El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 21 de abril de 2016

Triunfantes, pero frustrados

Asombra la complejidad del ser humano. Por más el psicoanálisis pretenda sumergirse en las profundidades de su intimidad, no logra sacar a flote resultados definitivos, ni del todo satisfactorios. No hay que pedirle demasiado a esta materia que, por lo demás, no es una ciencia exacta. Desde el diván del psicoanalista no se otean todos los horizontes. Y nada más desorientador que tomar la parte por el todo.

Si junto a los psicoanalistas echamos mano de los sociólogos, antropólogos y demás, tampoco ellos nos dan la exacta medida de este complejo corazón que rige los destinos del ser humano. Por supuesto que los esfuerzos de todos ellos desvelan un poco el secreto de la humana existencia, pero no resultan decisivos a la hora de ofrecernos la clave de su comportamiento.

Más posibilidades que nunca

La vida actual nos abre posibilidades insospechadas lustros atrás. Podemos cultivarnos en múltiples facetas: modelar a voluntad nuestros músculos, pronunciar con fluidez un idioma extranjero, aprender los símbolos del pentagrama, adentrarnos en los misterios de la genética… No faltan en la sociedad quienes desempeñan con competencia y eficacia profesional sus tareas. Y, sin embargo, muchos fracasan en su objetivo principal: ser personas humanas aureoladas de dignidad. Dan vueltas en torno a sí mismos, sin llegar a saber el sentido de su existir. Se deprimen, sufren, viven atrapados. Se mueven a contratiempo, atrofian sus mejores posibilidades.

El entorno invita a moverse, a relacionarse, a multiplicar los contactos con los demás. Sin duda, bien enfocado, ello enriquece el propio yo. Pero, en cuanto uno se descuida, se dispersa y fragmenta hasta el punto de que desfigura su personalidad. A veces, por no defraudar unas exigencias sociales muy discutibles, otras por tratar de desempeñar unos roles que más bien hacen el papel de máscaras.

Las actividades y ocupaciones arrastran como si de un torbellino se tratara. Los medios de comunicación nos asaltan en la intimidad. Vivimos deprisa y agitados. Entonces nos disponemos a escuchar las voces y llamadas más urgentes. Sólo que lo más urgente rara vez coincide con lo más importante. Conmigo mismo, se piensa, ya habrá tiempo de estar y dialogar mañana. Un mañana que no acaba de llegar.

No maravilla, pues, que muchos no encuentren los resortes que les permitan vivir con autenticidad y originalidad. Terminan difuminando su propio rostro, olvidan su identidad, terminan siendo juguetes de fuerzas exteriores a ellos mismos.

Orgullosos, pero amenazados

Pronto nos habituamos a las ventajas y posibilidades que la técnica, la medicina y la cultura nos ofrecen. Exigimos que no falle la energía eléctrica, requerimos los medicamentos más sofisticados, nos parece normal que la erudición nos esté esperando en las páginas de la enciclopedia. Es posible que no valoremos en su justa medida las comodidades al alcance de la mano. Hace falta un suplemento de agradecimiento a nuestros ancestros y a quienes empujan y sostienen los logros conseguidos.

Sin embargo, el hombre actual, a diferencia de años atrás, se siente menos orgulloso de los resultados obtenidos. Más aún, empieza a recelar de su propio poder, sospechando ―como el aprendiz de brujo― que quizás todos los avances le caigan encima, descontrolados, y le conviertan en víctima propiciatoria.

En todo caso los complejos porcentajes, las estadísticas y los índices de desarrollo se tornan mudos en cuanto se les pregunta la cuestión definitiva: si la vida del hombre y la mujer se humaniza y dignifica. Porque pudiera suceder que uno esté perfectamente equipado y hasta armado hasta los dientes. Pero, ¿y si termináramos siendo una pieza de la enorme maquinaria puesta en funcionamiento? ¿Y si el poder de destrucción inventado se nos va de las manos, se emancipa de nuestro control y nos aplasta?

