Suele darse por
descontado que el núcleo fundamental y decisivo que constituye al ser humano se
halla en la cabeza. Es decir, en su facultad de pensar y razonar. Así ha sucedido
a lo largo de la historia, aunque es cierto que en determinadas épocas el
sentimiento, el instinto y la emoción le han echado un pulso a la mente y sus
facultades pensantes. Los Vedas dicen lacónicamente: “el hombre es sus ideas.
La acción sigue dócil al pensamiento como la rueda del carro sigue a la pezuña
del buey”.
Por su parte Descartes,
el padre de la filosofía moderna, se permitía dudar metódicamente de todo,
excepto de que era capaz de pensar. Dejó pergeñado su pensamiento en una frase
que ha hecho fortuna: “pienso, luego existo”. Otro gran pensador contemporáneo
del filósofo citado, Pascal, definió al hombre como una caña pensante. Aun
cuando él otorgó fuerte protagonismo al corazón, a la afectividad.
¿Preciso es conocer antes que amar u odiar?
Se supone que los
sentimientos y los resentimientos, los odios y los afectos implican un conocer
previo. No cabe amar ni odiar aquello que se desconoce. El refranero lo dice
con más gracia: “ojos que no ven corazón que no siente”. Y si traducimos a los originarios
habitantes del Lacio la frase diría más o menos así: “nada deseo de lo que
desconozco”.
En principio parece un
argumento sin brecha eso de que se ama aquello de lo cual uno tiene alguna
información. De donde se concluye que la cabeza precede al corazón y que la
afectividad sigue sumisamente los pasos que le dicta la razón.
Sin embargo se da el caso
de que principios muy tradicionales y aparentemente bien trabados de pronto
ceden ante el peso de la curiosidad o la impertinencia intelectual. ¿Y si
resultara que uno ama lo que ama porque antes ya siente una indefinida comezón
que dirige sus ojos y su pensamiento hacia aquello que justamente desea?
No se trata de enredar al
lector. Sucede que los puntos de vista posibles, así como los razonamientos
susceptibles de ser modelados son ilimitados. Entonces se requiere concretar.
Si nos atrae la vista un pájaro en la rama, no queda más remedio que desatender
a otras ramas y otros pájaros. Cuando las pupilas enfocan hacia un punto
determinado necesariamente dejan de observar el resto.
¿Los sentimientos antes que los pensamientos?
Ahora bien, ¿por qué
enfoco hacia un punto mi pupila en lugar de girarla hacia su contrario? ¿Por
qué elijo una profesión en lugar de otra? Sencillamente porque existe un
mecanismo o resorte que se encarga de esta función. A este propósito dice
Ortega que un pintor, un cazador y un labrador observan paisajes distintos no
obstante se hallen en el mismo lugar. El panorama pictórico no lo ve el
cazador, atento a los detalles que le interesan. Ni el labrador observa los
eventuales lugares por donde se deslizará la liebre. Cada uno va a lo suyo.
¿Acaso no se trata de un
mismo y único paisaje, bien objetivo y objetivable? Desde luego, pero una
facultad previa a la razón y al entendimiento fuerza la vista hacia los
intereses de cada uno. De manera que quizás no sea tan verdadero aquello de que
el afecto sigue al pensamiento y resulte más bien que el pensamiento razona ya contaminado
por lo que le sugiere el corazón.
Lo cierto es que andamos
con dos brújulas para movernos por los senderos de este mundo. El corazón y la
razón. Y suele escucharse con más atención lo que inspira el sentimiento que lo
que dicta la razón.
Todo lo cual no lo digo por
el mero gusto de discurrir o filosofar, sino que tiene derivaciones de extrema
importancia. Es muy conveniente saber donde uno tiene aparcado su corazón. Tal
vez así sepamos por qué algunos políticos muestran una especial sensibilidad
por el orden público y no tienen inconveniente en echar mano de la macana en
cuanto peligra la disciplina. Y, a la inversa, cómo es que otros son todo oídos
para cuanto tiene que ver con la justicia social y el diálogo, mientras pasan
por alto las condiciones previas que permiten impartir justicia.
La lección de los
políticos vale para otros grupos y para las personas. Cada uno tiene su punto
débil, su manía, sus lentes oportunamente coloreados. En la misma Iglesia, por
poner un ejemplo, no se da la misma sensibilidad para todos los textos de la
revelación. Unos prefieren acentuar el culto, los otros la fraternidad, un
grupo se preocupa por una mayor justicia, el de más allá queda atrapado en la
ley.
La conciencia de que el
punto de mira personal no es único, ni privilegiado, ni centro de toda
convergencia ayudaría a hablar con mayor modestia, evitaría arrogancias y
manotazos. Pero antes conviene identificar cuál es el tic que me lleva a mirar
siempre y sin dudarlo hacia el mismo punto del horizonte. Por ahí empezará la solución al enigma de
cada personalidad.