El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 26 de junio de 2015

El perfil del "Narciso"

Se acerca uno a la persona en cuestión y percibe una extraña falta de autenticidad. Su rostro se diría cubierto con una máscara invisible, su alma deambula con disfraz impropio. Sus manifestaciones siguen el rumbo de algún objetivo difícil de individual por el prójimo. Sus palabras ejercen de coraza dispuesta a defender el núcleo más íntimo de su interioridad. No las usa para expresar sus opiniones, sino para esconderlas.

Entablamos diálogo con él y tal parece que el hombre no está en ello. Se le nota preocupado por su autodefensa, aunque nadie intente agredir su persona ni sus esquemas mentales. Parece darnos a entender, más allá de la articulación de los vocablos salidos de su boca, que tiene algo que transmitir. Nos dice con su gesto, su tono de voz y su ademán: tenga usted en cuenta que está hablando con un personaje de futuro. Quien está a su vera es un hombre inteligente e ingenioso. No le pase desapercibido que ante usted se halla el director de tal institución o el centro de todas las tertulias. Mi fama debe ser reconocida. No estoy dispuesto a que se me trate como a un cualquiera.

Atención permanente a su imagen

¿Qué necesidad tendrá el hombre de insistir en la alta valoración de su persona? ¿A qué se deberá un tal fenómeno? ¿Quizás a una competencia desmedida en la que el vecino quiere arrebatarle lo que él considera su propiedad, particularmente por lo que se refiere a su fama? ¡Pero si nadie le agrede! Más bien sucede que la persona misma no está del todo reconciliada con el rango que ocupa, pues que conoce por dentro sus fallos e incompetencias.

Se comprendería entonces su actitud de defensa permanente. Entenderíamos bien que la propia incapacidad, de la que tiene noticia en lo más recóndito de sí mismo, le empujara a vivir con el sobresalto a flor de piel. Y que adoptara un gesto altivo, convencional e insincero a fin de disimular al máximo el estado de incertidumbre en que vive sumergido. El hombre necesita defender su "status" a los ojos de quienes le rodean. Dado que no es lo que debiera ser, se empeña en repetir de mil maneras que sí lo es. No vaya a suceder que sus propias dudas transciendan al prójimo.

En tono jocoso bien podría ser comparado con los niños de los primeros grados escolares. Se enfrascan los tales con entusiasmo en la tarea de perfilar o colorear algún dibujo. Al final de la operación perciben, en honroso gesto de sinceridad, que su obra se presta a muy ambiguas interpretaciones. De ahí que, para disipar dudas, escriban el título debajo del garabato. Y con letra insegura afirmen, por ejemplo, que lo pintado es un árbol o una casa.

Procedamos ya a lo que pretende ser la moraleja del artículo. Hay personas que no viven atentas a lo que hacen con sus brazos ni a las ideas que revolotean por su mente. Viven primordial y originalmente atentas a sí mismas. El resto lo hacen como de refilón, de carambola. Se interesan por ellos mismos, su figura, su personalidad, y por la imagen que proyectan a los ojos ajenos. No es que se hallen sometidos a una marcada patología de vanidad, no. Es que son esencial y naturalmente vanidosos.

Se gusta y se escucha

Se gustan enormemente. O mejor dicho, les agrada sobremanera la imagen que se han hecho de sus personas. Son irremediablemente narcisistas. Disponen de muy escasas energías para bregar con las cosas —para vivir— pues las invierten todas en embelesarse ante el alto concepto que tienen de sí mismos. Viven a través de la imagen vaporosa que han elaborado de su propia persona.

¿Será por ello que los tales necesitan, como el pan y el agua, vestir de modo impecable? Zapatos brillantes, chaqueta a medida, sin arrugas, detalles primorosamente cuidados. Necesitan encontrarse gratos a sí mismos dado que están en perpetua inspección de sus propias capacidades.

Por supuesto, no perciben al otro que se mueve en derredor. En todo caso lo consideran mero espectador y admirador de su propia valía. De manera que jamás se les ocurrirá felicitarles por algún logro o acogerles sinceramente. Sus apretones de mano y sus sonrisas están en función de alimentar la imagen que se ha hecho de sí mismo y transmitirla a los que él considera devotos a su persona. Los otros sólo son pupilas con la función de reflejar su excelsa categoría.

