El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 2 de noviembre de 2010

De la muerte y el morir

El otoño va deslizándose por el hemisferio norte y de pronto, apenas puesto el pie en el mes de noviembre, nos topamos con la fecha conmemorativa de todos los difuntos. Un día que trae recuerdos y nostalgias del mundo de los que se fueron. O mejor, de los que un día vivieron codo a codo con nosotros, de los que mantenemos la memoria, de quienes nos estuvieron estrechamente vinculados por razones de familia o amistad.
Razón de más para incursionar en una temática expresamente olvidada y mantenida en el anonimato. Casi diría rechazada, como si de un mal pensamiento se tratara. Me refiero a la muerte, o al morir, que es expresión con resabios más personales.
A una persona hay que juzgarla por lo que dice...y por lo que calla. Lo cual es igualmente válido de cara a los medios de comunicación social. De la muerte se calla mucho más de lo conveniente. Entendámonos, se habla de las muertes fruto de accidentes, de las coloreadas de sangre homicida o suicida. Pero, en tales casos, la noticia no está en la muerte, sino en el morbo que la acompaña.
Se alude también a la muerte en la fotografía del difunto, en las invitaciones o los panegíricos. En tal caso, ¿no será la muerte el pretexto para la vanidad familiar? Y aun del mismo difunto (aunque en tal circunstancia, obviamente, por delegación): se rememoran sus cargos y títulos. De modo que cuando la muerte se atreve a asomar el cráneo, enseguida hay quien se apresura y afana para desviar y banalizar su mensaje.  
Morir en casa del rico
Empecemos por aclarar que en casa del rico no se muere. Esto se hace en la clínica. En un lugar aséptico, blanqueado, con el ambiente debidamente perfumado. Cuidan del moribundo unas enfermeras impecablemente uniformadas, profesionales, entrenadas para disimular los sollozos y los estertores del momento. Nada de herir la sensibilidad del enfermo ni de quien lo visita.
Se diría que el paciente desaparece del ángulo visual de la familia. Claro que ésta visita al candidato a morir. Tampoco hay que herir la sensibilidad por el otro extremo. Podría generar sentimientos de culpabilidad, lo cual, al decir de los psicólogos, no reporta nada positivo.
Morir en casa del pobre
En cambio sí se muere en la casa del pobre, que es la casa de la inmensa mayoría en los países del Tercer Mundo. Generalmente se trata de un morir precoz, injusto y a destiempo. Fui testigo de ello durante mis años de actividad por República Dominicana. Expiran multitud de niños en los primeros meses o años de existencia. Quizás por carecer de unas monedas con las cuales adquirir una medicina común.
Expiran adultos en los años de plenitud que, sin embargo, son para ellos años de decrepitud. Las condiciones precarias del trabajo, las jornadas agotadoras, las preocupaciones del mañana y tantas otras desgracias, les han ido erosionando las energías y minando la salud.
Pocas familias de las clases humildes han dejado de experimentar la muerte en algunos de sus miembros, sean niños, adultos o ancianos. Y es que ellos mueren a los ojos de todos. La muerte no es disimulada. Se la ve venir y cebarse en las carnes. La cama del moribundo está allí, en el centro de la estancia, y uno se tropieza con ella al entrar y al salir. Se oyen los gemidos del enfermo, se percibe cómo avanza el cáncer que corroe sus huesos.
No raramente la receta del médico equivale a una sentencia de muerte. Las medicinas no están al alcance de tan menguados recursos. Por todo ello, la muerte es compañera permanente de viaje para los pobres. Y, claro, les asusta menos, puesto que la conocen de cerca. Mueren con mayor naturalidad y sin aspavientos. Quizás también por estos motivos se atreven a mirar de frente al dolor.
Sopesadas todas las circunstancias, ¿no es preferible este morir al de los ricos? Una vida sin final es una vida irreal. Luego resulta más ajustado a la verdad tocar con la mano el límite de la vida.

Morir en casa del cristiano
Si hay que aludir al morir en casa del cristiano, digo que no debe predicarse el terror ante la muerte. No es leal capitalizar los gusanos del sepulcro con la intención de cambiar el corazón del hombre. El evangelio no explota los sentimientos de horror, ni pretende provocar el miedo para conseguir la fe. Le basta una llamada al buen sentido y señala a quien es capaz de acoger en su seno al difunto, más allá de nuestras coordenadas de espacio y tiempo.
El creyente confía en que el silencio de la muerte no es definitivo. No tiene, pues, necesidad de silenciar su mensaje ni rememorar al siniestro personaje blandiendo la guadaña envuelto en negras vestimentas.
El hombre, la mujer de fe acumulan numerosos interrogantes a la hora de morir. Todo análisis intelectual se hace trizas al chocar contra el tsunami de la muerte. Sólo sabe una cosa: que el derrumbe de su físico vehicula la gran promesa de Jesús: nos espera un Dios de vivos y no de muertos.

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