El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 30 de octubre de 2014

Peregrinar, marchar, contemplar...


El pasado 16 de octubre se reunieron varios presbíteros y seglares encargados de sus respectivos santuarios y ermitas en Lluc. Convocó al personal el coordinador de la pastoral de Santuarios de Mallorca, Mn. Llorenç Lladó. La representación fue muy nutrida. Hasta 30 personas se dieron cita en el Santuario lucano.

La conferencia me la encargaron a mí. Versó sobre la acogida y la evangelización en los santuarios. Estaba precedida por una introducción acerca del hecho de peregrinar. Esta parte la reproduzco en la entrada del blog. La traduzco del catalán que obviamente fue la lengua usada en el encuentro. 

Muchos de los presentes metieron baza en el momento del diálogo. Luego visitaron diversos lugares renovados del Santuario de LLuc para finalizar con una comida distendida.

Peregrinar consiste en desplazarse hacia una dirección determinada, ir más allá de dónde uno vive normalmente. Romper con el escenario habitual. El peregrino busca más allá y de otro modo. Con la peregrinación se cambia de espacio y de rutina. Uno decide arriesgar un tanto sacudiéndose las habituales comodidades que suelen acompañarle. Ello le otorga mayor sensación de libertad, por paradójico que pueda parecer. 

El peregrino contempla la belleza de los parajes que recorre. Cuando llega a la meta queda encandilado por la leyenda relatada en el lugar, parece experimentar una mayor dosis de la presencia de Dios, comulga con los sentimientos de quienes le precedieron, acumulados en el santuario o ermita a lo largo de los años. En fin, sufre un proceso de transformación de mayor o menor magnitud.

Durante la peregrinación la convivencia también se modifica. Cuentan menos las distinciones sociales, se nivela la jerarquía, todo resulta más horizontal. El modo de actuar y hasta el mismo vestido gana en sobriedad. Los peregrinos se comportan más cortés y confiadamente que en circunstancias normales. Se saludan y sonríen. La atmósfera deviene más pacífica y agradable. Los caminantes no suelen sentir la necesidad de ponerse a la defensiva. Algo semejante ocurre cuando la peregrinación se hace en autobús. Quizás en menor grado, pero también cambia la atmósfera social. 

No se olvide: el hecho de desplazarse ya tiene valor en sí mismo, prescindiendo de la meta. Se ha dicho que “la meta es el camino”. Tal vez resulte un tanto exagerada la expresión, pues desde un punto de vista religioso también se requiere la consumación del camino, un final que desemboque en la trascendencia. Sin punto final el viaje queda un poco devaluado, no obstante los beneficios que aporta. 

En pura teoría es verdad que a Dios se le adora en Espíritu y verdad. Pero también lo es que somos espíritus encarnados y no podemos prescindir del espacio, del tiempo, de la cultura y de unos lugares consagrados por los antepasados​​. El Verbo se encarnó y desde entonces no es permitido minusvalorar la carne ni materia alguna. De hecho la peregrinación es una experiencia religiosa universal, una expresión característica de la piedad popular. Aunque no existe peregrinación obligatoria alguna, la Iglesia siempre ha afirmado sus valores espirituales y la ha estimulado a lo largo de la historia. Esta es la doctrina oficial que hallamos en el Directorio sobre piedad popular y liturgia. 

Normalmente el Santuario surge de un movimiento de piedad popular. Es signo de una presencia activa y salvífica del Señor en la historia, así como un refugio para el Pueblo de Dios. Bien cabría decir que los santuarios son fruto de algún acontecimiento extraordinario, que está en la base de manifestaciones de devoción autentica y de larga duración. Sin saber muy bien el por qué, el lugar ha convencido a la gente del entorno a ponerse en camino y reconocer que se trata de un territorio especial. 

Son también lugares privilegiados porque en ellos suelen experimentar los fieles la cercanía de Dios y el descanso confiado junto a la Madre. Se trata de sentimientos no verificables a través de la probeta o el microscopio, pero que desbordan certidumbre en la persona. Porque la mayor seguridad la consigue quien sabe mirar al trasluz de la fe y piensa con el corazón. 

