Las revistas especializadas en temas religiosos, y en general los diversos
medios de comunicación hablan cada vez con más frecuencia acerca del turismo
religioso, de exposiciones de arte sacro, de tallas, esculturas y pinturas
relacionadas con la fe. Le sonará sin duda al lector la exposición “Las edades
del hombre”, así como la iniciativa que recoge muchas inquietudes y y sanas
ambiciones: “Catalonia Sacra”. Sólo por citar dos muestras.
El tema de la belleza está sobre el tapete. Y aquí sería el momento de
citar la frase atribuida a Dostoievsky: “la belleza salvará al mundo”. Aunque
hago una acotación: nunca la he leído en
sus obras ni jamás la he visto citada en una obra en concreto. Así que estoy
por creer a quienes sostienen que el autor jamás la escribió. Lo cual no impide que
la idea ande cargada de razones.
Aludir a la belleza sin más resulta abstracto. Es preciso concretar por
alguna parte, tirar de algún hilo para desenredar el ovillo. Para empezar son
diversas las clases de belleza. Está, por ejemplo, la que nos muestra una
naturaleza exuberante: un cielo límpido y azul, un mar en calma, de colores
cambiantes, unas montañas que nos avasallan dejándonos estupefactos y
pensativos.
Está luego la belleza del alma, la bondad que se manifiesta en los ojos de
la persona, en su semblante armonioso. A no confundir simplemente con una piel
lozana, sin arrugas y de colores saludables. La belleza, en su versión
bondadosa, es ese algo tan difícil de describir como el sabor de una fruta y
que, sin embargo, se percibe sin restricciones.
Por supuesto que contamos con la belleza física. La de la joven que acaba
de salir de adolescencia y exhibe su lozanía, casi de modo explosivo, frente a
las miradas ajenas. Belleza de unas formas graciosas y gráciles. Un rostro
ovalado y simétrico, sin nada que opaque su esplendor. También el pequeño que se tambalea al caminar deja un rastro de inocencia y espontaneidad. De belleza, al cabo.
Incluso es factible hablar de la belleza de la técnica. No sólo por las
formas de los aparatos que la contienen o la ponen en práctica, sino por los servicios
que presta, por su útil bondad. Es sabido que el mundo clásico, tanto el pagano como el cristiano, vinculaba estrechamente la bondad -la utilidad es un aspecto de la bondad- con la belleza.
Sin embargo la belleza que me empuja a escribir estas líneas es la de la obra
de arte latente en la arquitectura, la escultura, la imagen, la música, la
literatura. Se trata de una belleza comparable a la de una ventana abierta a la
trascendencia. Más aún, es un empujón que obliga a encaramarse por esta ventana
y escapar así de los límites en los que uno se halla preso. La belleza quiere
escapar de los sucesos cotidianos, manifiesta sed de infinito, impulsa a mirar
hacia el más allá.
Hay expresiones artísticas que nos ponen en contacto con la Belleza en
mayúscula, entre las cuales, algunas brotan de la fe, la expresan sin trabas y la
contagian. Las iglesias góticas y románicas ilustran bien lo que pretendo
decir. Bajo el techo del edificio gótico
nos sentimos pequeños o quizás mejor, deseosos de plenitud… Arriba se
encuentran los vitrales que filtran la luz para metamorfosearlos en colores
cálidos, un tanto misteriosos. Permanecemos distantes de ese ámbito admirable.
Nos cautivan las líneas verticales que se elevan hasta perderse de vista mientras fascinan la mirada y sumen el alma en un éxtasis inicial.
La iglesia románica no es menos impactante, aunque emprende su ruta en otra
dirección. Al traspasar su umbral escuchamos con fuerza una voz interior que
invita al recogimiento y a la oración. La sensación se impone con autoridad. En
la penumbra que guardan los muros y columnas del edificio advertimos que se han
ido acumulando los posos de la fe y la plegaria de muchas generaciones. Ahí
están interpelándonos y estimulándonos para que rompamos los barrotes de
nuestra cárcel interior.
¿Y qué sucede con la música? Este arte, el menos tangible, es para mí el
que más resonancias y sentimientos despierta. Al escuchar una pieza de música
sacra, pongamos por caso el Ave Verum de Mozart, el ánimo se dilata y percibe que el Espíritu aletea en el interior de la persona. Las notas
musicales vibran en el aire, tanto como hacen vibrar las fibras más íntimas del
alma. Piensen en el Ave Maria de Caccini, en alguna de los corales de Juan S.
Bach…
El Papa Benedicto XVI se explayaba con su vecino de butaca tras escuchar
una cantata de Bach afirmando convencido de que tanta belleza no podía ser sino
verdad. Una verdad, si se quiere, de carácter personal y no forzosa, pero manifiesta y fehaciente para el
individuo.
Otra belleza útil, estimulante y fascinante en ocasiones, la conforma la
literatura. Pero habrá que posponer los comentarios relacionados con la misma.
El espacio manda. Simplemente acabo con un escrúpulo que me inoculó la teología
de la liberación. A Dios no hay que buscarle donde se nos antoja, aunque sea en
la Belleza, sino dónde El dijo que estaba. Y lo dijo claro en los evangelios:
en los pequeños y los pobres.
¿Me habré equivocado en estas líneas, habré circulado contra dirección? Creo que existen puentes para transitar de la belleza del arte hacia la desconcertante belleza del servicio a los pobres. Me servirá de trampolín unas muy acertadas ocurrencias de la estrella del cine Audrey Hepburn -por paradójico que parezca- acerca de cómo conseguir la belleza y la elegancia. Pero ello será en el próximo post.
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