Pero los del entorno, en cuanto le toman la medida, en cuanto se den cuenta de lo que sucede, hacen una mueca de desdén y acaban arrinconándole en su imaginario pedestal. Muchas soledades trágicas han sido ganadas a pulso y con todo merecimiento. El Narciso no tiene corazón para los demás. En todo caso, reserva sus latidos para sí mismo.  

domingo, 14 de junio de 2015

Preámbulos para una espiritualidad del corazón

En el día que el Instituto al que pertenezco vuelve sus ojos al corazón de Jesús y de María ofrezco unos preámbulos a propósito de la espiritualidad del corazón. 

Un mundo «descorazonado»
Demostrar que en nuestra sociedad existe una alarmante carencia de corazón es tarea más fácil de lo deseable. Basta con prender el televisor para contemplar largas filas de exilados que andan a la búsqueda de una tierra donde posar los pies. Es suficiente con salir a la calle para observar multitud de niños obligados a ganarse unos centavos sorteando vehículos y tratando de sobrevivir en esta jungla de asfalto que son las calles y avenidas de la ciudad.

Nuestra sociedad vive "descorazonada", descentrada. Se valora al prójimo por lo que tiene, por lo que hace, o por lo que puedo sacar de él. Pero no por lo que es, por su dignidad de ser humano y su vocación de hermano. El hombre se hace más hombre cuanto más cultiva su corazón. La técnica por sí misma no mejora el corazón y, en ocasiones, lo pervierte.

Lo sintetizó de modo magistral el Concilio Vaticano II: "En realidad los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano". (GS 10). Ya los viejos profetas clamaban a fin de que Dios cambiara los corazones de piedra por corazones de carne.

Hay que reparar el centro roto del ser humano. Es preciso encontrar la brújula que nos indique dónde encontrar las aguas de la salvación. Cambiar el corazón de piedra, metalizado, por un corazón sensible y de carne es lo que pretende la espiritualidad del corazón. Para lo cual observa, desde el corazón de Cristo y de su madre María, todo el panorama de la fe.

En realidad todo creyente, todo grupo organizado, tiene su espiritualidad, aunque no sea muy consciente de ello. Porque cada uno se sitúa en un determinado lugar de la fe y desde allí contempla el panorama. Según donde uno se ubica observa variaciones en el paisaje. La espiritualidad del corazón enfatiza los aspectos más cordiales de Dios, pone de relieve la disponibilidad de María, la del corazón traspasado. Aprecia el regalo del Espíritu surgido del costado abierto de Jesús.

Divisamos, pues, el entero panorama de la fe situados en el corazón de Cristo. La mente, las actitudes, las ideas, los compromisos, todo adquiere la tonalidad cálida y cordial típica de esta espiritualidad. La cual va mucho más allá de las meras prácticas de devoción, es decir, de una serie de lecturas, exclamaciones, cultos, imágenes, etc. En todo caso las prácticas constituyen derivaciones concretas de la espiritualidad, pero ni son lo más importante de ella ni siempre merecen elogios. Pueden convertirse en rutina, pasar de moda o tomar formas excesivamente sentimentales, por aludir a algunos de sus peligros. 

Un símbolo elocuente
El corazón es el órgano fisiológico que sostiene la vida, cuyos latidos marcan la intensidad de los sentimientos que agobian o exaltan a la persona. Evoca la profundidad del ser humano. Constituye el centro simbólico de la persona —compuesta de cuerpo y espíritu— de donde surgen los sentimientos, donde se enraízan las opciones morales y se nutren las más comprometidas decisiones.

El corazón mantiene un rico significado porque está encerrado como un rico tesoro en la parte superior del ser humano. En él permanecen velados los sentimientos más íntimos. Cuando la mente se obnubila o el rostro del prójimo nos rehúye, entonces es el corazón quien ve más claro. Se ha dicho, en efecto, que lo más importante no se ve con los ojos, sino con el corazón. Es el órgano o la capacidad que mejor sintoniza con el mundo del sentimiento y de la experiencia.

La persona se mueve por el mundo básicamente con dos brújulas: la de la razón y la del corazón. Con la de la razón trata de ver claro y de poner en orden a su alrededor. Con la del corazón va a la búsqueda de la ternura del prójimo, adivina lo que debe realizar en el momento preciso. Las más de las veces nos movemos por el corazón, por el sentimiento. Aunque tampoco se debe enfatizar demasiado esta división. Porque el ser humano no deja de ser una unidad. Es un corazón que razona o una razón que se mueve por corazonadas.

