El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 20 de febrero de 2017

¿Escépticos o creyentes?

La telaraña de redes que es Internet con frecuencia sorprende a quienes navegan por sus playas. Nunca se sabe si la palabra sembrada en este espacio cibernético obtendrá su correspondiente respuesta, se consumirá en el fuego lento del silencio o acabará siendo semilla fecunda.

Si el lector permite una confesión de gustos personales le diré que no va conmigo perder horas y horas a través de chats, las más de las veces intrascendentes, si es que no del género comadreo y chismoso. Sin embargo, aunque no a través del chat, me permití un comentario sobre un libro de Nietzsche. Fue en un periódico digital que a invitaba a reaccionar. Me decidió el hecho de que quienes antes habían opinado sólo tenían expresiones de elogio para el texto.

Un fabuloso escritor

Escribí lo siguiente: el estilo literario de Nietzsche es digno de todo encomio. Su frase, lapidaria y repleta de contenido ha sido pocas veces superada. Su pensamiento es valiente y bastante original. Bastante porque bebe mucho de Darwin y de Feuerbach, especialmente en sus aplicaciones a la religión.

Que sea buen escritor no le legítima para afirmar una serie de despropósitos con el fin de exhibirse, ejercer de enfant terrible y tratar de curarse de sus frustraciones. No logran disimular su resentimiento contra la mujer, contra la persona religiosa y solidaria. Asegura que Dios ha muerto, pero no acaba de darnos las pruebas. Y los hechos no le dan la razón. ¿Será porque la mayoría son meros gusanos —como gusta calificarles— y no se han dado cuenta?

Puede que sí, pero también puede ser que el hombre fuera un loco genial. De hecho se derrumbó en la locura más tenebrosa.

Había olvidado el asunto cuando, a los pocos días, un e-mail me trataba de ingenuo y, con indisimulada agresividad, preguntaba dónde guardaba yo las pruebas de la existencia de Dios.

Le respondí en los siguientes términos: Me coges desprevenido, amigo anónimo del espacio cibernético, pues escribí el comentario sobre "el anticristo" como un desahogo al finalizar el libro. Me salió sin reflexionar demasiado, pues conocía con anterioridad acerca de sus ideas y sospechas.

Te escribo sin la menor pretensión docente, pero tampoco me pare cortés ignorar tus preguntas, aunque una clara agresividad late tras ellas. He aquí unas breves palabras sin ánimo de convencer, pero para que sirvan de testimonio de que no todo el mundo tiene que plegarse a la moda o callar frente al que más duro vocea.

¿Pruebas de la existencia de Dios? El camino de la historia está sembrado de ellas. Platón, Agustín Aristóteles, S. Anselmo, Sto. Tomás, Leibniz, Pascal, Kant. H. Küng... Estos autores, y los escritores que han inspirado, dan fe de ello. Por supuesto que no a todo el mundo convencen. Por un motivo muy sencillo: enfocan la cuestión desde el razonamiento. Mientras que Dios tiene que ver también con la sensibilidad y el corazón... Equivocan parcialmente la metodología. Como decía Pascal, para estos asuntos el corazón es más apto —más sensible— sensible que la razón.

Pruebas racionales, pruebas cordiales

Se dirá que este tipo de pruebas surgidas del corazón resultan ambiguas, pues que no tienen carácter matemático, ni han recibido el beneplácito de la ciencia positiva. Es cierto. Sólo que uno cree en el amor, en la confianza, en el humor y en cien mil cosas más (las que más importan en la vida) sin tener pruebas racionales para ello, sin preguntar la opinión de la ciencia.

En último término se trata de buscar con sinceridad y de afrontar el tema sin juicios previos, es decir, sin pre-juicios. Quizás entonces no se encuentren pruebas contundentes, pero si se experimenta la clara sensación de que ciertamente Dios está ahí. No cabe ir más allá.

Por lo demás: la existencia del cosmos, de la humanidad, de la inteligencia... ¿es una pura casualidad? ¿Una broma de mal gusto? ¿Hay otras explicaciones más solventes que el fundamento de una voluntad superior? ¿Nada tiene sentido ni vale la pena, dado que al cabo todo desemboca en la oscuridad y la nada?

El tema Dios pone muchas preguntas sobre el tapete. La hipótesis de su existencia podría aclarar muchas cosas, sería el último fragmento del puzzle. Mientras que su negación sume en el pesimismo más negro o en el azar más azaroso. Yo confío en la realidad y en el instinto. Cuando tengo sed confío en que el agua existe y no me equivoco. Cuando siendo ansias de trascendencia apuesto por la existencia de Dios.


En todo caso Nietzsche me parece demasiado militante como para ser imparcial en el debate. No parece muy lógico pasarse la vida luchando contra alguien que no existe.

Si estas palabras mías, con contestación o sin ella, ayudan a pensar (que no pretendo convencer), me doy por satisfecho. Y me despido deseando que te puedas aproximar a la felicidad.

