Al lector atento no le pasa desapercibido que los impulsos
fundamentalistas o integristas, bajo diversas etiquetas y barnices, endurecen a
la sociedad y provocan procesos de enfrentamiento e intolerancia. Opino que el
fundamentalismo es nefasto y de muy malas consecuencias. Sin embargo, puede
colarse disimuladamente bajo el amparo de virtudes tan respetables como la
obediencia, la firmeza, la claridad. Se me ocurren algunos rasgos
fundamentalistas que pugnan por introducirse en la misma Iglesia católica y que
convendría ponerlos en cuarentena antes de permitirles el paso.
Un primer rasgo, la absolutización de aquello que no
es absoluto constituye una típica ideologización. Numerosas cuestiones de
teología o moral se afirman con un énfasis que sólo debería dirigirse a las
verdades sustanciales e irreversibles de la fe. Cuando se solicita para datos
periféricos una indebida adhesión total y maciza, se arriesga a que todo el
conjunto pierda credibilidad. El Vaticano II se refirió a la "jerarquía de
verdades". Resulta evidente que, aunque la verdad como tal no puede dejar
de ser cierta, no toda formulación tiene la misma importancia en el organismo
de la fe. También éste tiene su corazón y su yugular.
Un segundo rasgo, el rechazo del mundo actual, con sus
claros rasgos seculares y pluralista en valores morales y culturales. Un mundo
que está a favor de la libertad religiosa y se muestra favorable a la
interpretación razonada y metódica de los textos bíblicos. El fundamentalista
rechaza cordialmente estos planteamientos y ni siquiera se digna entrar en la
discusión. Prefiere elaborar una imagen monolítica de la fe. Una fe que no
comprende el mundo actual, que lo anatematiza porque le produce pánico.
Capitula ante la cultura moderna o postmoderna y sólo se le ocurre blandir un
cristianismo rígido, válido para agredir y excomulgar.
Un tercer rasgo: afirmar la obediencia a la autoridad, pero una
obediencia ciega y sin distingos. Las formulaciones de tipo moral,
dogmático y disciplinar emanadas de los jerarcas no se razonan, simplemente se
aceptan. Lo cual implica renunciar al núcleo más típico del ser humano: su
racionalidad, su libertad. La fe supone, al final del camino, un salto en el
vacío, en las manos de Dios. Pero no requiere continuos brincos con los ojos
cerrados. Este extremo se complementa con la persecución a quien piensa
diversamente. A poco que el clima se enrarezca surgirán los espías, los
archivos secretos.
Integrismo
eclesial y político
Un cuarto rasgo, el integrismo eclesial y político.
Las mentes dibujadas a escuadra y compás propenden a atar todos los cabos, a
actuar según el modelo de los antiguos despotismos ilustrados. Simplemente le
colocan la etiqueta divina al proyecto que se proponen llevar a cabo. Suspiran
por alcanzar el mayor influjo posible en la Iglesia y la sociedad. Nada de
humilde fermento ni de anónima levadura. Aquí hay que jugar fuerte. Y empiezan
las visitas estratégicas, las negociaciones secretas y los acuerdos de
aposento. Con lo cual puede suceder que se predique el evangelio con métodos antievangélicos.
Algo tan paradójico como ridículo.
Un último rasgo, el aislamiento del resto de la
sociedad. Los integristas, en cuestión de fe, piensan de modo muy diverso al
ciudadano medio. Ello no les lleva a dudar de sus presupuestos, antes bien los
reafirma y fortalece. Los otros son unos flojos, ineptos y descreídos. Así
razona nuestro protagonista. Es la típica reacción fundamentalista. Y quien
siga discutiéndola arriesga convertirse en destinatario de los golpes que
propinan los iluminados. Golpes psicológicos, espirituales o crudamente
físicos. Balas, bombas y puñales son recursos que algunos fundamentalistas no
dudan en usar para defender lo que alegan ser voluntad de Dios.
Todo psicólogo advierte que quienes disponen de una estructura
anímica más frágil necesitan mayor seguridad y apoyo. Los fundamentalistas se
apiñan unos contra otros para defenderse a sí mismos de su propia inseguridad y
luego, como el niño que canta para espantar la oscuridad, presumen de
convicciones sólidas y del deseo de salvaguardarlas al precio que sea.
Afortunadamente, el cristiano medio tiene un sentido común que le
inmuniza contra las opciones de este cariz. No comulga con el integrista que
niega la razón y la libertad, que se sumerge en el oscurantismo o echa mano de
la violencia. En efecto, el integrista no necesita ver, pues lo tiene todo
claro. No le sirve juzgar, dado que la sentencia ha sido dada. Sólo está de
acuerdo en actuar.
Sin embargo, la fe es demasiado grande como para que se la
confunda con tan mezquino proceder. Las ideas y el talante del fundamentalista
le intoxican el corazón hasta dejar de percibir cuanto sea ternura, delicadeza
y respeto al prójimo.