La situación geográfica del santuario, a menudo aislada y elevada, junto con la belleza del paisaje —austero o exuberante— se asocia a la armonía del cosmos. Se antoja el reflejo de la belleza divina. 

La predicación que resuena en el santuario posiblemente se escuche con disposición más favorable y empuje con más fuerza a la conversión. Ayudará tal vez a iniciar un camino más decidido tras las pisadas de Jesús de Nazaret. Con más motivo si, además de la predicación, el peregrino recibe la absolución o celebra la Eucaristía. Los santuarios cristianos bien pueden considerarse signo de Dios en la historia del pueblo. Vienen a ser como un memorial silente del misterio de la Encarnación y la Redención.

lunes, 20 de octubre de 2014

Al sujeto "light"

La revista "Vida Nueva" (nº 2.912, 11-17 octubre 2014) ha publicado el pliego central dedicado a una galeria de personajes posmodernos que he ido describiendo. Por cierto, cometí un error. Tocaba escribir "postmodernistas", pero se me pasó por alto. Y repito el error a lo largo de las páginas. 
Una de las cartas la dirigía al sujeto "light", que es el más típico representante de la galería. La reproduzco en este blog. Otro tanto hice con la entrada anterior.


No eres ajeno, amigo postmodernista, al hecho de que en los últimos lustros han escalado la moda —y en ella permanecen— algunos produc-tos apellidados «light.» A uno le es dado comprar tabaco sin nicotina, café sin cafeína, leche sin grasa, galletas bajas en hidratos de carbono, carnes con poca proteína, etc. etc.

El caso es que junto a estos productos desnaturalizados también ha surgido un tipo de ser humano rebajado o devaluado. Y cabe tropezar con un hombre o una mujer que «hace el amor» sin amor, opta sin comprometerse, discursea sin decir nada y vive de acuerdo a unos valores que no tienen peso específico alguno. ¿No te suena?

A ti, ciudadano «light», te interesa todo, pero sólo en la fachada. Te gusta estar bien informado y leer varios periódicos, sin embargo, te contentas con los títulos y los grandes recuadros. Accedes a informaciones reservadas y a estadísticas elaboradas con criterio científico, aunque no consigues hacer la adecuada síntesis. De modo que te conviertes en un sujeto trivial, ligero, frívolo. Al contacto con tu carácter, las ideas, los compromisos, los organigramas se tornan etéreos, volátiles, banales, relativos.

Dado que has presenciado tan numerosos cambios en tan corto espacio de tiempo, como cada día te desayunas con un nuevo invento que te facilita la vida, ya no sabes muy bien a qué atenerte. Cualquier problema espinoso lo despachas diciendo que los tiempos han cambiado, mientras miras a otra parte dispuesto a seguir tu rutina. 

Posiblemente eres un profesional válido y prestigioso, pero, en cuanto interrumpes tu trabajo, flotas en la sociedad como un barco a la deriva. Confundes las ideas, no dispones de una precisa escala de valores. Todo se te antoja indiferente y relativo. Actúas en consecuencia con una gran permisividad. No sabes dónde conviene cerrar un ojo y donde es preciso abrir los dos, de modo que vives en permanente letargo. 

Un gran vacío moral va abriéndose paso en la sociedad «light» y en el corazón de quienes participan de tus ideas. Es que las grandes transformaciones sufridas en los últimos años —la informática, la democratización en serie, las novedades científicas, la caída del bloque comunista— al principio se contemplan con estupor, pero luego uno acaba acostumbrándose. Más tarde reacciona con indiferencia para finalmente tomar los datos como hechos inevitables sobre los que vale más no elucubrar.

