El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 20 de junio de 2014

La desventura de los aduladores


Cuando un conocido -y más un amigo- consigue ascender en el ansiado escalafón parece de toda lógica que se le felicite. Quizás el hombre -o la mujer, no vayan a anfadarse los amigos del lenguaje inclusivo- lo ha estado deseando íntimamente. Cuando al anochecer se queda solo, con el cargo sobre las espaldas y con el título en la mano, ensancha los músculos faciales en actitud beatífica. Sonríe de felicidad, se siente realizado. 

En este momento ya no tiene que actuar con recato diciendo que él es indigno del cargo conseguido. Ni le es necesario insistir en que su talante consiste en mantenerse siempre a disposición de la causa, pues que no tiene otra meta más que servir y servir. 

Entiendo muy bien que más de uno se sienta en serios aprietos a la hora de felicitar al afortunado. Francamente, no desea ser considerado, ni de lejos, uno más en el coro de los aduladores. Porque es a raíz de ascensos, títulos y premios, que se dispara de manera automática y sin pudor el reflejo adulatorio. Quien mantiene una dosis de dignidad en el cuerpo se lo piensa dos veces antes de prodigar la sonrisa dental, doblar el espinazo y recurrir a cualquier tópico elogioso. 

Se comprende, digo, la reticencia en las felicitaciones. Pues en cuanto el asunto se mira al trasluz de la sensatez se llega a la conclusión, en muchos casos, que el ascenso o el título no comportará un mejoramiento de la persona. Más bien hay que temer lo contrario. El poder, la gloria y los honores son de naturaleza narcótica y adictiva. Las adulaciones tienen la extraña capacidad de embotar la inteligencia. 

De ahí que cueste felicitar honradamente al recién ascendido. El individuo se pasó años y años pendiente de las órdenes de sus superiores. Encajaba humillaciones sin rechistar, se privaba de fiestas y vacaciones si así se lo sugerían o si lo consideraba una buena estrategia en orden a acumular méritos. La familia siempre quedaba en segundo término. Ante todo la oficina, la sonrisa al jefe, la espera de una orden telefónica. 

En los momentos de menor inhibición -una canción en el ambiente, un trago en el estómago- el insistente candidato al medro confesaba su secreto. Estaba convencido de que la mejor manera para medrar en política (el lector puede elegir otros campos) era no tener jamás un no en los labios para el que manda. Importaba satisfacer al jefe, aunque ello implicara descontentar a los iguales o subordinados. Ese era su secreto. Flexible con los fuertes, duro con los débiles. 

El nuevo jefe se traslada en carro oficial, con chofer y escolta. Lo más triste del asunto es que quizás se instale sobre su cabea un aura de felicidad. Porque, si así fuera, hay que desesperar de todo remedio. Si un fondo de amargura y de infelicidad se alojaran en su interior, cabría la lejana posibilidad de que cambiara el rumbo y se redimiera de tanta insensatez. 

Se me ocurre divagar y pensar que un día el feliz ascendido o titulado puede perder su cargo o su nombramiento. ¿Quiénes serán sus amigos? No los tendrá. Pues la cadena de aduladores se rompe en cuanto el falso ídolo cae en desgracia. Después de todo, los aduladores viven y medran a costa de escuchar a quien puede ascender a uno. Si nada puede ofrecer, en buena hora puede despedirse de los elogios ajenos. 

El jefe caído en desgracia tal vez se refugie en los brazos de la familia. Pero en realidad su esposa, sus hijos y sus allegados se han acostumbrado a prescindir de él. Su actitud ante el superior lo mantenía en la oficina o en el trabajo. Fuera domingo o jueves, lo primero eran sus metas. Ahora ya no tienen gran cosa en común. 

A nuestro protagonista se le podría aplicar la frase de Joyce cuando otras eran las prendas de vestir: con el sombrero en la mano se llega lejos. Pero mucho antes existía ya la especie del adulador. Cuenta Plutarco que, preguntado Bías sobre cuál era el animal más peligroso, respondió lo siguiente. Si hablas de las bestias, el tirano; si de los animales domésticos, el adulador. 

El adulador ansía por sobre toda otra cosa sentar sus posaderas en la poltrona soñada. Aunque puede darse el caso de que luego no sepa qué mandar, ni cómo, desde lo alto de su sillón. Sería triste que tuviera que razonar así: soy el jefe... por tanto, lo soy. Puede acontecerles esta reflexión un poco malévola a los que llegaron a la cima sin las necesarias cualidades para desenvolverse en ella.

Sea líder quien tenga algo que aportar, no simplemente el que desea honores de sus semejantes. El auténtico jefe sabe leer las necesidades de los suyos en las pupilas de los ojos ajenos. El jefe sucedáneo sólo busca reflejar su imagen en las pupilas de los subordinados.

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