La sociedad funciona, al parecer, de modo más eficiente y burocrático, en nuestros días. Pero ya nadie sabe en qué secretas oficinas va a parar la información sobre el ciudadano, ni quién carga con la responsabilidad de escribir sólo la verdad en los registros. Nadie sabe dónde ir a reclamar si le la justicia le da la espalda o el ordenador le acusa de un delito que no ha cometido. El individuo se halla en un laberinto cuya salida se logra sólo a fuerza de cheques o influencias.

Hay más coches de lujo circulando por las avenidas y más electrodomésticos en los hogares. Pero ello al precio de que algunos jamás los posean. Si existe más bienestar, también se tropieza con más marginación. Si se multiplican las fábricas, en igual proporción aumenta la contaminación. Seguramente los años de vida se han alargado, pero no necesariamente se  han llenado de mayor solidaridad y gozo.

Puede que estemos afinando más en los derechos humanos de los ciudadanos, pero mientras tanto se multiplican los recelos entre los partidos políticos, crecen las envidias entre las diversas corporaciones y se distancian las familias con enorme facilidad. Los corruptos y delincuentes hacen su aparición como los hongos en tiempos de bonanza.

Cada vez más surgen ciudadanos que toman conciencia de que el individuo de nuestra sociedad se halla un tanto perdido, víctima de sus propios logros, esclavizado por las fuerzas que ha desencadenado, amenazado en su intimidad más profunda. Por supuesto que lamentar los avances obtenidos sería una actitud estúpida. Lo que sí es preciso lamentar es que tales avances no hayan servido para crecer en humanidad y confianza. No es del instrumento la culpa de nuestros males, sino de las intenciones perversas, frívolas o egoístas de quien lo maneja.

lunes, 11 de abril de 2016

La aureola de los santuarios

Lugares con un halo de misterio

Existen lugares en nuestro mundo que parecen dejar pasmados a quienes los contemplan. Se diría que las fibras más íntimas del alma de pronto conectan con la trascendencia, con Algo o Alguien que intuimos y anhelamos, pero que somos incapaces de explicar. 

¿Quién no ha visitado, por ejemplo, el Machu Pichu y ha quedado sin respiro ante la vista de la enorme mole montañosa, los abismos que la circundan, el río que discurre a lo lejos? Todo ello cobijado por un inmenso cielo azul. A uno le da por llorar frente a tan excelso paisaje, el otro queda ensimismado y el de más allá pierde la conciencia del tiempo. Otro tanto cabe decir de paisajes muy relevantes de nuestro mundo, esparcidos por los rincones del planeta.

Existen lugares que desprenden un halo de misterio. Como el espacio que se transforma en una cueva de formas insospechadas, o da origen a una fuente cristalina, o alimenta un árbol de raíces centenarias y tronco descomunal, o se transforma en una montaña inaccesible o se recuesta en un valle allá a lo lejos. Entonces el transcurso del tiempo parece detenerse y las coordenadas de espacio y tiempo diluirse. En este momento esplendoroso surge de lo más hondo del individuo un sentimiento de comunión íntima con el todo, una veneración hecha silencio, un anhelo de adoración ante el misterio que nos sobrepasa. 

De los menhires a los templos

Desde finales del neolítico los humanos comenzaron a construir monumentos, o meras rocas ensambladas, en honor a los seres superiores. En todas las geografías habitadas por los humanos de la prehistoria permanecen las huellas de lugares especiales cuya función ha consistido en conectar con la trascendencia o extasiarse ante la belleza y la inmensidad. 

Rebosamos de preguntes y anhelamos respuestas. La preocupación por el límite y el anhelo de trascendencia taladran nuestro entero ser. El mar, las olas enrabietadas, el viento con sus silbos, el horizonte inalcanzable, el futuro que no se deja adivinar... todo ello constituye motivos para reflexionar, para preguntar, para indagar e interrogar.

Los primeros santuarios se emplazaron en lugares peculiares donde la raza humana conjeturaba la presencia de lo sagrado. En tales sitios la persona trataba de conectar con el universo y encontrar un sentido a su existencia. 

Transcurrió el tiempo y las religiones fueron estructurándose y ganando terreno. Los lugares elegidos por el hombre primitivo se transformaron en templos. Dichos lugares aprovecharon la aureola sacra que los rodeaba para convertirlos en parajes emblemáticos destinados al culto religioso. Toda una arquitectura desarrollada al socaire de lo sagrado adapta, recicla y actualiza los primitivos lugares de culto haciéndolos más convencionales. 