Con estas premisas podemos dar el salto a la persona de Jesús. También El es razón y  corazón. Es razón en cuanto Palabra de Dios, rebosante de inteligencia creadora (el vocablo "logos" significa a la vez razón y palabra). Es corazón de Dios, puesto que sus palabras y sus hechos, llenos de afecto y ternura, proceden del Dios encarnado. Ahora bien, si Jesús es la imagen visible de Dios, como nos informa S. Pablo, en cierto modo podemos decir que Dios mismo tiene razón y corazón.

En las cuestiones más íntimas y que más nos afectan no conseguimos una gran claridad de conceptos. Los intereses, el afecto, la cercanía no nos permiten ver claro. Así, por ejemplo, en la relación matrimonial o amistosa. El amor hace la vista gorda sobre algunos defectos u obstáculos. Otras veces, en cambio, aumenta sin motivo un preciso defecto si están de por medio los celos. En fin, todos sabemos de las peleas pasionales y de la rapidez con que ciertos pleitos amorosos se resuelven en uno u otro sentido.

En este terreno nos resultan de más ayuda los símbolos que evocan y convocan afectos y sentimientos que no las frías palabras o las ideas asépticas. Uno de estos símbolos, plenamente válido, es el del corazón. El afecto, la ternura, la confianza en Dios no es capaz de describirlos la matemática ni de definirlos el concepto. Pero sí los evoca el corazón. Además, el símbolo no sólo nos informa sino que nos sumerge en su peculiar dinamismo y despierta las más profundas energías personales en orden a la acción.

Pero no se crea que para vivir la espiritualidad del corazón se precisa mantener continuamente esta palabra en los labios. No. El corazón, en este contexto, alude, sugiere y apunta a muchas experiencias y refiere a un mundo simbólico de gran riqueza. Por ejemplo, a la herida del costado, la sangre, el agua, la cruz, el Cordero degollado, la entrega total de sí mismo, el amor trinitario, la Iglesia nacida del crucificado, el fuego, la moral de la alianza, la ternura, la compasión, etc. etc.

Todos estos elementos se combinan e insisten en la cordialidad a la hora de relacionarnos con Dios y el prójimo. Impulsan a contemplar el corazón de Cristo traspasado por la lanza. Favorecen una mirada decidida y compasiva al hermano que sufre y a quien la injusticia le clava también espinas y espadas en lo más sensible del alma.

Quizás en épocas pasadas se le pegó una capa de lastre a esta espiritualidad. Ya fuera a causa de las imágenes del corazón de Jesús carentes de gusto y estética, ya por las expresiones demasiado dulzonas que solían emplearse. También debido a un pesimismo un tanto negativista: se ponía en primer plano la melancolía, la desconfianza, el sacrificio. Y las virtudes más bien negativas e intimistas. Por lo cual parecía exhalar un tono quejumbroso.

Sin embargo, no tiene porqué ser así necesariamente. Y, en cuanto, se la limpia de la costra, la espiritualidad aparece radiante. Entre otras cosas porque estamos ante una palabra y un símbolo -el corazón- que hunde sus raíces en el terreno más hondo y primordial de la persona humana. El vocablo no puede ser sustituido por otra palabra sin que pierda mucho de su contenido y de su riqueza. Y es el que tenemos siempre a mano para indicar la más honda actitud que nos conmueve.

lunes, 8 de junio de 2015

En torno a las urnas

Con la venia de los amigos que leen estas entradas allá por el Caribe, donde pasé tantos años, trataré un tema que se circunscribe a España. Se trata de las pasadas elecciones en las que sólo una tercera parte de los ciudadanos depositaron la confianza en los partidos que tradicionalmente seducían a la gran mayoría.  

Dicen que cuesta mucho hacerle cambiar el voto a un ciudadano, sobre todo cuando lleva años otorgándolo al mismo partido. Teme cometer una deslealtad. Sólo ante situaciones extremos o agravios hirientes muda su papeleta ante las urnas.

Un ciudadano ignorado y arrinconado

Pues bien, el ciudadano medio ha detectado que los partidos mayoritarios le han ignorado, sino arrinconado. Las elites han hecho lo que les ha apetecido. Entre sus filas han salido más corruptos que alimañas cuando se remueve una losa incrustada en la tierra durante años. Poco a poco el ciudadano se ha ido indignando, impacientando, enojando, disgustando y desesperando. Podría alargar la lista de verbos para subrayar la idea, pero es suficiente.

