El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 23 de septiembre de 2010

Un Ipod en el claustro

 Tenía esta entrada escrita desde hace unos cuantos días, desde que pasé unas semanas colaborando en una parroquia aneja a un claustro, pero la guardé porque otros asuntos me parecieron de mayor actualidad. Quiero rememorar ahora estos sentimientos. El recuerdo, especialmente al plasmarlo por escrito, reverdece los apacibles momentos vividos en el ayer.
Me refiero al claustro del Monasterio de La Real, dedicado a S. Bernardo y a la Virgen de la Font de Déu, que lleva más de 700 años de existencia, si bien ha variado su fisonomía a lo largo de los siglos. El primer claustro construido en Mallorca casi inmediatamente después de la conquista del Rei Jaume I.
No era la primera vez, ni mucho menos que admiraba sus columnas simétricas y la simétrica belleza del conjunto. Pero sí era la primera vez que me sorprendía con una novedosa fascinación tras la restauración a fondo de que fue objeto hace unos meses. Por lo demás, con el tiempo se ven las cosas con ojos nuevos.
Se diría que en el interior de un claustro, en el que se han ido acumulando los posos culturales, espirituales y religiosos de muchas generaciones de monjes, el transcurrir del tiempo se repite con una parecida cadencia. Se respira en él una paz, una tranquilidad y un arte que habla más a la emoción que a la razón. Y no digo estas cosas porque es lo que toca, o lo que probablemente espera el lector.   
Cierto que hace unos 170 años el claustro ya no contempla monjes encapuchados ni escuchan sus columnas los cantos gregorianos. Cierto que en un añadido al claustro -con entrada independiente, eso sí- se ha convertido en alojamiento de emigrantes procedentes de numerosos países, muchos de ellos de fe musulmana. Cierto que frecuentan el claustro algunos jóvenes con ganas de conversar sin prisas y algunos pobres suspirando por hacerse con un jersey o un par de zapatos a fin de arrinconar las prendas sobradamente amortizadas que visten o calzan. A pesar de todo, bien cabe decir aquello de que quien tuvo retuvo.
Así, pues, el ambiente del claustro ha sufrido una intensa metamorfosis. Como también ha variado el talante de sus moradores. Las habitaciones adyacentes cobijan al párroco de la Iglesia aneja, al coordinador de la comunidad y a dos presbíteros jubilados que todavía ejercen el ministerio no obstante sobrepasar los 80 años.
La verdad sea dicha, los actuales residentes no se parecen a los monjes que respiraban paz y disponían de un tiempo indefinido. Se les observa trasladándose de uno a otro extremo del corredor con prisas, atendiendo a la gente, espoleados por los timbrazos del teléfono. No raramente lamentan que el estrés llame a sus puertas. Porque, por si fuera poco, la armonía del edificio atrae a numerosas parejas que solicitan casarse en este ámbito y luego sacarse fotos que inmortalicen a los novios asomándose por entre los arcos. Otro tanto desean los padres de un buen número de bautizandos.
Pues bien, he pasado en este marco unas semanas y me ha cautivado el claustro. No es el más hermoso de Mallorca, pero sus dos pisos de columnas favorecen la admiración y la contemplación. En el espacio interno que separa los distintos corredores se levanta un original árbol en cuyas ramas posan por momentos bandadas de pájaros. También resalta una estatua de Ramón Llull, el más ilustre habitante del edificio, que lo habitó casi desde sus inicios.   
Quiero llegar con estos párrafos introductorios a decir que me he paseado largos ratos por el claustro con un Ipod enganchado a los oídos. Espero que esta circunstancia no provoque estremezca los huesos de los antiguos monjes. Deben comprender que los tiempos han cambiado y que, tras muchas horas de darle a las teclas del ordenador, es preciso oxigenar los pulmones y ejercitar las piernas. Una manera de hacerlo, espantando el aburrimiento, consiste en recurrir al mp3 para escuchar un capítulo de historia, una novela breve o un impromptus de Schubert.
Pero no hay duda que lo que pone la piel de gallina a quien se desplaza con paso lento por los corredores y se deja impregnar el alma es escuchar unas notas gregorianas que desgranan, por ejemplo, el Veni Creator Spiritus en la paz del atardecer y cuando los ruidos han dejado paso al silencio. Entonces una rara sensación de paz, difícil de describir, invade al portador del mp3 al que no queda más remedio que cerrar los ojos y sumergirse en el lago recóndito de los propios sentimientos.   
En el mundo agitado en que nos movemos se agradece la tranquilidad, el sosiego, la serenidad que desprende el claustro. A lo largo de su existencia ha sido visitado por innumerables personas, ha sido el horizonte vital de muchos monjes cistercienses. Quien pasará la noche a pocos metros de las columnas es sujeto de una experiencia intensa y reconfortante cuando el claustro recobra su placidez, la luz del día se desvanece y las sombras acuden a dormitar alojándose en los capiteles.  

lunes, 13 de septiembre de 2010

Hawking y la existencia de Dios

Ha levantado un notable revuelo el libro recién salido de la imprenta y firmado por el físico Hawking. Paradójicamente donde más ruido ha suscitado ha sido en los opuestos círculos de la gente religiosa y de los laicistas declarados.  

