La sensibilidad de nuestros
contemporáneos ya no admite marcha atrás en cuestión de pluralismo. Consideran
que es el primero y más amplio soporte de la democracia, de la tolerancia y de
los derechos humanos. Gracias al pluralismo se contrastan los pareceres,
mientras que la intolerancia y el temor al disidente devienen la tumba de la
sana convivencia. Cuando alguien tiene
miedo trata de defenderse, y la mejor defensa es un buen ataque, según se dice
en el ámbito deportivo y fuera de él.
Hay principios tales como la
libertad de conciencia, de la sana disidencia y la legítima oposición, que hoy
casi nadie, con un poco de pudor, tiene el valor de negar. Y lo mismo dígase
del derecho a la libertad de investigación, el acceso sin trabas a la
información, a la publicidad, a contribuir a una opinión pública.
Entiéndase, claro está, que tales
derechos son válidos mientras no entren en conflicto con los de otros
semejantes. Y que el pluralismo no debe degradarse a mera yuxtaposición de
opiniones divergentes. No se trata de adoptar el ademán pasivista y fatalista
ante cuestiones éticas o de principios, sino de reconocer la diversidad de
horizontes de nuestros contemporáneos. Luego, si no está ausente la buena
voluntad, ya se hallará espacio para el diálogo y para mantener con fervor las
propias opciones.
Sin embargo, existen grupos que
tienden al aislamiento y recurren a peculiares criterios que casan mal con el
pluralismo por el que transitamos. Ellos sustentan una concepción de unidad que
entra en conflicto con cualquier disidencia. Viven un clima de sospecha y
rechazo frente a quienes no se conforman con repetir lo que otros le dictan al
oído, ni están por vivir en el infantilismo permanente.
Cuando una expresión de saludable
pluralismo se le antoja al que manda una ofensa personal o una actitud
intolerable, hay que esperar represiones, castigos y escarmientos. El
intolerante enarbola la bandera de la unidad e invoca un extraño derecho a
salvaguardarla. Lo cual le ofrece el pretexto para arremeter sin
contemplaciones contra el que no se plegó a los criterios establecidos.
Los individuos más comprometidos,
adultos y creativos, se hallarán más expuestos a sufrir el ostracismo y la
represión. Mientras que los más mediocres, esmerados en no salirse del camino
trillado, no encuentran obstáculos para mantener sus rutinas, ni motivos para
sacudir su pereza mental. No estorban, de ahí que incluso se les premie con
cargos y prebendas. Para cualquier sociedad o grupo humano una situación así
resulta sangrantemente empobrecedora.
El miedo al pluralismo estimula a
los amigos de la falsa unidad a arrancar la cizaña. Según creen, es mala hierba
todo aquello que no les resulta familiar. Y, por cierto, no destaca entre sus
cualidades la de otear el horizonte a fin de mirar al trasluz los
comportamientos, ideas y criterios que van más allá de lo conocido y rutinario.
En ocasiones los militantes de la
unidad sin fisuras son sinceros. El carácter, la formación, las heridas de la
vida les han llevado a esta convicción. A cerrar puertas y ventanas, a levantar
verjas y vallas. Pero en otros casos tienen intereses que defender. Piensan
medrar bajo esta causa. O quizás su desidia y flojera les produce vértigo ante
la eventualidad de abandonar los razonamientos de siempre. O tal vez consideran
que en el terreno del “mando y ordeno” tienen más posibilidades de mantenerse
en el candelero que bajando a la arena del diálogo.
Un grupo humano que —más allá de
unos mínimos que le otorgan identidad y congruencia— no permite al individuo
comportarse de manera adulta, libre y razonable, se verá precisado a pagar un
alto precio. Sus componentes actuarán como niños, considerando bueno aquello
que no les acarrea castigos y malo lo que sus dirigentes designan como tal.
No llegará muy lejos la
credibilidad de un grupo con tales características. Un (mal) síntoma que permite
identificarlos es el hecho de que sus dirigentes se han ido distanciando de la
base. Pero no menos indicador es que multipliquen las condenas y las amenazas.
Todo ello atestigua un miedo paralizante a perder el prestigio, a menguar los
ingresos, a echar de menos las reverencias y los tratamientos.
Cuando se confunde la felicidad
con la rutina y la novedad se considera una ofensa personal contra el que
manda, mal va la cosa. A los tales la sangre que les llega al corazón carece de
oxígeno, pues que respiran el aire de ámbitos cerrados y lóbregos. Un corazón
al que le falta el oxígeno se asfixia a corto plazo.
3 comentarios:
Me encantó el artículo. Expone parte de la realidad en que vivimos muy acertadamente. Lo felicito
Me encantó el artículo. Expone parte de la realidad en que vivimos muy acertadamente. Lo felicito
Pues pensé en ti al escribirlo, sobre todo en la parte final. Pero también me tocó a mi sufrir algo de ello cuando el cardenal de Sto. Domingo decidió que tenía que salir del país porque mis escritos no le gustaban. Fue cuando me instalé en Puerto Rico. Saludos y a seguir en la lucha.
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