La mirada de la secularización

¿Qué acontece hoy día con este panorama? Inútil negar el curso de una secularización galopante que se manifiesta en la disminución de la práctica religiosa. El sentido de pertenencia a una confesión institucionalizada mengua a ojos vista. Una somera comparación entre las estadísticas de años atrás y las de hoy es suficiente para convencerse. En realidad, ni siquiera hacen faltes estadísticas. A simple vista se observa que la práctica religiosa se debilita día a día en nuestro entorno. 


Ahora bien, ello no significa sin más que se borre el sentimiento de religiosidad. En cierto modo las creencias flotan en el ambiente, no se asientan con firmeza en unos fundamentos ni se sujetan a una determinada Iglesia. La fe actual anda huérfana de sentido de pertenencia y se muestra reticente frente a la institucionalización. Existen Iglesias sin creyentes y creyentes sin Iglesia, por decirlo de modo breve y lapidario. 

Una tal desinstitucionalización de la religión implica que mucha gente ignore el templo, pero que sí aprecie los santuarios. En efecto, rechazan los aspectos más institucionales, pero no eliminan una manifiesta inquietud espiritual. Abandonan el corsé de la religiosidad convencional, pero no dejan de explorar la religiosidad/espiritualidad de peregrinos hacia el absoluto y la trascendencia. 

Un espacio alternativo

El santuario se requiere para obtener un espacio que facilite la contemplación y la escucha de uno mismo. Sin este silencio conquistado —que el santuario brinda mejor que otras instancias, gracias a sus vetustas raíces y su emplazamiento emblemático— apenas se consigue la necesaria perspectiva para tomar las decisiones que la vida exige. 

Los santuarios son espacios físicos ―y diría que también mentales― muy válidos para la renovación del pensamiento y la toma de decisiones. En ellos se pueden cultivar y confrontar los grandes propósitos y programas con el necesario sosiego. 

Para un determinado, aunque no irrelevante, grupo de personas el santuario es el último vínculo que les relaciona con la Iglesia. En el lugar surge un tipo de espiritualidad alternativa, de contornos indefinidos. Cada peregrino busca de acuerdo a sus inquietudes. Cada uno es católico, por así decirlo «a su manera», de acuerdo a los compromisos que él mismo se impone. Visita el lugar en total anonimato y sin que se le aplique norma alguna.

Hay personas viven que una búsqueda muy peculiar, al margen de cualquier lazo con comunidades o parroquias. El anonimato que proporciona el santuario favorece una tal situación. Su atmósfera atrae en particular a aquellos que no tienen otra inserción eclesial. Son gente religiosamente al margen, en la cuneta, pero más favorables a escuchar la voz que resuena en este espacio que en la parroquia. La dimensión subjetiva adquiere gran importancia. Sintoniza así con la cultura de la postmodernidad que se muestra muy reticente con los dogmas establecidos y las morales convencionales.

viernes, 1 de abril de 2016

A un señor corriente

Las cartas abiertas suelen estar dirigidas a algún personaje más o menos célebre. Personaje conocido, sea para bien o para mal. Carta con el objeto de censurarle o expresarle su admiración.

Dado que soy alérgico al culto a la personalidad he pensado que no estaría de más una carta a usted, señor corriente o de la calle. Cabría decir también a una señora corriente o de la calle, pero la expresión suena muy mal. Enigmas de la gramática. No sólo las personas, también el lenguaje hace sus discriminaciones.

Sin embargo, inmediatamente me he preguntado si tengo que dirigirme a usted tal como es, de verdad, en su interior. Si tal vez es mejor que le trate como lo hacen quienes le ven desde fuera o como cree usted que le ven los ojos ajenos. Tres posibilidades.

El problema es serio y remite a aquella divertida y profunda sentencia del escritor Mark Twain: “el hombre es más complejo de lo que parece: cada persona adulta lleva dentro de sí, no uno, sino a tres individuos diversos”. Seguía diciendo nuestro escritor: “tomen a cualquier señor llamado Juan. He aquí al primer Juan: el hombre que cree ser; el segundo Juan es tal como lo ven los otros; finalmente el tercero, el que es en realidad”.