El núcleo del debate se centró en la siguiente cita: Dado que existe una ley como la de la gravedad, el universo pudo crearse a sí mismo de la nada, como así ocurrió. La creación espontánea es la razón de que exista algo, en vez de la nada, de que el universo exista, de que nosotros existamos. No es necesario invocar a Dios para que encienda la mecha y ponga el universo en funcionamiento.

Han salido a la palestra los filósofos/teólogos arguyendo que ciencia y religión versan sobre dominios distintos y que las afirmaciones de Hawking trascienden el terreno de la física para entrar en el de la filosofía. Y que si el autor es un reconocido físico, no deja de ser un mediocre filósofo. 

A cada ciencia su propio método
En realidad la afirmación no es nueva. Ya había dicho Laplace que la hipótesis Dios resulta innecesaria para estudiar la astronomía. Y no deja de ser muy cierto que los fenómenos físicos y astronómicos deben estudiarse según sus métodos y principios. Dios no explica as causas de su funcionamiento, puesto que Él se encuentra más allá de todo lo creado y su voluntad no puede detectarse con microscopios ni telescopios.  

Cada ciencia tiene sus principios y resulta abusivo irrumpir en ella con métodos e instrumentales ajenos. A propósito de lo cual corría una anécdota en el postconcilio. Un obispo daba una conferencia a seminaristas. Explicaba muy serio que él no sabía ni una nota del pentagrama, pero que si el Papa le mandaba dirigir la Orquesta Sinfónica de Londres, no dudaría ni un instante en coger la batuta y subirse a la plataforma del Director.

Es decir, se inmiscuiría en nombre de Dios en un terreno que tiene sus propias leyes y con la mayor presunción exigiría de Dios una especie de milagro para que le infundiera de pronto la ciencia de la música. Presunción o una penosa ingenuidad: defínanlo como prefieran. Por cierto, en la época muchos religiosos no habían cursado la carrera del magisterio, pero daban clases de matemáticas y de química… porque eran religiosos. Una extraña lógica que no distingue terrenos e irrespeta los ámbitos ajenos.

Pero así cómo la fe invade en ocasiones el terreno de la ciencia, también es muy cierto que la ciencia tampoco se ve libre de semejante acusación. Decía Ortega y Gasset que Einstein era tan buen físico que podía permitirse decir algún disparate en filosofía. Pero no, a cada uno lo que es suyo. El óptico está facultado para graduarnos los cristales de los lentes, pero que no se le ocurra imponernos la dirección en que debemos mirar.  

Que el señor Hawkins que no vaya más allá de sus conocimientos. De la nada, nada puede brotar. Me parece una afirmación la mar de convincente, una pura evidencia. Por definición la nada no puede dar a luz a entidad alguna. Si lo dice el Sr. Hawking y lo celebran los de su cuerda, allá ellos, pero a ninguna persona sensata y libre de prejuicios -filósofo o no- le convencerá la tal afirmación. El físico puede explicar el cómo del funcionamiento de los astros, de la gravedad y de los átomos. Jamás será capaz, sin embargo, de dictaminar por qué existen las cosas en lugar de la nada. 

A cada científico su propio terreno
Que el físico formule teorías sobre el comportamiento del big-bang, si ello le satisface, pero que no nos adoctrine acerca de lo que existía o no existía un segundo antes de la dichosa explosión. En este campo él sabe tanto como el último iletrado. Preciso es decirlo sin complejos.

A uno de los contendientes que saltaron a la palestra a propósito del debate se le preguntó si el método científico algún día podrá dictaminar sobre el por qué del universo, además de explicar el cómo de su funcionamiento. Y me parece muy ponderada su respuesta: es tan imposible como pensar que la física podría determinar algún día el peso del amor

La ciencia prescinde de Dios –incluso me atrevo a decir que debe prescindir de Dios-, pero no los científicos que creen en él. Los cuales no van a cambiar su fe por el ateísmo a causa de Hawking y el revuelo que se ha armado incluso antes de que su libro viera la luz. 


