Estos días han aflorado
viejos apuntes de mis clases de teología con el trajín del cambio de
residencia. Las citas referentes al Concilio Vaticano II se infiltraban una y
otra vez entre los párrafos. He reflexionado acerca de los efectos del acontecimiento
conciliar, el de mayor trascendencia para el catolicismo del siglo XX.
Dentro de unos meses se
cumplirán 46 años del Concilio Vaticano II. Una asamblea que despertó enormes
expectativas e ilusiones, las cuales fueron agostándose paulatinamente. Hoy día
el Concilio ha dejado de ser una referencia en la práctica. No lo afirmo porque
rebaje su aportación doctrinal y pastoral, sino por dos motivos distintos.
Primero, su desarrollo se ha frenado desde arriba. Segundo, los tiempos han
cambiado sustancialmente.
El Vaticano II reconoció
unos problemas de fondo que estaban ahí, pero se pasaban por alto aplicando la
vieja y nefasta estrategia del avestruz. Sí, la estrategia de hundir la cabeza
en la arena cuando el peligro acecha y falta el coraje para afrontarlo.
Mi generación anhelaba con
toda el alma -allá por los años ’60- una renovación de la Iglesia, de la
liturgia, la pastoral, la vida religiosa. El Vaticano II despertó enormes
expectativas... que se han ido diluyendo con el paso de los años. Tanto es así
que la convocatoria de un Concilio Vaticano III me dejaría indiferente. De vez
en cuando uno lee o escucha acerca de la necesidad de convocarlo. Años atrás yo
pensaba así también. He cambiado de opinión. Me explico.
No obstante las
esperanzas que levantaron el vuelo con la convocatoria conciliar, la magna
Asamblea llegó tarde. Inició el diálogo con una modernidad que ya empezaba a derretirse
en las arenas movedizas de la posmodernidad.
Tras el Concilio, y en buena
parte gracias a él, surgió la Teología de la liberación. Un movimiento que se
comprometió a fondo con los pobres y se empeñó en transformar sus vidas y no
sólo interpretarlas. Un movimiento que no sólo no dejó de lado la referencia
religiosa, sino que se inspiró en el núcleo más central del evangelio: el buen
samaritano, el amor al prójimo, la solidaridad, la responsabilidad…
Esta teología era fruto
de una gran vitalidad y encendió muchas antorchas a su alrededor. Multitud de
comunidades de base se esparcieron por la geografía universal. Muchos fieles
cristianos pagaron con su vida la defensa de los valores de Jesús y su
evangelio. Fueron los cristianos de avanzadilla, los mártires que sellaron su
fe y su compromiso con el testimonio del mayor amor.
Miedos, temores y reticencias
Las jerarquías de la
Iglesia han tenido miedo de desarrollar el Vaticano II y mucho más de aceptar la
explosiva vitalidad de la Teología de la liberación. Lideró este temor el Papa
Juan Pablo II. Él cerró muchas puertas, aun cuando en su recorrido por el
planeta se ganó muchos auditorios y ofreció una imagen progresista gracias a su
potencial comunicador.
Fue un Pontificado repleto
de temores. Bien documentadas están sus reticencias durante las sesiones
conciliares y sus pronunciamientos una vez subido al solio pontificio. En
algunos aspectos, como la moral social y económica, era realmente progresista.
También al denunciar la intrínseca maldad de las guerras. Pero en la dimensión
interior de la Iglesia mostró un muy diverso talante: echó el cerrojo a
demandas como el celibato opcional, al ministerio de la mujer, una moral sexual
más humana, la elección más participativa de los obispos…
Visto con perspectiva
histórica, los frenos y las interpretaciones forzadas para revertir el Concilio obtuvieron eco en algunos
movimientos, aunque no en amplísimos sectores cristianos. Numerosas comunidades
de base y asociaciones varias han lamentado estas maniobras. Lo cual ha
generado una situación de malestar bastante generalizado que ha tenido sus
puntos más visibles en el acoso a algunos teólogos prominentes y la parálisis
en la renovación de las estructuras eclesiales. Hasta parece que los
responsables pasan por alto aquello de cambiar algo para que todo siga igual.
En mi muy personal
opinión, y sea dicho con el máximo respeto, el intento de amordazar el concilio
constituye un caso bastante clamoroso de rechazo del magisterio… por el mismo
magisterio.
Todo lo cual ha tenido
consecuencias. La Iglesia ha perdido autoridad y relevancia en la sociedad
civil. Se la tilda de reaccionaria y se la considera una antigualla. Y con
frecuencia no es creíble la escapatoria de recurrir a la custodia de un mensaje
sagrado e inalterable. Algunos intelectuales y mujeres afirman que determinadas
proclamas ofenden la inteligencia. Se han producido numerosos abandonos de
presbíteros, religiosos y religiosas. Sin hablar de los numerosos laicos que,
al otear el panorama, deciden por el exilio interior. Dicho de otro modo,
desertan en silencio.
Pasó el tren de los Concilios
Con todos estos
argumentos se diría que urge un III Concilio Vaticano para rescatar el anterior
de la serie y ponerlo finalmente en órbita. Pues no. Los cambios habidos en
nuestro planeta durante los últimos decenios han sido de tal envergadura que un
tercer Concilio lo considero fuera de lugar.
Las grandes cuestiones de
la actualidad son otras hoy en día. En estos momentos urge interpretar y
acompañar la profunda mutación que se produce en la sociedad. Claro que para
ello hay que quitarse las legañas de los ojos y otear el futuro más que volver
la cabeza hacia el pasado. Preciso es sacudir los temores y emprender novedosas
iniciativas.
A casi cincuenta años del
Concilio una asamblea parecida resultaría del todo insuficiente para afrontar
interrogantes eclesiales que van más allá de una determinada confesión. Pasó de
largo el tren de los Concilios. Ha llegado el momento de organizar un foro
mucho más amplio… Ya no se trata sólo de problemas en el interior del
catolicismo. Ahora es preciso abordar situaciones interreligiosas, suprareligiosas
y básicamente humanas.
En este marco los obispos
no representan las voces más autorizadas de nuestro momento histórico. Su
bagaje ideológico suele hallarse más cerca de quienes los eligieron que de los
fieles a ellos confiados. Tanto más cuanto que han desaparecido las grandes
figuras de años atrás: Pedro Casaldáliga, Oscar Romero, Helder Camara, Samuel
Ruíz…
Las cuestiones
trascendentes, las preguntas más profundas se han desplazado hacia otros foros
en los que los obispos tienen poco que decir. Y acabo con un botón de muestra que
confirma esta afirmación. La atención de la Iglesia suele centrarse en problemas
domésticos, mientras adopta una actitud defensiva de modo permanente frente a
la sociedad. No es la actitud del evangelizador.
La jerarquía no percibe
los grandes temas que mueven e interesan al hombre corriente, el cual quisiera
escuchar una palabra sabia y esperanzada acerca de determinadas propuestas
vitales. Por ejemplo, orientaciones sobre la crisis económica, sobre los
crímenes de género y los abusos sobre la mujer, sobre los inmigrantes que se
ahogan en las pateras... Estos temas han de preocupar en mayor medida.
De otro modo se
confirmaría la sentencia que, más en serio que en broma, formuló un día el
teólogo González Faus: la Iglesia
jerárquica ha fabricado más ateos que Marx y Nietszche juntos.