamos parte de sus institutos y sabemos de su historia. Este grupo hermanado por las balas y la sangre habla con elocuencia acerca de lo que importa en la vida, de los objetivos últimos. Unos eran reli­giosos presbíteros, otros religiosos coadjutores. Dos de los componentes habían profesado como religiosas Franciscanas. Había una laica. Siguieron diversos caminos, tuvieron diferen­tes tareas, desempeñaron roles disímiles.

Presbíteros o no, laicos o clérigos, varones o mujeres, todos mostraron el mismo empeño en ser fieles a su conciencia y dar la mano al prójimo. Al final no rehuyeron entregar la vida por el Amado y enterrarse como grano de trigo en el surco.

Personas como las que nos ocupan dan credibilidad a la Iglesia. Los mártires son necesarios -como "era necesario que muriera el Hijo del Hombre"- para demostrar que la evan­gelización, la lucha y el compromiso de la Iglesia no permanece al nivel de las meras palabras. Hay momentos en la vida que de nada sirven las caretas. Todo se juega a una carta. Los hechos son entonces enormemente aleccionadores.

Admitamos que el lastre de la Iglesia -siempre santa y pecadora- enturbiara la situación y que los victimarios alegaran pretextos para llevar adelante sus impulsos incendiarios y para disparar los gatillos de sus fusiles. Lo cierto es que la voluntad de dar la vida por una causa constituye un argumento inapelable de la propia sinceridad y de la más estricta coherencia. Y, si la causa del martirio es Jesús de Nazaret, entonces los creyentes permanecemos orantes en silencio. Admiramos a los fusilados y damos gracias a Dios.

Las páginas del libro relatan una tragedia que desbordó en orgía de sangre. Desgranan la sencillez y el anonimato de los protagonistas. De personas totalmente ajenas a planteamientos políticos o estrategias militares, que se encontraron atrapadas en unas coordenadas de espacio y tiempo. No rehuyeron decir que sí. Amaron con el mayor amor posible.

 

miércoles, 11 de julio de 2012

Diagnóstico sobre la fe



Estoy preparando estos días lo que en el vocabulario de la tradición eclesial recibe el nombre de “Ejercicios espirituales”. Para los menos familiarizados con el nombre y su contenido, ahí va una breve explicación.  

Se trata de unos días de silencio –sin caer en la caricatura- para tomarle el pulso al transcurrir de la propia vida. Este ambiente facilita largos ratos de oración al ahuyentar el peligro de la extroversión. Lo más habitual es que los Ejercicios duren una semana, aunque pueden alargarse más. Quienes los practican con cierta regularidad -religiosos/as, sacerdotes, laicos comprometidos- suelen hacerlos anualmente.

Además de la mencionada oración y las exposiciones del Director el conjunto se complementa con las horas litúrgicas y la Eucaristía. También se ofrece la oportunidad de escribir unas páginas de carácter personal y es posible que se lleve a cabo alguna conversación de calado espiritual con quien dirige la marcha de estos días.

Hay diversas tradiciones de ejercicios, entre las cuales sobresale la que se origina en S. Ignacio de Loyola. Tales Ejercicios los encuentro, además de poco actualizados, un tanto enjutos y repetitivos. Por supuesto que no les niego en absoluto su valor ni el enorme provecho que mucha gente ha sacado de ellos. No se me enfaden los jesuitas, es simplemente cuestión de gustos y puntos de vista.

Yo he elegido un tema que ayude al auditorio (más bien menguado, me supongo) a no rehuir los vientos adversos que soplan sobre la sociedad por lo que a la fe se refiere. Es aconsejable tomarle el pulso a la situación actual, aventurar un diagnóstico y apertrecharse para hacer frente a los contratiempos que salgan al paso. El tema lo he titulado así: fe, esperanza y caridad en tiempos de indiferencia. Quizás un tanto disperso, es verdad, pero tampoco hay por qué explorar todos sus vericuetos.

Este largo prólogo antecede a lo que realmente pretendo en la entrada del blog. A saber, proponer al lector ( y a los ejercitantes en su momento) un diagnóstico un tanto crudo, como yo lo percibo, respecto de la fe en el aquí y ahora.

