Sabrás, devoto seguidor de la New Age, que se cumple más de siglo y medio desde que Feuerbach
pretendió rematar definitivamente a la religión con su teoría de la proyección psicológica.
Hemos sobrepasado el siglo desde que el genial y demencial Nietzsche diera a
Dios por muerto. Pues bien, muchos ciudadanos, cuando el huracán del secularismo
parecía haber arrasado toda planta de raíz religiosa, añoran el discreto
perfume de la religión. O, si más no, de la trascendencia, de un vago más allá.
Tú eres buen ejemplo de ello. Te interesa
la literatura sobre el tema. Los medios de comunicación no desdeñan abordarlo,
al contrario. Las estrellas del espectáculo confiesan sin tapujos su
pertenencia a la Nueva Era, su afición por las músicas ecológico-emocionales y
la aromaterapia. Si no es exactamente verdad que la religión vuelve a estar de
moda –y me refiero particularmente a la situación de los países más
desarrollados–, al menos no es un fenómeno agonizante, ni una reliquia de
tiempos periclitados. Tu testimonio me impide mentir.
Bien está una porción de fantasía
Te digo que
Pascal vuelve a tener razón: «El hombre sobrepasa infinitamente al hombre.» La
demanda religiosa arraiga en el más genuino humus de la humana naturaleza. Sin
embargo, no canto victoria precipitadamente. Mucha gente quiere inhalar los
vapores de la religión, siempre y cuando sean suaves y placenteros. Sabes bien
que es así, y lo sabes por propia experiencia. Nada quieren saber de
sobresaltos ni de que algún exabrupto les corte la digestión. A Dios se le acepta
si no molesta mucho, si se contenta con permanecer en la habitación trasera.
Los amigos de
la postmodernidad estáis dispuestos a echaros en brazos del dios que ofrezca mejores
condiciones. Bien está una moderada dosis de trascendencia, puesto que el
misterio nos desborda por todas partes. Los cinco sentidos nos permiten
olfatear, observar, tocar las maravillosas creaturas de nuestro mundo. A poco
que se pondere, tales capacidades dan pábulo a la admiración y también al
desconcierto. Mirar, pensar y soñar es algo manifiestamente asombroso. Que los
colores se apoderen de las nubes, que estas adquieran formas caprichosas y al
atardecer brillen en el ocaso es causa de estupefacción.
Estoy contigo en que habilitar un espacio para la fantasía constituye una necesidad en el anodino panorama de máquinas, electrodomésticos y tarjetas de crédito con que traficamos día a día. El exceso de praxis, de logaritmos y computadoras exige a gritos el complemento de la perspectiva portentosa, de la maravilla que se cuela en la vida diaria, del pasmo que producen tantos efectos cuyas causas no logramos explicar. Buena falta nos hace una colmada ración de asombro. La literatura que realza los contornos mágicos y surrealistas da buena prueba de esta afirmación.
Estoy contigo en que habilitar un espacio para la fantasía constituye una necesidad en el anodino panorama de máquinas, electrodomésticos y tarjetas de crédito con que traficamos día a día. El exceso de praxis, de logaritmos y computadoras exige a gritos el complemento de la perspectiva portentosa, de la maravilla que se cuela en la vida diaria, del pasmo que producen tantos efectos cuyas causas no logramos explicar. Buena falta nos hace una colmada ración de asombro. La literatura que realza los contornos mágicos y surrealistas da buena prueba de esta afirmación.
Es que los
datos palpables y verificables no son más que un aspecto de lo real. Las cosas
y los fenómenos de nuestro mundo se asemejan a un poliedro de numerosas e
imprevistas caras. Es lógico que quieras tomar distancias de la férrea y
pretenciosa ley de la razón. Tienes la sensación de vivir en la punta de un
iceberg, cuyo volumen se halla sumergido mayormente en un abismo de maravilla e
incertidumbre.
Posiblemente
te sucede a ti también: se instala un no sé qué de irracional en personas que,
por lo demás, viven con lógica estricta en los diversos campos de la vida. No
tienen el menor reparo en echar un vistazo a la situación de los astros, ni en
interpretar un enigmático orden de las cartas en manos del experto.
Un dios domesticado
Pero de ahí a
un Dios que exija compromisos y pida cuenta de los sufrimientos ajenos, hay un
trecho excesivo, a juzgar por lo que decís tú y tus colegas. Si Dios se va a
meter con la justicia social y empieza a repartir responsabilidades, mejor no
entrar en la ronda.
Amigo
posmoderno, queda claro que no estás dispuesto a que te molesten. Hasta ahí
podíamos llegar. Todo tu horizonte se limita a sentirse bien, a aceptar tu
cuerpo y tu psicología. Si hace falta algún retoque, para esto están los
aeróbicos, el jogging, el yoga, los
gurús y hasta los echadores de cartas. Aquello de que “si has visto a tu hermano,
has visto a Dios”, se te antoja de mal gusto. O quizás, sencillamente, no sabes
de qué te están hablando.
Marx acertó
en su célebre diagnóstico: «La religión es el opio del pueblo.» Acertó, pero en
una dimensión insospechada. El hecho es que la religión, a media luz, a media
voz, si permanece en unas coordenadas aceptables, si no rehúsa la domesticación,
puede tener su encanto. Como el opio, adormece y alivia las penas de cada
atardecer.
Comprendo que
no van contigo las preocupaciones. No entiendes por qué comprometerse con el
vecino, escatimarle tiempo al sueño o compartir tu despensa. Lo tuyo consiste
en experimentar la estética de un sol rojizo que se hunde en un ocaso de nubes.
Tu corazón es trivial, liviano, tenue, etéreo y light.