Una difícil convivencia
Después de tantos conflictos y
divisiones, ¿puede regresar la paz y la convivencia amistosa? Cuando se sepa lo
que quiere la mayoría del pueblo y se lleve a cabo entonces sí. De otro modo se
me antoja francamente difícil. Porque un pueblo no se puede mantener sometido y
entre rejas. El tiempo de las colonias ha caducado.
Quienes han instigado la
separación han cometido errores, sin duda, y lo han confesado. También es muy
posible que no hayan sido imparciales a la hora de contar el relato de lo
sucedido. Claro que en la otra frontera el descaro de la comunicación no ha
tenido límites. Con el agravante de que el Estado tiene muchísimos más medios.
¿No es penoso escuchar a todo un ministro de exteriores decir por el mundo que
en Catalunya los niños no estudian la lengua castellana? La primera víctima del
conflicto es la verdad. La idea se ha repetido muchas veces y se ha evidenciado
una vez más.
Hay quien acusa a los catalanes
de mostrarse orgullosos, de pretender ser mejores que los demás. Nunca he
escuchado tal afirmación en el otro bando. Sí, en cambio, he oído que los
catalanes serían muy capaces de gobernarse por sí mismos. La lengua propia conseguiría
más altas cotas de respeto y los presupuestos se ajustarían en mayor medida a
lo que desea la gente que reside cerca de donde se aprueban.
Por todo lo cual me adhiero a la
idea aquella de que lo mejor es enemigo de lo bueno. Vivamos como buenos
vecinos, respetándonos, en lugar de hacerlo como hermanos en permanente
conflicto. Respeto y admiro la lengua castellana como tantas otras cualidades
de quienes habitan en el Estado español. No tengo el menor inconveniente de
usarla en el blog. También porque así me comunico con numerosos amigos que dejé
el Caribe, donde impartí clases a lo largo de veinte años.
Ellos no entienden la
problemática suscitada en Catalunya. Lo comprendo porque su escenario es muy
distinto. Como también comprendo la incomprensión —valga el juego de palabras— de
numerosos habitantes de otras regiones de España. Sus vecinos hablan el mismo
idioma y tienen la misma historia. Sólo un leve folklore los diferencia. No es
el caso respecto de Catalunya.
La lengua es la joya de la corona
del catalanismo. Ella encierra los matices del hacer y del decir. Se ha ido
conformando a lo largo de siglos. Sirve para expresar los sentimientos y
emociones más profundos. Una lengua aprendida frente al diccionario jamás
tendrá los matices y sentimientos de la que se aprendió en los pechos de la
madre. Sólo quien lo ignora es capaz de afirmar que cualquier lengua da igual
porque su función es la de entenderse y nada más.
¿División de la sociedad?
Determinados parlamentos,
tertulianos y periódicos no se cansan de atribuir la división de los catalanes
al afán separatista. Vayamos por partes, admitiendo que, en el fragor de la
batalla el ruido siempre retumba con más fuerza.
De todos modos, una cosa es
cierta: las dos opciones están ahí, se confronten más o menos. En una sociedad
adulta, civilizada y democrática no veo por qué no se deba hablar de los
conflictos y problemas que surgen en su seno.
El silencio más bien es propio de una sociedad autoritaria, temerosa de
la libertad de expresión. Se trataría en todo caso de una sociedad poco sana.
Mejor hablar abiertamente de los temas que preocupan.
Hay quien culpa a los partidarios
de la secesión de los males que acarrean a la economía, la política y la
sociedad. ¿Deben desaparecer entonces estos millones de ciudadanos? Con
idénticos argumentos, volteando el argumento, cabría el deseo de eliminar a los
que no desean la separación. Los unos como otros tienen derecho a sostener sus
puntos de vista. El problema sólo tiene una solución. Contabilizar los votos
uno a uno y aceptar el resultado.
Una sociedad madura debiera poder
llegar a esta encrucijada y admitir sin la menor violencia los resultados. Lo
han conseguido en otros lugares de nuestro mundo: Escocia y Canadá, por aludir
a los más conocidos. Si hace falta, establézcanse unas determinadas
condiciones: un mínimo de votantes, un tanto por ciento de votos favorables
para el cambio. Y así se terminará de una vez el conflicto.
¿No le parece lo más razonable al
lector? Dirá tal vez que corresponde decidir el asunto al conjunto de los
españoles. Repito: es muy extraño que no sea la propia nación, sino la vecina,
quien deba dictaminar su futuro. Por lo demás, si el obstáculo es la
Constitución, con un poco de buena voluntad se pueden cambiar los términos.