El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 30 de agosto de 2013

Los estudios de los políticos


Repetidamente se leen o escuchan comentarios acerca de las numerosas meteduras de pata de los políticos. La pregunta resulta inevitable: ¿qué se estudia para ser político? ¿Qué conocimientos han adquirido los diputados, los parlamentarios, los ministros y demás personal del gremio para decidir por los demás y ganarse un jugoso sueldo? 

Aguijoneado por la curiosidad, me dispuse a investigar las condiciones para formar parte del grupo político de más rango, a saber, del ejecutivo del país. Le formulé el interrogante a Google, que parece saberlo casi todo. Me respondió al cabo de pocos segundos que, de acuerdo al artículo 11 de la Ley del Gobierno, para ser miembro del Ejecutivo basta con «ser español, mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo, así como no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme».

No se necesitan estudios

Ni una palabra acerca de los conocimientos requeridos. No es que sobrevalore los títulos o diplomas, ni que considere a sus poseedores un peldaño más arriba que el resto de la población. No. A lo largo de los años he tropezado con doctores -incluso doctores en varios campos a la vez- que han fracasado tristemente en todo lo que han emprendido. Sólo triunfaron en las aulas. 

No me impresiona, pues, que alguien haya frecuentado asiduamente las aulas de la universidad. Por otra parte es justo distinguir entre conocimientos técnicos y decisiones de tipo político. Las cuestiones políticas se alimentan por conductos diferentes de los académicos o técnicos. Beben de la ideología, del partido, del ADN familiar… 

Castigar al gobierno de un país en guerra puede ser moralmente bueno si un elemental sentido humanitario exige colaborar contra la injusticia y hay garantías de que no van a padecer justos por pecadores. Y puede ser malo si se hace por puros intereses económicos o de prestigio. 

Cierto que los conocimientos estrictamente técnicos no suelen tener mucho que decir a la hora de las decisiones políticas. De todos modos un individuo cultivado, bien leído y correctamente aconsejado, en principio parece aventajar a quien desconoce el pasado de los pueblos y sus costumbres. Estar familiarizado con el humus de la propia historia, saber lo acontecido en épocas pasadas, sin duda resulta un valor añadido al mero sentido común del individuo. 

No, no me arrodillo ante títulos ni diplomas. Pero me sorprende en gran medida que quienes se mueven en el Olimpo del Estado en el que me toca vivir tengan tan escasos conocimientos de los idiomas y concretamente del inglés. No menos me desconcierta que en general los ministros carezcan de experiencia profesional previa en los asuntos que van a gestionar. De sus palabras y decisiones pueden originarse grandes bienes o grandes males para muchos millones de habitantes. 

¿Quién no se asombra de que un individuo pueda ejercer de ministro de defensa y al cabo de unos meses cambiar la cartera por la de turismo o deporte? Tales cambios probablemente obedecen al prurito de contentar a los amigos, o son una total falta de respeto a la población o una broma de mal gusto. No sé encontrar otra explicación. Ni conozco ningún sector profesional donde ocurran tales cosas. Aunque también es verdad que el sector público se alimenta del dinero público -anónimo, pero fiel al guiño de quien manda- mientras que los negocios privados no disponen de ingresos ajenos. 

Decisiones políticas y técnicas

Existen decisiones políticas y decisiones técnicas. Los estudios sirven particularmente para ejercer con competencia en las cuestiones de tipo técnico. Cierto, pero no estorban en absoluto a la hora de tomar decisiones político-ideológicas. A un político no le haría ningún mal profundizar en la Constitución. Tampoco le enfermaría saber acerca de leyes laborales, presupuestos, recursos humanos, geografía nacional, etc. 