Al amigo lector, gracias por seguir el razonamiento.

viernes, 10 de febrero de 2017

Las extrañas virtudes de la paradoja


¿Qué preciados elementos contendrá la paradoja que le da sabor a los más íntimos contenidos de la fe, de la moral y de la teología? La paradoja, esa expresión contrastante por definición y, las más de las veces, sorpresiva. Los genios suelen ser paradójicos en el sentido de que nos desconciertan frecuentemente. A los intelectuales también se les puede atribuir el adjetivo por cuanto suelen confrontan las diversas perspectivas del objeto que analizan y ponen de manifiesto las contradicciones de las mismas.
Tal parece que también Dios es paradójico. Se hallan huellas de su obra en las grandiosas y majestuosas realizaciones de la naturaleza. Los astros, las galaxias, la infinitud del espacio... No menos se rastrea su presencia en las más diminutas realidades: el pétalo de la flor, el átomo... El torbellino, el trueno y el mar saben de Él. Los delicados sentimientos de ternura ante el ser amado y el recién nacido desvalido le evocan igualmente.                            
Las múltiples paradojas del cristianismo
No hay que extrañar, pues, que el cristianismo entero sea una paradoja sostenida. Empezando por el hecho de que Dios se hace carne, de que el Inefable se visibiliza en el rostro de un niño y de que el Creador de cielos y tierra llama a la puerta para cenar con quien se digne abrirle, como se lee en el Apocalipsis.

Jesús proclama bienaven-turados a los mansos y a los humildes. Son dichosos los que lloran. Hay que gozarse íntimamente cuando sobreviene la persecución. Veinte siglos tratando de descifrar cómo sea ello posible y todavía no tenemos la respuesta precisa. Intuimos que debe ser así. Los que han llegado más cerca de estas realizaciones, aseguran que es verdad. Aconsejan la acción decidida, arriesgada y confiada. Lo demás —dicen— vendrá por añadidura.

Resulta que el evangelio es buena noticia. Lo es siempre. Buena y nueva noticia. Huelga decir que, si es noticia, es nueva. Mal puede llamarse noticioso a lo que es viejo y sabido por todo el mundo. Dios es siempre nuevo, siempre lo hallamos delante de nosotros. Es el Señor de la promesa y el Soberano del futuro. Responde en mayor medida a la verdad imaginarlo así que como el viejecito de largas y blancas barbas, rezagado en los inicios del tiempo y de la eternidad. Y perdonen los lectores la contradicción que implica referirse al inicio de la eternidad.
¿Qué tendrá de inefable la paradoja que, en labios de Jesús, quien pierde la vida la gana? ¿Cómo es posible tener que morir para dar mucho fruto? Lo es, con la misma posibilidad de que ya tenemos la salvación en las manos, somos hijos de Dios, pero todavía no, hay que esperar a la consumación. Ya, pero todavía no es uno de los slogans más escuchados por los estudiantes de teología.
Se inicia el año y decimos que tenemos un año más. Aunque también resulta que tenemos un año menos. Pero la paradoja se exaspera cuando, a los ojos de la fe, la pérdida irreparable de los 365 días que quedaron detrás de nosotros, nos acercan a la vida sin fin, a la definitiva meta  esperada y suspirada.
Más paradojas todavía
Para el común de los mortales está claro que el bocado que yo me como no puede comérselo mi vecino. Para la fe se da el caso que lo que yo llevo a cabo lo hace, simultáneamente, Dios mismo. Dios hace haciendo que nosotros hagamos.  Para que aprendan a ser menos simplistas los que afirman —sin paradoja alguna— que ya Dios se ocupará de sus necesidades. Mientras tanto, aderezan los bártulos requeridos para la siesta. Escúchenlo igualmente quienes remiten a la Providencia una y otra vez, olvidando que la providencia actúa gracias al cerebro y los brazos que nos ha proporcionado previamente.
Lo que más anhela el cristiano es unirse al Amor con mayúsculas. Lo que no obsta para que deba vivir su muy singular y personal vida. El creyente reparte sus deseos y anhelos entre el ser uno con el amado y ser lo que debe ser en cuanto persona individual. Su modelo máximo es el Dios Trinitario: la unidad en la trinidad. Por si fueran pocas las paradojas recogidas hasta el momento.
La más grande de todas las paradojas no es, de todos modos, aquello de que es preciso amar a los que nos odian ni de que a los muertos toca enterrar a sus muertos. No. La mayor de todas es contemplar al Señor de la vida crucificado y pagando su tributo a la muerte. ¿No podría suceder, con tales precedentes, que hubiera alguna paradoja oculta en la riqueza, en el poder, en los títulos y en la belleza? ¿Y si la riqueza no estuviera en el dinero, ni la grandeza en el poder, ni la sabiduría en los títulos, ni la belleza en las facciones del rostro? Habrá que pensarlo en serio.
Puede ser que nos desvíe del camino correcto el exceso de racionalidad. Hay que ir con la razón a todas partes, sí, pero sabiendo que por la razón no llegaremos a todas partes. Ya Pascal —gran amigo de la paradoja, por cierto— dijo que existen razones que la razón desconoce. Son las razones del corazón.
Crea el lector que el asunto de las paradojas es más serio de lo que parece a primera vista. Y no diga que no entiende nada de cuanto acaba de leer. Porque le responderé, abusando una vez más de su paciencia, con la frase de Saint-Exupéry: lo esencial no alcanzan a verlo los ojos. Sólo se percibe con el corazón.