Escribí en el mes de agosto una especie de editorial para un boletín interno de periodicidad mensual acerca de la variedad de modelos de sacerdote en la Iglesia católica. Reproduzco los breves párrafos de la misma.
En cuanto a la apariencia externa se observa al presbítero de barbas descuidadas, harapos por camisa y con sandalias permanentes, lo mismo en el altar que en el cuarto de baño. En el otro extremo, naturalmente, el personaje de hábito talar que anda ensimismado y sin mirar a los lados, no fuera a peligrar su exquisito, artificioso y bien ordenado mundo interior.
Y en un amplísimo terreno intermedio encontramos al pastor vestido de clergyman impecable, de mirar altivo, de cuello albino, de camisa a la medida y de pelo domesticado bajo la gomina. Más lejos, el cura de corbata o jersey… Y por ahí van desfilando el resto de los tipos, entre los cuales no falta el que exhibe en la camiseta el rostro de algún personaje connotado.
Algunos sacerdotes se sienten como pez en el agua dirigiendo el culto, presidiendo celebraciones y moviéndose en el ámbito del templo. Mientras que a otros se les nota a la legua que no se encuentran en su salsa en estos medios. Lo suyo es la guitarra, el grupo de jóvenes o quizás la retirada a un espacio interior. Y no faltan los presbíteros que habitualmente no pisan el presbiterio.
Está el cura que aboga por una espiritualidad encarnacionista: no se priva de espectáculos de etiqueta ambigua y cifra su meta en alternar con el personal. En la parte contraria de la galería hay quien aboga por la fuga mundi, por el ostracismo a fin de resguardarse y no tropezar con los ardides que le tiende el maligno.
A unos les preocupa la ortopraxis: el buen hacer. A otros la ortodoxia: el correcto pensar. Estos suelen ser más cicateros. Los de un lado viven mimando a su grey y hacen consistir su espiritualidad en atender a la comunidad. Los del otro se sienten carismáticos y prefieren moverse libremente sin fronteras parroquiales o comunitarias.
Lo cierto es que el colectivo que nos ocupa es muy plural y variado. Con lo cual los fieles no saben muy bien a qué atenerse. ¿Escandalizarse o resignarse? ¿Emigrar del problema y que allá se las arreglen? ¿Criticar el formalismo y el sacralismo para abogar por un perfil de ministro más humano y cercano?
No existen recetas, pero tampoco parece justo liquidar el asunto con el todo vale. En el año sacerdotal, iniciado hace un par de meses, cabe el modelo de sacerdote educador, enfermero, asistente social, obrero y científico… Pero todo ello sin escandalizar, sin pretender dar el tono, sin vestirse de modo acicalado o de modo descuidado con el único objeto de atraer la atención.
Juan Pablo II recurrió a una hermosa imagen que recupero por su acierto. La luna no tiene luz propia, pero refleja la del sol. Habrá ministros ordenados mediocres y los habrá tan preciosos como el diamante. Pero de unos y otros cabe esperar que no opaquen la luz del sol que es el único y Sumo sacerdote.
Mientras los interesados no se apropien de la luz que meramente reflejan, mientras no se erijan en protagonistas con cualquier motivo, mientras no usen de su ministerio para beneficio personal, hay lugar para un buen margen de pluralidad y libertad.
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