Lejos de mí lamentar el sistema democrático que Occidente se ha dado a si mismo tras muchos años de rodeos y retrocesos. Pero mantengo igualmente lejos de mi la ingenuidad de pensar que quien gana los comicios es siempre y en todo caso el mejor. Gobierne el ganador de las elecciones, pero no se vanaglorie de ser el mejor. Las elecciones tienen mucho que ver con el físico del candidato, con sus apariciones en TV, con el financiamiento (quizás ilegal) de su partido, con la fama y con tantas otras cosas ambiguas. Me abstengo de citar nombres cuya fama en el deporte, el cine o la TV les ha reportado jugosos réditos. 

Nadie se dejaría diagnosticar por quien no poseyera los oportunos estudios en medicina, ni permitiría que cualquier aficionado le pusiera en orden la dentadura. Sin embargo se encumbra a personas sin apenas estudios en los altos círculos de la política. Es de esperar que equivoquen el tipo de bisturí, operen sin anestesia, se les infecten las heridas y ahonden el mal que pretendían apaciguar. 

Uno se juega mucho confiándose a los profesionales de la salud: desde la salud al patrimonio personal. De ahí que la sociedad exija los oportunos conocimientos al respecto. Pues para dirigir un país, presupuestar millones de euros, y tomar muy delicadas decisiones, basta con estudios elementalísimos. Claro, también con la venia del partido, los dineros de quienes lo financian y las pasarelas en las cuales se mueven. 

A quien corresponda diseñe el currículum adecuado para ser buen político. Y no olvide algunos apéndices muy útiles. Por ejemplo, el candidato debería haber vivido de su trabajo profesional y no de los beneficios del partido desde jovenzuelo. En su expediente no podría figurar ninguna imputación. El tiempo máximo de actuación pública no sobrepasaría los cuatro años. 

Como Luther King, yo también he tenido un sueño. Un sueño modesto y con grandes posibilidades de que permanezca en el reino de las entelequias. Ya lo dijo Calderón de la Barca: los sueños, sueños son.

martes, 20 de agosto de 2013

Un perro, ni más ni menos



Un noble animal, el perro. Será o no el mejor amigo del hombre, pero le ayuda en mil tareas domésticas, de policía, de salvamento. Hace buena compañía acurrucado bajo una mesa o jugueteando con los más pequeños en el jardín de la casa.
De todos modos, habrá que frenar el fervor cuando empieza a implicarse una calidad de afecto  sólo destinada a otro ser humano. No es vana la advertencia. Se da el caso, no tan extraño, aunque sí extravagante, de que el hombre incapaz de encontrar consuelo en otros semejantes, se refugia en la lealtad del dócil animal. Y ahí puede empezar a complicarse la cuestión. Porque no sólo existen veterinarios -muy aceptable, después de todo-, sino también restaurantes y menús para perros, peluqueros para los canes y así siguiendo. 
Vaya por delante que el perro, como cualquier otro ser viviente, puede y debe tener su lugar en el admirable paraíso de la creación. Es de justicia que no se lo haga sufrir inútilmente e incluso que existan sociedades protectoras del animal, siempre que no se confundan los planos y se guarden las debidas distancias.
Claro que son de aplaudir los servicios que realiza el perro al hacer más cómoda la vida de su dueño y llegar en ocasiones donde al ser humano le es negado. Lo mismo le transporta a través de la nieve tirando del trineo, que se interna por barrancos a la búsqueda del montañista desorientado. Realiza la buena labor de olfatear las maletas en la aduana, por si hay doble fondo, y defiende la propiedad encomendada en mitad de la noche.
¿El prójimo es un lobo?
A nadie le duelan prendas a la hora de elogiar al animal. Pero un perro no es un ser humano y no puede convertirse en sucedáneo del amigo. No es raro escuchar argumentos favorables al perro que, más o menos, se formulan así: "el perro no me falla jamás, las personas sí me han fallado y decepcionado". Puede que algo de verdad haya en esta tremenda y dolida afirmación. Es cierto que, en ocasiones, los humanos llevan a la práctica aquello que antiguos literatos y filósofos han denunciado o simplemente constatado: "el hombre es un lobo para el hombre".
He escuchado a un respetable esposo -más en serio que en broma- una estremecedora confesión. Decía que, al llegar a su hogar, no estaba seguro de recibir un abrazo o un saludo cordial de su mujer, mientras que inexorablemente el perro le correría detrás haciéndole fiestas y jugueteando alegremente para celebrar el regreso.

