El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 17 de noviembre de 2007

La acogida


La acogida, una vocación

La acogida debe adquirir un claro protagonismo en toda tarea pastoral. La principal razón es, ni más ni menos, que Dios mismo es “acogedor”. El ofrece, sugiere y acoge. Aunque le confesemos muy “todopoderoso”, renuncia a su fuerza para relacionarse con los seres humanos. Se despoja de toda apariencia de soberanía, por más que sigamos idolatrando y erigiendo como falso dios a la autoridad y al poder.

La acogida se asocia fácilmente a la mujer. Es destacable la vocación de la mujer a la acogida. Por supuesto que esta virtud también tiene que darse en el varón. En la práctica ningún ser humano consta de componentes masculinos o femeninos en exclusiva. Este dato lo aceptan hoy todos los antropólogos y sexólogos. Pero aquí aludimos a arquetipos puros y hasta un tanto artificiosos. Es indiscutible que los rasgos anatómicos y psicológicos de la mujer ponen en primer plano su vocación para la acogida. En esta línea bien puede decirse que el Padre del hijo pródigo es “un padre con corazón de madre”.

Llegados a este punto es inevitable referirse a la Virgen María. Ella dijo un día con exquisita finura : “no tienen vino”. Usa el lenguaje de la sugerencia y la persuasión porque se sitúa en las antípodas de la fuerza o la coacción. La mujer es más proclive a usar las armas de la persuasión y la paciencia con el hijo de sus entrañas. Y normalmente consigue mucho más que el varón armado de la fuerza de su autoridad y del recurso a la imposición o la amenaza.

La acogida cristiana

Es muy cristiano preferir el abrazo al rechazo, la indulgencia a la intransigencia. Jesús rescató una frase con raíces veterotestamentarias que lo expresa con elocuencia: “Misericordia quiero y no sacrificios”.

Por algo Él comparte la mesa con justos y pecadores. Sentar a la mesa es un elocuente signo de acogida. Mucho más entre los contemporáneos de Jesús: quienes se sientan a la misma mesa se relacionan amistosamente entre sí, mientras Dios se hace presente entre ellos. La comunidad de mesa constituye una expresión de misericordia. Tanto es así que la mesa compartida a lo largo de la vida de Jesús desembocará en la mesa eucarística.

Seguir a Jesucristo implica autenticidad, es decir, libertad personal y compromiso decidido. Este paso difícilmente logra darse sin sentirse sentado a la mesa. En otras palabras, sin sentirse acogido y aceptado, respetado y valorado.

Claro que, frente a esta conducta, hay quien levanta la voz. Son los fariseos, ese tipo de personas -ayer como hoy omnipresentes- que han descubierto una gran verdad: el hombre es débil e imperfecto. Han descubierto eso, pero no la otra cara de esta gran verdad: la acogida es antídoto de la debilidad y la imperfección.

Sí, la acogida es un eficacísimo antídoto contra la maldad. En ocasiones se escucha: “cuando cambie lo acogeré y amaré”. Y, claro está, nunca llegó el amor porque nunca llegó el cambio. De seguro que las cosas habrían cambiado si la frase hubiera variado: “lo acogeré, lo amaré y no tendrá otro remedio que cambiar al calor de este afecto”.

Se me ocurre que unos predican a un Dios sin vida: los fariseos, los que prefieren no pasar por alto su horario aun a costa de pasar por encima de su hermano. Naturalmente, no entienden de acogidas. Otros predican una vida sin Dios: el publicano, el que se sumerge en la diversión, la dispersión y el placer. Silencian a Dios y, al cabo, su opción les deja con un amargo sabor en la boca. Seguramente malentienden la acogida al prójimo y ciertamente le dan la espalda a Dios. Unos terceros predican a un Dios que es vida, como hizo Jesús de Nazaret. Porque no hay felicidad al margen de quien es la fuente de toda felicidad. Ellos acogen a Dios y a la vida. En consecuencia acogen a sus prójimos.

La importancia del rostro

Puede que no se haya reparado en ello, pero ver / mirar el rostro de la persona estimula la acogida. Algunos célebres filósofos y escritores han hablado sobre el particular. Permítaseme sólo algunos pensamientos al respecto.

Cuando enfrente de mí vislumbro un rostro se me hace visible su interioridad, su carácter irrepetible, su dignidad. El rostro remite a la imagen de Dios. El otro no es equivalente a lo otro (las cosas), ni al animal, porque tiene un rostro. Sólo el que viva replegado herméticamente sobre sí mismo y no perciba el rostro de su prójimo será capaz de tratarle como si no tuviera dignidad alguna. Y entonces, claro, no tiene sentido referirse a la acogida.

Se me ocurre que la acogida es, en parte, lo opuesto de la propaganda. Ésta tiene como objetivo convencer al otro a como dé lugar y (muchas veces) sin reparar en escrúpulos. Se le pretende convencer para que acepte ideas de tipo político o compre determinados productos. La publicidad tiende a tratar al otro como cliente, paciente, consumidor, votante... Olvida su personalísimo rostro, ocupado como está en favorecer los propios intereses crematísticos o ideológicos. Quien acoge no ve en el otro a un cliente, un paciente, un consumidor o un votante. Ve un rostro digno de todo respeto, un hermano con el que hacer juntos el camino.

El rostro es como el indicador del misterio personal. Ahora bien, este misterio necesita de un ambiente cálido y acogedor para manifestarse. Si tropieza con miradas duras y actitudes desconfiadas la persona rehúsa la apertura y permanece clausurada. Tal como acontece con el caracol que se esconde cuando sus antenas detectan obstáculos cercanos. Para favorecer la transparencia del misterio personal hay que mirar el rostro del prójimo con paciencia, respeto y amor. Hay que acogerle. La mirada que no respeta envilece, destruye, disecciona.

Los seres humanos necesitan de la acogida como el pájaro del aire o el pez del agua. La acogida es el “humus”, el hábitat donde se desarrollan los valores humanos. Donde falta, el aire se enrarece, la respiración se paraliza y hace su aparición el juicio y la condena.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Perfil e intenciones del autor



Nací en Terrassa (Barcelona). Soy presbítero en la Congregación de Misioneros SS. Corazones (Mallorca). La decisión la tomé muy joven y con un punto de ingenuidad. Luego la razoné y solidifiqué, aunque no al margen de dudas y perplejidades.



He vivido en el Caribe durante 24 años: doce en República Dominicana y otros once en Puerto Rico. Países no distantes, pero sí distintos. A partes iguales he dedicado los años a la enseñanza de la teología, a la publicación de libros y artículos y a exhortar al personal a otear horizontes que vayan más allá del dinero, el poder y el placer.


La temática de mis escritos oscila hacia los temas fronterizos que implican a la Iglesia y a la sociedad. Trato de no renunciar al rigor del pensamiento sin descuidar la forma. Actualmente -después de los años de docencia y de tareas congregacionales- resido en el Santuario de Lluc (Mallorca) y una de mis principales tareas consiste en atender a los numerosísimos peregrinos que suben a la montaña. 


Escribir lo que a uno se le ocurre y reaccionar frente a lo que se ve es beneficioso: ayuda a pensar y a digerir las ideas. De lo contrario se mantienen en una nebulosa permanente. Pienso darle al teclado sin levantar la voz. Nada de puñetazos sobre la mesa ni pretensiones fuera de lugar. Simplemente trato de compartir ideas, reacciones y sentimientos al hilo de la actualidad y de las circunstancias. Teniendo presente que el corazón tiene sus razones que la razón no comprende, como sentenció el sabio y primoroso Pascal.