Cómo te ves.

El primer Juan es el que cada uno mima dentro de sí. Somos nosotros como nos vemos, es decir, como creemos que somos. Porque usamos lentes de color de rosa al observarnos. Créame que es así, señor corriente. También usted usa medidas muy favorables, incluso manipuladas, a la hora de medir sus cualidades y su grandeza de ánimo. Unas medidas que cambia por otras cuando se dispone a medir a su prójimo.

Lo suyo ―lo mío, lo nuestro― por ser suyo se le antoja la mar de gracioso. Y lleva al agua a su molino con pasmosa facilidad. O el ascua a su sardina con la mayor de las habilidades. Y cree ser el protagonista de todas las fiestas, aunque en realidad nadie repare en usted.

Si el asno tuviera conciencia, es posible que, al escuchar los aplausos de su entorno, ―dirigidos al caballero que monta sobre él― pensara que se le tributan a su figura. Sonreiría, realizaría gestos de asentimiento con su cabeza, ya que no sería capaz de levantar las patas delanteras con los dedos en forma de V (de victoria). Qué duda cabe que haría un triste papel, tan triste como el que lleva a cabo, a veces, un señor corriente.

Cómo te ven.

El segundo Juan es el que ven los otros, los que miran con ojos maliciosos y penetran más allá de las apariencias, buscando ocultos defectos e intenciones. Probablemente con exceso de pasión e intuición.

Los defectos de este segundo Juan son mucho más graves y serios que los del primero. Cuando el Juan que uno piensa ser bebe una copita de más, pongamos por caso, juraría que ello favorece su ingenio. En cambio, el segundo Juan que ven los otros comentan que el hombre es un borrachín empedernido, que conviene huir de él para no tener que aguantar sus bromas desprovistas de toda gracia.

La conducta que el primer Juan atribuye a un nerviosismo circunstancial, los ojos de los vecinos lo achacan a su carácter insoportable, intolerante y vengativo.

Cómo eres

Llegamos así al tercer Juan, al que es usted en realidad y en el fondo último de la verdad. Bien mirado, éste es el que debe interesarle, señor corriente. Éste es el que, con el tiempo, suele mantenerse a flote. No le importe que sus vecinos piensen mejor o peor de usted. Esfuércese por ser lo que debe ser.

Suele suceder que los otros interpretan maliciosamente lo que uno lleva a cabo. No se desviva tratando de que piensen mejor. No prodigue explicaciones a su entorno. A la larga, cuando los posos han caído en el fondo, las cosas suelen clarificarse. Por supuesto, no sea masoquista tratando de que los otros piensen peor de lo que es, que la humildad es la verdad, como bien dijera Sta. Teresa en sus tiempos.

Interésese, señor corriente, de ser lo que es. Vale más ser que aparentar. Vale más ser que tener. Vale más ser que hacer. El ser siempre aventaja a los otros verbos. Los ayudas de cámara de los grandes personajes lo saben bien. A ellos les toca constatar de cerca lo que es su señor y no lo que aparenta.

Bajo ciertos títulos y celebridades se esconden vulgares mediocridades. Muchos diplomas colgados por las paredes no necesariamente dan fe de la propia ciencia. En muchas ocasiones son testigos de un insano deseo de protagonismo. Entonces las paredes hablan con elocuencia, pero no en favor, sino en contra.

Señor corriente: por lo general no va a contentar a quienes lo rodean. Ni Jesús lo consiguió. Él se lamentó de sus contemporáneos: cuando escuchan la flauta no se alegran, cuando se les cantan canciones tristes no lloran. A Juan, que no comía ni bebía, lo tildaron de demonio. Al Hijo del Hombre, que sí comía y bebía, le echaron en cara que era glotón y borrachín, amigo de publicanos y pecadores.

Si, de todos modos, no va a conseguir los aplausos que pretende, no sucumba a la esquizofrenia de ser de un modo y aparentar de otro. Ocúpese y preocúpese de ser ―de ser realmente― lo mejor que pueda.


Estrecho fuertemente su mano