La política de siempre trata al ciudadano como si adoleciera de un fuerte déficit de inteligencia, tanto en lo que respecta a la legislación (a favor de sus propios intereses), como en las artimañas internas (listas, nombramientos, asesores, etc). Frente a esta situación ha surgido un intenso anhelo de cambiar los estilos, de hacer otra clase de política.
Los jóvenes se han mantenido pasivos a lo largo de muchos años en cuestiones de convivencia y bien común. La crisis les explotó en el rostro, les ha prohibido el acceso al trabajo, les ha situado en graves aprietos económicos. Sobre todo les ha frustrado y herido las fibras más hondas de su dignidad. Los jóvenes se han indignado —la cosa viene de lejos— y finalmente se han organizado. Sus inquietudes han sido escuchadas y las urnas han arrojado un resultado contundente.   
Un nuevo estilo

Se acabó el culto al líder, la tendencia a doblar el espinazo ante su persona. No necesariamente el que manda es el mejor líder, ni el más honesto, ni el más listo. Aunque se rodee de fastuosidad y pretenda dar la impresión de que está por encima del resto. La gente ha dejado de ser fácil presa del engaño. Ahora le ha dado por llamarle casta al político engreído y estirado.

Preciso es devolver a la vida real a quien le ha crecido la autoestima más de la cuenta. Por más que se rodee de numerosos asesores y acuda a los restaurantes exclusivos, por más que mire por encima del hombro a los ciudadanos de a pie y el aparato magnifique sus méritos, hay que conectar al hombre con la realidad de cada día. Y cuanto más alto se haya alojado, más dura le resultará la caída.

Se acabaron las excusas. De poco servirá alegar que en realidad el partido ha hecho una buena gestión, pero no ha sabido venderla de modo conveniente o que no ha comunicado las cosas con la habilidad requerida. No es cuestión de estilo ni de estrategia. Es cuestión de reconocer que tanto el fondo como la forma se han desplomado con estrépito. Pero no creo, no creo que se reconozca esta realidad.  

Los nuevos grupos emergentes no han olvidado la prepotencia ejercida por los políticos —incombustibles hasta el presente— a través de una mayoría matemática. Y trazan un cordón sanitario a su alrededor. Nadie quiere pactar con ellos. Aun cuando conserven un buen número de votos, se les aísla. Cuando uno no respeta al prójimo la gente acaba por devolverle la moneda en cuanto la ocasión se tercia. Es lo que ha sucedido.

Decididamente en esta ocasión la corrupción ha pasado factura. Como la ha pasado la prepotencia y los recortes en contra de los más débiles. La crueldad de sacar de su casa a quien no podía seguir pagando los recibos —inflados, por cierto—ha caído muy mal entre quienes mantienen un poco de sensibilidad altruista. Se les ha echado fuera de malos modos. A la calle con los niños y los ancianos. ¿Qué respuesta podían esperar en las elecciones?

En lo alto del pedestal los personajes de la política no se han enterado de casi nada. Siguen en su burbuja. Lamentan que los ciudadanos no les hayan comprendido. Tal vez no se han sabido explicar, murmuran. No, sucede que su modo de actuar, sus rutinas, la manera de entender la convivencia se ha ganado a pulso un rechazo total por parte de la ciudadanía. Eso es todo. Y en las próximas elecciones generales pienso que todavía quedarán más en evidencia.

Los indignados han ganado, en particular en los ayuntamientos de más trascendencia: Madrid y Barcelona. Ha ganado la indignación y el altruismo. Los indignados no se han detenido en la irritación o la cólera. El sentimiento ha tomado cuerpo: ha habido movilizaciones, testimonios en los medios, proyectos y candidaturas. La indignación constituye una enorme fuerza de cara a la acción, pero es necesario que esta energía se organice en un plan y se perfile en una estrategia. Tras muchos años de letargo, así ha sucedido.

¿Qué nos depara el próximo futuro? Puede que las izquierdas —tan proclives a las divisiones y a las disquisiciones— pierdan terreno por falta de mano izquierda precisamente. Lo cual sabrán aprovechar bien las fuerzas de signo contrario.