Una última observación. En los escritos y periódicos de tendencia laicista, o declaradamente atea, se adivinaba un grito de victoria a propósito de la opinión de Hawking. ¡El gran físico de nuestro tiempo había desenmascarado la falsedad de la existencia de Dios! Ya cabía informarlo a los cuatro puntos cardinales: Dios no existe. Sin embargo yo les haría notar que en su anterior libro sobre la historia del tiempo el mismo autor sí afirmaba la existencia de Dios. Entonces, ¿Dios existe o no existe según evoluciona la mente de Hawking? No sonrían que el asunto es serio.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El placer de la música (clásica)


En este blog mezclo artículos de ideas, comentarios de actualidad y también algunas experiencias o circunstancias más personales. Pretendo que sea un reflejo de la vida que combina todo ello en cantidades heterogéneas.
Dado que una gran parte del día la transcurro ante el ordenador, se me facilita escuchar piezas musicales de fondo. Y cuando la melodía o la orquestación me resulta particularmente grata detengo el trabajo y me concentro en las notas que difunden los altavoces. Tal parece que el tiempo queda en suspenso.
La capacidad de la música clásica para generar sentimientos y emociones se diría inextinguible. Y es que dispone de una gama tan amplia y de un trayecto tan largo como el que va de la solemnidad de un oratorio como el Mesías de Händel hasta la delicadeza y la gracia de un larghetto de Mozart. Pasando por la sabiduría y el ingenio de la flauta que suena en una Suite de Bach o las armonías y arpegios de Schubert en sus impromptus. No raramente un escalofrío se apodera del oyente. Quizás las notas le remitan a la trascendencia.
Les pasa desapercibido un mundo maravilloso a quienes no hacen el esfuerzo de educar el oído y sumergirse en este ámbito de sonidos, silencios, compases y melodías. Toda clase de música puede tener su valor… si es buena. Unos géneros más que otros, por supuesto. Ahora bien, las obras que recurren a instrumentos con larga historia detrás de sí, como el oboe, el clarinete, el piano, el órgano, el violín, difícilmente pueden ser opacados por el sintetizador o por la guitarra eléctrica.
La fascinante complejidad de los sonidos le reta al espectador a discernir el instrumento protagonista en cada momento. Pero no debe detenerse ahí, sino viajar hacia el mundo mágico de las emociones que emanan de los sonidos y volúmenes procedentes de la voz del solista o de los instrumentos de la orquesta. Todo lo cual queda complementado por los gestos -entre rituales y expresivos- que dibujan las manos del director.
Las aficiones comienzan temprano
Empezó a llamarme la atención la música clásica antes de los veinte años, cuando estudiaba filosofía. La escuchaba en discos de vinil gracias a la afición de quien ejercía de maestro. Se debió en parte a que no había muchas distracciones. En este contexto me sentaba frente al piano o ajustaba el banquillo al órgano. No tenía demasiado talento y fui autodidacta en el ramo, pero pasé buenos ratos tratando de ejecutar una sonatina de Mozart o alguna pieza facilitada de temas famosos: claro de luna de Beethoven, la serenata de Haydn, la marcha militar de Schubert…
La afición me acompañó en lo sucesivo. Me encanta escuchar a los diversos compositores y explorar el núcleo de su alma rastreando las notas que dejaron escritas en el pentagrama. Me producen verdadero placer algunas composiciones. Hoy día, sobre todo gracias a You Tube, es posible resucitar a viejos directores de fama mundial y escuchar interpretaciones de orquestas de primerísima línea.
La música clásica en mi opinión tiene más contenido que las que suelen sonar por la radio o en conciertos donde las adolescentes vociferan y se desmayan. Dicha música no es para una elite, sino para todos. Basta con acostumbrar un poquito el oído e iniciar el aprendizaje por las piezas más populares. ¿Quién no ha escuchado y agradecido la melodía de la novena sinfonía de Beethoven sobre la alegría? ¿O el aria para cuerdas de Bach? Sea en el cine o por la radio hay una gran cantidad de melodías clásicas que ya se han hecho populares. Es sólo cuestión de profundizar un poquito más.
Soy de la opinión de que no existe música seria y música ligera, sino más bien buena o mala música. El problema es que a la gente le asusta la música clásica porque la percibe como de tiempos pasados y exclusiva para eruditos. En el barrio de República Dominicana donde pasé largos años la llamaban música de muertos. En comparación con el ritmo del merengue o la bachata no andaban faltos de razón. A sus tímpanos les sonaba a funeral.
De todos modos, no me niego a mirar hacia otros horizontes y estilos. En este sentido considero que es buena música, aunque no clásica en el sentido habitual, la que produjeron los Beatles. En cambio no diría lo mismo de la música donde el protagonismo lo tiene la batería que marca el ritmo de modo repetitivo y obsesionante. O el sonido de la guitarra eléctrica que raya en la distorsión. 
Prueben, amigos, a escuchar música clásica y ya me dirán. Empiecen por los autores barrocos, sigan por los clásicos y luego los románticos. Quizás un día no le hagan ascos a escuchar la música de autores contemporáneos.