En todos los ámbitos de la sociedad y de la vida acecha siempre el
peligro de la falsificación, de la ambigüedad y la falacia. Unos necesitan
vender y se uncen al carro de la mentira a la hora de proclamar la bondad de su
producto. Los otros nada desean tanto como trepar y tratan de lograr el
propósito diciendo medias verdades, las que les favorecen, y callando las que
afean su conducta. Los de más allá le colocan la etiqueta de la humildad a la
actitud pusilánime y sumisa que cuadraría mejor con la adulación o el
infantilismo.
Pero si hay una parcela donde el engaño y la falsificación están a
flor de piel -y nunca más acertada la expresión- es la de la sexualidad. Porque
los hay que se pavonean de haber entrado de lleno en el terreno de la
liberación sexual cuando en realidad apenas han superado la problemática de la
adolescencia. Por ninguna parte se percibe su libertad interior desde el
momento que están tan atados al ritual del sexo como el drogadicto a su
sustancia favorita.
Bajo el manto del sexo hay quien vende la mercancía de una profunda
comunicación personal. Sin embargo, cuando tiene lugar en relaciones breves,
superficiales, furtivas y con trepidantes cambios de compañero/a, resulta
bastante cínico referirse a una comunicación profunda.
Revalorizar el cuerpo
Nuestra época ha sido testigo de una solemne proclama, la de la
revalorización del cuerpo, con un notable énfasis en su dimensión erótica. En
principio hay que aplaudir una tal circunstancia. Al fin y al cabo nada tiene
de sano andar poniéndole tapujos a la realidad. Pero es de lamentar que con
demasiada frecuencia el valor del cuerpo y la relevancia del erotismo acaben
reducidos a una fugaz genitalización. El sexo no sobrepasa, en tales casos, la
animalidad del instinto.
Dudo mucho que los encuentros genitales, vividos en un lapso de tiempo
precario y temerosos de la luz, estimulen realmente la ternura y la
comunicación más honda. Más bien habrá que decir que son instrumento de
satisfacción personal (anhelada, más que gozada) al margen de cuanto se
aproxime al amor o al afecto.
La expresión "amor libre", que hoy día apenas se usa, pero
que asiduamente se pone en práctica, puede que suene bien. Después de todo
nadie está en principio contra el amor ni contra la libertad. Pero también
pudiera resultar una etiqueta con el fin de esconder mercancías que no han
pasado por el debido control de calidad. Cabe preguntarse: ¿tiene que ver con
el amor el juego sexual en que la preocupación por el otro, así como la
solicitud y la fidelidad, brillan por su ausencia?
La cuestión radica en constatar si estamos asistiendo a una
revalorización del sexo -que jamás puede subsistir sin el eros (la ternura) y
sin el ágape (el amor desinteresado)- o si somos testigos de un paso más hacia
el abismo de la trivialización.
Lejos de una persona sana y madura experimentar temor o recelo ante el
cuerpo, el eros, el sexo. Lo cual no impide afirmar que cuando tales realidades
no están empapadas de espíritu, acaban siendo tremendamente aburridas. Cuando
detrás o debajo de la carne no late nada que no esté a la vista, mal asunto. Porque
observar todos los ángulos de la anatomía corporal y olvidarse de mirarle a los
ojos al interlocutor es un grave olvido. Se paga al precio de mustiar las
ilusiones, unas tras otra. Y de constatar cómo se apodera del individuo un
amargo sabor de boca.
Sexo, eros y ágape
Ni las recetas para incrementar el amor, ni las técnicas para lograr
mayor placer -tan en boga en revistas, paneles y sexólogos/as- servirán de gran
cosa a la larga. Importa, más que todo ello, que en el corazón de la persona
deje de anidar el egoísmo, esta fuerza disgregadora que se obsesiona con
apaciguar el instinto sin que le interese la relación profunda.
Por definición el amor consiste en la apertura, el dinamismo hacia la conformación
de un nosotros. Mal se puede transitar por este camino mirando el propio ombligo y buscando en la relación con el otro los
aspectos gratificantes en exclusiva. Una tal actuación afronta demasiadas
contradicciones como para lograr el éxito. Acaba siendo una actuación antinatural.
Y es sabido que la naturaleza se cobra con intereses los atropellos que se le
infieren.
De donde se puede deducir lo siguiente, sin mucho esfuerzo y no
obstante la aparente paradoja. Resulta más rentable vivir el amor tal como
exige su más auténtico y profundo dinamismo que limitarse a cosechar sus
aspectos sensibles y gratificantes. Constituye un fraude desechar las
exigencias de amor, ternura y responsabilidad que conlleva la relación total. Desde
siempre las rosas se asientan en los espinos.
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