Aunque sea verdad, el hecho de buscar la compañía del perro y distanciarse de la esposa ocasiona un mal irreparable a sí mismo y a los suyos. La solución no consiste en encariñarse con el perro y dar la espalda a la persona. Actuar así no es más que una vulgar huida que, por añadidura, habla muy mal del propio comportamiento. Lo razonable es analizar el porqué del escaso calor humano que demuestra el prójimo y poner luego el remedio que haga al caso.
Hay que esperar que nadie tenga la desfachatez de afirmar que la compañía del perro es más gratificante que la de un semejante. El intercambio de ideas, el encuentro de los sentimientos, la convergencia de los afectos, no es comparable al donaire de una cola que se mueve en espiral ni a la gracia de una lengua que busca la nariz de su dueño. Quien crea otra cosa merece toda compasión.
Los animales tienen su lugar
El mito de la creación del hombre, tal como se refleja en el Génesis, explica en profundidad por qué no se pueden superponer los planos. Adán descubre su soledad y su indigencia cuando mira alrededor y no ve más que animales. Desfilan ante él y a cada uno de ellos le pone nombre, lo cual significa que es dueño y administrador de todos ellos. Pero no encuentra ninguno que se le parezca ni que pueda corresponderle. Su dignidad es muy otra. No puede dialogar con el animal ni tratarle de tú. Buscar en los animales un sucedáneo de la esposa, los hijos o el amigo es una actitud abominable según la Biblia.
En cambio, con elevado sentido poético y humano, dice el texto que la mujer está formada de la costilla del varón. Entre ellos sí existe comunidad de naturaleza y cada uno se ve reflejado en los ojos del otro. La expresión de Adán al contemplar a la mujer es muy distinta de la que tiene al ver desfilar a los animales. ¡Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!, exclama Adán. Frase que en versión libre significa: ¡Esta es la mujer de mis sueños!
El perro ladra, mientras que el hombre habla. Imposible el diálogo. El perro necesita comer, descansar y reproducirse, mientras que el ser humano, además, canta, piensa y acarrea nostalgias de perfección. Aun cuando el perro sea más leal que un ser humano, no es más que un perro. Désele el afecto que merece un perro. Nada más.  

                                    

sábado, 10 de agosto de 2013

Desafección política

La política se ha derrumbado en el descrédito. Lo confirman una y otra vez las diversas encuestas. El desprestigio de la política y la desafección a los políticos se ha instalado definitivamente en la conciencia de los ciudadanos.

La política y los políticos se han ganado a pulso que la gente les de la espalda, que desconfíen, que no quieran saber del tema. Hasta aquí se ha llegado porque los gestores de la cosa pública han ido desvinculándose del pueblo al que dicen representar, pero que en realidad no está, ni mucho menos, en el centro de sus preocupaciones. 

Cuando la mística se evapora

Difícil percibir un atisbo de entusiasmo por el bienestar del pueblo. ¿Dónde ha ido a parar la mística de decenios atrás, cuando de los mítines fluían palabras fervorosas y sinceras en pro del progreso humano y espiritual de la sociedad. El apasionamiento por los derechos humanos ha cedido el testigo a las compatibilidades fraudulentas, a los sobresueldos, al financiamiento irregular del partido. 

Luego los partidos han secuestrado los medios de información. Periódicos, emisoras, tertulianos… la mayoría están contaminados ideológicamente. Se identifica a la emisora por el tono y el contenido de la información. Los expertos en imagen, los asesores de campaña resultan imprescindibles para lograr la victoria. Pero la verdad y la sintonía con el pueblo han perdido peso. Desde que la información es un negocio --algo así he leído-- la verdad ha dejado de tener importancia. 