Diagnóstico sobre la fe en nuestro tiempo

A los cristianos de hoy nos toca vivir en un mundo en el que muchos hombres han desplazado a Dios de su vida y viven como si Él no existiera. Para muchos, habituados a situaciones distintas, el hecho resulta novedoso, sorprendente y lamentable. Vaya de antemano que no pretendo dramatizar para así mejor llamar la atención.  

- Muchos niños no están bautizados, no saben qué es eso de los sacramentos. No se pronuncia la palabra fe, ni Dios, ni Jesús en su casa. Su educación prescinde plenamente de la dimensión religiosa.

- En muchos foros se niega explícitamente su existencia. La increencia, la indiferencia, el ateísmo, nos rodean y amenazan nuestra vida de fe. Y nadie está inmune. Se trata de un fenómeno social amplio y difuso.

- La TV, con sus abundantes programas chabacanos, con frecuencia se mofa del tema religioso, de sus personas representativas y de sus símbolos.

- Es espeluznante lo que se llega a escribir en los comentarios de las webs interactivas. Cierto que a veces las críticas son merecidas (pederastia, asuntos de dinero turbios...), pero en general no se da pie para tanta animadversión y una tal abundancia de bilis.  

- No cabe pasar por alto el considerar los errores, escándalos, el poco tacto, las provocaciones de algunos personajes connotados de la Iglesia.

- Igualmente el espectáculo de una liturgia rutinaria, amortiguada (Misas con gente dispersa y pasiva) y cuyos participantes -más bien asistentes- en su mayoría son personas con muchos años sobre las espaldas.

- No raramente se escucha que los cristianos creen cosas extrañas y sostienen una moral sexual poco humana. Lo que no deja de ser verdad cuando se aborda con visión fundamentalista.

Un tal ambiente necesariamente nos afecta porque no vivimos fuera del mundo. Nos influye en la manera de entender la vida de nuestros prójimos, sus valores y comportamientos. No digo que este panorama lleve a perder la fe sin más, pero sí que pueden minar la viveza, la intensidad, la transparencia con que se vivía años atrás.

Y levanta dudas, claro. Un ambiente en que la gente no despega el nombre de Dios y la Virgen de sus labios nada tiene que ver con una especie de pacto tácito global para no pronunciarlo. Una fe dada por supuesto constituye una pacífica posesión. Se la acepta con menos interrogantes que si a cada momento se la incrimina o se sospecha de ella.

Creyentes y no creyentes habitamos un mismo suelo, respiramos el mismo aire. Necesitamos replantear y avivar los fundamentos de nuestro creer y esperar, para afianzarlos y poder dar razón de ellos a quienes nos rodean.

Naturalmente que la charla debe continuar para proponer el modo de hacer frente a este ambiente adverso. Pero también es una regla tácita que las entradas del blog no deben alargarse en exceso ni su autor abusar de la paciencia de los lectores.




domingo, 1 de julio de 2012

Palabras a los peregrinos

Pronto se cumplirán nueve meses de mi subida a Lluc con la tarea de atender a los peregrinos del santuario. Los meses de abril, mayo y junio son los más ajetreados. Los peregrinos han subido por miles.

La crónica registra las visitas multitudinarias de los pueblos de la isla, tanto del interior de la isla (Part Forana) como del litoral (Marinas), así como la jornada de los enfermos y de los presbíteros de la isla en las que presidió la Eucaristía el Sr. Obispo.

Los extranjeros suelen visitar la Basílica y otras dependencias del lugar sin que soliciten ulteriores servicios. Unos y otros no se pierden la visita al camarín donde reposa la imagen de la Virgen. Protestantes, escépticos o ateos, todos siguen los pasos que les conducen hasta la imagen. Excepcionalmente alguno protesta por adorar imágenes. Su estilo en el libro de visitas le delata: se trata de algún evangélico o pentecostal revestido de ardores proféticos para la ocasión.

En las celebraciones que me ha tocado presidir he echado mano de unas palabras que animaran a los fieles y no perdieran de vista el contexto de su peregrinaje. Aproximadamente les he dicho lo que sigue. Y perdonen que la traducción de los versículos poéticos en mallorquín dejen que desear.

