Noviembre se asocia a la memoria de los difuntos en el
ámbito cristiano. No estarán, pues, fuera de lugar unas consideraciones sobre
el duelo. Un tema que, como el de la muerte, se va arrinconando porque la pauta
tácita exige actuar como si aquí no hubiera pasado nada. Un tema que, por
supuesto, va muchísimo más allá del vestido negro de marras.
Declaro de antemano no poseer ningún conocimiento
especial acerca de este asunto. Simplemente me propongo amalgamar algunas
experiencias que me ha tocado vivir, sobre todo en el desarrollo del ministerio.
Y me ayudaré también -una vez digerida la enseñanza- de las consideraciones de los
expertos.
El vocablo duelo,
si nos retrotraemos a su etimología de procedencia griega, significa combate entre dos. Se me antoja bien
elegida la palabra, pues en efecto se desarrolla un combate entre dos. Por una
parte preciso es desvincularse del sujeto irremediablemente perdido. Imposible
llevarlo a cuestas, aunque sea metafóricamente. Por la otra la impresión
positiva cuya huella deja el difunto en las amistades y allegados debe ser
incorporada a la personalidad de quien le sobrevive, formar parte de su
identidad.
El duelo cumple una función de carácter psíquico. Aligera
la mente de los recuerdos asociados a quien desapareció del mundo de los vivos
a fin de poder caminar sin agobios. Pero, a la vez, los incorpora -ya como
destilados- a su propia identidad con el fin de que no se pierda lo mejor de la
amistad, la cercanía y la intimidad vividas conjuntamente.
La variedad del duelo
Es sabido que los rituales y ceremonias del duelo adquieren
diversos aspectos según lugares y culturas. En la actualidad las opiniones
acerca de cómo llevarlo a cabo se han vuelto muy elásticas. Quien considera una
obligación sacrosanta organizar un velorio en torno al finado, quien decide
obviarlo juntamente con todos los ritos anejos: visitar la tumba, celebrar exequias,
vestir determinadas prendas…
Las discrepancias no son menores a la hora de decidir si
los niños deben contemplar la figura del difunto o resulta más favorable para
su vida emocional escamotearles la estampa.
He asistido a escenas que personalmente considero fuera
de lugar. Me ha sucedido al entrar en contacto con grupos evangélicos de Puerto
Rico. Venía a decir el predicador, o el feligrés más osado, con mímica
categórica –digno de exhibir en momento más oportuno- que usted no debe entristecerse, sino más bien alegrarse. Su ser querido
está gozando con Cristo. Hay que cantar y reír. Y le reprendía por su
tristeza.
No, no es aconsejable forzar tales situaciones. La
esperanza en el más allá, la confianza en la felicidad del difunto no impide
una real tristeza por su partida del mundo de los vivos. Disimularlo o hacer como si no fuera así, lo único que
consigue es violentar los sentimientos o sencillamente caer de bruces en la
hipocresía.
Otro momento que requiere el mayor tacto es el que se
produce al dirigir unas palabras a los allegados. Importa acompañar y consolar
con la presencia física. Un cálido apretón de manos o un abrazo sincero
resultará más apropiado que cualquier discurso. En los momentos trascendentales,
como el de la muerte, las palabras suenan
a hueco más que nunca. Si el acompañante no dice nada, o dice muy poco, probablemente
se lo agradecerán.
Duelo normal y duelo patológico
Bueno será animar a la persona en duelo los primeros días
posteriores a la muerte para que no se deprima. Debe descansar, comer, tratar
de normalizar su vida. En ocasiones el dolor conduce a reacciones y actitudes
extrañas o dañinas, tales como recurrir al alcohol, al tabaco o a los
ansiolíticos de forma compulsiva.
En cambio no parece haber motivo para impedir que el afectado
por la muerte de un ser querido recuerde a quien se fue. Que llore también
cuanto desee. Resultaría muy inoportuno, por otra parte, que en tales
circunstancias a alguien se le ocurriera reprender o adoptar un discurso
magisterial.
En ocasiones el
duelo puede adquirir -según he escuchado de bocas expertas- rasgos patológicos.
En un extremo hay a quien le da por negar la realidad. Aquí no ha pasado nada. En el otro los hay quienes -profundamente
afectados por el acontecimiento- muestran
síntomas preocupantes en su comportamiento: ritos, pensamientos y discursos
extraños. Puede adueñarse de ellos, en casos graves, el delirio místico o quizás
el deseo de vivir en el cementerio, de no querer descansar...
Entre los
imponderables que pueden acontecer en las situaciones que nos ocupan está el
hecho de que el cuerpo del fallecido no aparezca. En tal caso no es raro que el
duelo se prolongue indefinidamente. ¿No sucede algo, por ejemplo, así en los
miles de personas que perdieron algún familiar durante la dictadura argentina?
Tienen a quien llorar y despedir, pero no saben dónde llorar ni donde rezar,
pues que desearían hacerlo frente al cuerpo del finado.
El duelo es un
proceso por el que hay que pasar. El sobreviviente debe hacer frente a la vida
sin angustias ni agobios excesivos. De ahí la necesidad de desvincularse de
quien se fue. Sin embargo, es muy justo que la relación establecida a lo largo
de años, quizás de contenido muy cordial, sea incorporada a la propia
personalidad. Tal es el objetivo que persigue el duelo y de esta manera
consigue los beneficios que le son propios.
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