La corrupción, los cientos de asesores inútiles, la multiplicación del personal de confianza elegido a dedo, las trampas que salen a la superficie día sí y otro también, provocan una indignación inmediata. Pero quizás sea más grave todavía que la desconfianza y la sospecha vayan depositándose, cual posos ponzoñosos, en la conciencia del ciudadano. 

Llegado este momento aparece la desafección política, vocablo que se refiere al distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes. Quienes debieran solucionar los problemas de la sociedad acaban convirtiéndose en uno de sus mayores obstáculos. 

Así lo testifican las encuestas. En diciembre de 2012 el CIS afirmaba que casi uno de cada tres españoles identificaba a los políticos y a los partidos entre los tres problemas más importantes de España. Hoy día, después de los acontecimientos recientes acerca de la financiación ilegal de los partidos y los sobresueldos, que ha salpicado al mismísimo presidente, de seguro que la proporción ha crecido. 

Preocupante es que la desafección política se haya incrementado especialmente entre los jóvenes y los estudiantes. Ello lleva a pensar que se mantendrá en el próximo futuro.

No indiferencia, sino insatisfacción

Sin embargo, y a pesar de todo, cabe variar la perspectiva e interpretar la situación con algún atisbo de esperanza. La desafección que padecemos no tiene que ver tanto con la indiferencia cuanto con la insatisfacción. 

Me explico. Quienes consideran que los políticos son el problema suelen ser ciudadanos críticos y exigentes. Muchos de ellos han pasado por la universidad y han escuchado y leído sobre el tema. Aunque están frontalmente contra las corruptelas y las trampas típicas de los políticos y sus partidos, no obstante, no suelen despotricar contra la democracia. Piensan que es el régimen menos malo.

Su desafección no es consecuencia de la despreocupación o la animadversión contra la política en general, sino fruto del mal funcionamiento del sistema, regido por políticos de rostro duro, ambición extensa y vergüenza exigua. 

Con este trasfondo pienso que una posible solución -y no soy quien ha parido la idea- podría venir de que los cargos públicos procedieran de un trabajo u oficio conocido y un límite más bien breve de duración. Lo primero facilitaría el regreso a la profesión sin generar ruido y sin aferrarse como lapa al puesto. Lo segundo evitaría el fácil y excesivo acomodo al cargo/puesto/función. 

Cuando estos cauces no existen el político se resiste a marchar. Y el partido tiene que solucionar el atasco. Lo cual abre la puerta a tentaciones varias, como el financiamiento ilegal, la multiplicación de los asesores, las presiones para que compañías privadas se hagan cargo del sujeto en cuestión, etc. Al final de cuentas, los esfuerzos y tareas que el partido debiera llevar a cabo en favor de la sociedad cambian de objetivo: implantan actuaciones ambiguas para favorecer a los que quieren seguir viviendo a espaldas de los demás. 

Otro hecho a tener en cuenta y que resulta demoledor para el ciudadano es que se incorpora tranquilamente la mentira al proceso político, sin que por ello hay que pagar costes ni peajes. Un ejemplo. El presidente del Gobierno del Estado español dijo que no cumplió con el programa electoral porque así se lo demandaba su conciencia. 

Es decir, ocultó a los ciudadanos y a los votantes que pensaba hacer algo muy distinto de lo que prometía. Porque está claro que un candidato a presidente sabe cómo funciona el país en sus trazos más esenciales. Justamente elabora un programa para corregir los desajustes. Y si no tiene idea de su funcionamiento habrá que concluir que es un incapaz. Lo inadmisible es que engañe para sumar votos. En tal caso hay que dudar seriamente de la legitimidad de las elecciones. 

¿Vamos a extrañarnos de que exista desafección política y que se extienda como mancha de aceite? La esperanza radica, como he insinuado, en que la nula sintonía entre políticos y ciudadanos no la mueve la despreocupación ni el pasotismo, sino la disconformidad y la indignación. De manera que el cambio asoma por el horizonte.