Un poesía de Tomás Aguiló cuando se coronó la Virgen, hace 128 años, dice así:

Porque en Lluc renace la esperanza,
y brilla siempre más viva su fe.
De todas partes de nuestra isla
por miles acuden los peregrinos.

1. A propósito de la esperanza

A lo largo de su existencia, el ser humano engendra numerosas esperanzas, de distinto tamaño y color, acordes con los diversos períodos de su vida.

Tal vez la esperanza de un amor grande y satisfactorio en la juventud, como también de una soñada profesión. Puede que persiga un éxito científico, literario o deportivo, determinante para el resto de su vida. No obstante, aun cuando estas esperanzas se cumplan, el individuo percibe claramente que sus ilusiones van más allá. 

Y cuando no se cumplen cunde el mal sabor de boca. A propósito, años atrás, coleteaba la esperanza de construir un mundo perfecto gracias a los aportes de la ciencia, las ventajas de la técnica y una política de fundamentos científicos y honrados. Sabemos que estos ideales se han truncado sin remedio. 

Lo experimentamos cada día en nuestras carnes cuando se recortan las becas de nuestros hijos, cuando la espera en urgencias médicas se hace interminable. Cuando nos enteramos de las hecatombes producidas en los bancos, sin que nadie se responsabilice. Bien al contrario, los maleantes se marchan con indemnizaciones obscenas y sueldos inmorales. 

Necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, todas las demás se muestran insuficientes. Esta gran esperanza coincide con Dios, que abraza el universo y otorga sentido a la vida. Dios que también habla en estos lugares a través de la Madre de su Hijo Jesús.

2. Volver a las raíces

Tras peregrinar muchos años por la vida hemos dejado jirones de ilusión a lo largo del camino, pero el hecho de subir hasta la montaña lucana significa que no las hemos perdido todas. Las que nos quedan las proyectamos en la sonrisa de la imagen de la Virgen que parece confortarnos en las dificultades y llenar una vez más el corazón de gozo.

Porque Lluc es esta extensión de terreno poblada por árboles y peñascos que ya nuestros antepasados, antes del cristianismo, identificaron con la expresión bosque sagrado (Lucus). En él percibían y percibimos al Espíritu del Creador planeando por encima de las numerosas encinas y imponentes peñascos. Hoy sigue susurrándonos y sorprendiéndonos. 

Lucus es el bosque sagrado donde corre la savia que, como dice el poeta, es la saba antiga i pura que fa el cor més mallorquí (Costa i Llobera). Lluc une la fe y el lenguaje, el amor de la tierra y de quienes nos rodean, es la Institución mallorquina por excelencia, como afirmó un día el Obispo Campins, de feliz memoria. Constituye un ámbito privilegiado para reencontrarnos con las raíces profundas de la tierra, con los valores culturales, con las virtudes de nuestros antepasados, con el folclore, con el paisaje. Especialmente cuando se mueven vientos contrarios desde el mismísimo gobierno autonómico.

Quizás algún visitante -gracias a la belleza del paisaje, de la naturaleza y del silencio- escucha de nuevo la voz de Dios susurrándole al oído. Lo cual daría la razón a aquel verso del poeta Costa y Llobera: Lluc es todavía para Mallorca el sacrosanto rincón del hogar. 

3. María, estrella de la esperanza

Los fieles cristianos saludan a la Virgen, desde hace más de mil años, con el himno latino Ave Maris Stella (Ave, Estrella del Mar). La vida humana es comparable a un viaje a través de las aguas marinas, en ocasiones turbulentas. Como los antiguos navegantes, lograremos mantener el rumbo mirando las estrellas del firmamento que nos indican el rumbo. 

Los astros y estrellas son nuestros antepasados, pobladores de estas tierras, que han sabido vivir honradamente. Ellos centellean con resplandores de esperanza. Pero el astro mayor es Jesucristo. Y junto a Él, María, la estrella de la esperanza. Ella con su asentimiento hizo que cielo y tierra convergieran. Ella nos indica el camino por el mar de la historia. Lo hace a través del esbozo de su sonrisa difuminada en el misterio.