Así va tomando cuerpo el hombre «light.» Éstos son tus orígenes. A este propósito se ha hablado de pensamiento débil, de convicciones sin firmeza, de asepsia en los ideales, de una actitud que cabalga entre la curiosidad superficial y el relativismo moral. Tu ideología no puede ser otra que la del pragmatismo. Tu norma de conducta te impulsa a adherirte a lo que está de moda. La ética de que echas mano confina y hasta se confunde con la estadística. Tu moral subjetiva pone anclas en aquello que te agrada y satisface. 

No te apasionas, pero tampoco te dejas atrapar por la tragedia. Tu cultura es una síntesis sin olor ni sabor, que prefiere los términos comunes, los gustos rebajados, las opciones intermedias, los sentimientos tenues. Como las comidas sin grasas, sin excitantes, sin calorías. Todo sin riesgo. Naturalmente que no vas a dejar estela alguna a tu paso. Te dejan indiferente los valores, sólo alcanzas a cumplir con las normas de urbanidad y a guiñarle el ojo a una estética reconfortante.

Alguien te ha bautizado como el hombre del gran vacío y del ideal aséptico. Y para obrar con coherencia, al caer la noche, te desplomas en tu sillón frente al televisor, te armas del mando a distancia y pasas de un canal a otro para saberlo todo sin tomar partido por nada. Cambiaste los libros consistentes, de preciso contenido, por las revistas multicolores. No crees en casi nada o quizás no sabes si crees en casi nada. Has desertado de todos los valores que exigen esfuerzo y compromiso.

¿Será el plástico el nuevo signo de los tiempos? ¿Será el usar y tirar el criterio y norma de los siglos venideros? ¿Consistirá el perfil del triunfador en adoptar una sonrisa artificial, mostrarse educadamente agresivo y pragmático, para así acumular dinero y fama? 

Este cúmulo de hechos y circunstancias, hombre/mujer light, erosionan tu persona en sus más profundas raíces. La hacen vulnerable e indefensa. Entonces te conviertes en fácil presa para la manipulación y te llevan de acá para allá. La publicidad te da la puntilla y te convence de que no es importante construirse una personalidad más humana, culta y espiritual. Importa saborear los sentimientos gratificantes generados por el placer y el dinero.

Al individuo «light», naturalmente, le corresponde un corazón «light». Descafeinado, de contornos imprecisos, relativizado y rebajado. Encaja con tantos otros personajes de nuestra historia antigua y reciente destinados a ocupar la galería de personajes ligeros, fútiles, que huyen de toda responsabilidad. De corazón volátil, etéreo, tornadizo y sutil. 

viernes, 10 de octubre de 2014

Al amigo del "carpe diem"

El hombre o la mujer «light» se pasea con la sonrisa en los labios. Es muy educado/a, además, aunque no cree que nada valga la pena. Si acaso, hace excepción de aquello tan viejo que reza así: «comamos y bebamos que mañana moriremos.» Con gesto pragmático, aboga por el relativismo moral y metafísico. Pertenece al género postmoderno y a la especie del «carpe diem». Le he escrito unas líneas en plan amistoso.


Sin duda estás al corriente, amigo, de que la llamada cultura postmoderna surge como reacción a la modernidad. Y, en contraste con ella, afirma que no existe el progreso. Tú mismo, como tus colegas de ideología, proclaman sencillamente que ni una cosa ni la otra. La historia ha llegado a su término por cuanto nada hay que esperar. Los acontecimientos se entrecruzan sin sentido ni finalidad.

Un tal planteamiento me lleva a reflexionar sobre la tragedia que debe suponer para ti y los tuyos el hecho de vivir desprovistos de ilusión e ideales. En épocas pasadas los habitantes de nuestro mundo, a mi entender, no eran mejores ni peores, pero sí tenían un «para qué», más preciso, una finalidad siempre presente en su actuar. Este «para qué» era, en general, de carácter religioso, aunque podía sustituirse por alguna relevante meta de carácter humanista.

Pues bien, amigo postmoderno, hoy en día mucha gente es capaz de vivir años y más años sin preguntarse el por qué ni el para qué. La maquinaria social parece pensada para esquivar la pregunta. Continuamente inventa cosas para frenar o anestesiar los interrogantes más profundos. Ofrece un extenso menú con las diversiones más apropiadas para evitar la reflexión. 

Convendrás conmigo que, hasta en los momentos más preñados de interrogantes, como el morir, se las arregla nuestra sociedad para disimular la trascendencia de la situación. Y se le ocurre velar al muerto lejos de casa, en un local blanco y aséptico, ofrecer una tacita de café al visitante, maquillar al difunto para disimular su real estado de difunto. Interesa que no se note la trágica circunstancia.

Huérfano de preguntas e inquietudes, te limitas a dejarte resbalar por la vida. No suscitas interrogantes, no buscas respuestas. Vives, eso es todo. Aunque yo dudaría de que el mero transcurrir de días, semanas y años merezca ser llamado vivir. Quizás habría que inventar un nuevo verbo: «desvivir.» Indicaría con más propiedad lo que pretendo decirte. 

¿No crees que a los postmodernos les pasa lo que a los coches? Me explico. Todos ellos tienen una clarísima finalidad: correr, trasladar a sus inquilinos, atravesar campos y ciudades. Para llegar… ¿a dónde? Creo que es legítimo tratar de conocer lo que acontece tras el viaje. Después de atravesar autopistas y poblaciones... ¿qué hemos sacado en limpio de los kilómetros recorridos? ¡Es muy lícito y razonable saberlo! 

¿No será que el postmoderno tiende a correr y atravesar paisajes en dirección hacia la nada? Pero entonces no se da otro objetivo que el de correr sin objetivo. Exactamente. Muchos seres humanos parecen hacer del vivir —del desvivirse— la única meta. Convierten lo provisional en definitivo. Empujan uno a uno los días sin interesarse por el largo plazo. Un día salen a comer al restaurante, el otro le regalan una flor a su esposa, de pronto levantan un negocio de electrodomésticos...

Comprendo, amigo, que empujar un día tras otro, sin apenas horizonte, puede que evite complicaciones, inquietudes y nostalgias. Pero es un vivir más cercano al del animal irracional o al del vegetal que al del ser humano. Y, por favor, no confundas esta actitud con el consejo evangélico que exhorta a no preocuparse por el mañana. Aquí se trata de no agobiarse por el comer y tener, que no de desinteresarse por el sentido de la vida. 

Vivir por vivir conduce a la larga a seguir la opinión del clásico: «Carpe diem»: aprovecha la ocasión. Comamos y bebamos que mañana moriremos. Uno recoge todo cuanto halla al paso. Con avidez caza las oportunidades al vuelo. Tal es el prurito de gozar y acumular que, paradójicamente, al cabo desemboca uno en la ansiedad y el desasosiego. 

No pretendo cambiar tus esquemas mentales porque lo más típico del postmoderno consiste precisamente en carecer de ellos, pero insisto en que es del todo preciso saber a dónde uno se dirige. Un coche necesita estacionar en un momento dado, como un buque aspira a atracar en algún puerto. Por más bonita que sea la travesía, nadie pone su ideal en vivir en alta mar esperando no se sabe qué ni cuándo. El trabajo cotidiano e inmediato, carente de expectativa e ilusión, pierde su sentido, se derrumba estrepitosamente. 

Conoces el viejo mito de Sísifo, el que plasma uno de los mayores castigos que pueda sufrir un hombre, el de trabajar agotadoramente para, de antemano, saber que sus esfuerzos son del todo inútiles. La piedra subida por la ladera de la montaña, a fuerza de tanto sudor, se despeña con estrépito, una y otra vez, hacia el pie de la misma. Sólo que el Sísifo de nuestros días no acaba de ser consciente de la situación.

Amigo: un corazón que late día y noche sin saber para qué, acumula frustración. Un día se negará a seguir funcionando. Lo preveía Teilhard en sus especulaciones: el día en que el individuo sepa que su tarea no sirve para nada, decretará una huelga de brazos caídos, se negará a seguir viviendo.