El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 20 de julio de 2014

Una pregunta que dura 2.000 años

Acabo de entregar un texto de Cristología para que sirva como punto de referencia a los estudiantes de una reconocida institución académica. Perdonen que no diga el nombre, pues forma parte del convenio. Ya no es mía, sino de quien la encargó. Me solicitaron la tarea con el fin de actualizar y hacer más atractivos los textos de que disponían.  
Es una tarea que me agrada la de redactar resúmenes y apuntes que ofrezcan las líneas generales de un determinado tema teológico. Y tiene sus escollos, no crean. Hay que elegir las cuestiones de más peso entre las muchísimas que tienen que ver con el asunto. Es preciso optar por una determinada línea que otorgue coherencia al conjunto y al mismo tiempo no desautorizar otras visiones que se mantienen en dentro de la ortodoxia.
Luego es preciso ahorrar palabras para no alargar en exceso las hojas de referencia. También hay que escoger los adjetivos apropiados de entre el numeroso rebaño que pace silente en las páginas del diccionario. Se precisa mantener el interés para que el lector no pierda la paciencia o acabe noqueado por el aburrimiento. 
No comencé de cero porque trabajos semejantes he realizado bastantes en mis largos años de profesor en Mallorca, Santo Domingo y Puerto Rico. En este espacio ofrezco al eventual lector una página del prólogo recién escrito.

Cristiano no lo es, sin más, quien cree en Dios, sino quien cree en Jesucristo o, mejor aún, el que cree en el Dios de Jesucristo. A este Dios que nadie ha visto nunca excepto el Hijo. Él es quien nos lo revela. Aunque con frecuencia hay quien está dispuesto a dar más crédito a los propios prejuicios o los conceptos heredados y estereotipados que al Hijo revelador.
El remedio a estas distorsiones radica en escuchar de nuevo y con toda atención a Jesús de Nazaret. Porque el nombre de cristiano exige el seguimiento a su persona, celebrar su memoria y sentirse convocado por Él junto con otros hermanos.
Con lo cual debemos abordar de nuevo la pregunta que resonó hace dos mil años, cuando Jesús preguntó a los suyos: “¿y vosotros quién decís que soy yo?” La historia todavía no ha terminado de responder la pregunta. La cristología debe seguir repensando el alcance de la persona y la obra salvadora de Cristo, de acuerdo con las circunstancias de cada momento.
Quien formulaba la pregunta tenía probablemente la apariencia y las maneras de un campesino, aunque la tradición pictórica nos los muestre con un perfil muy distinto. Caminaba por las calles de Palestina rodeado de gente inculta, huérfano de títulos y soportes. No disponía de dinero, ni de buenas relaciones sociales, ni de armas. Los poderosos lo miraban de reojo y no sin recelo. Hacía tambalear sus costumbres, parecía predicar a un Dios revolucionario, nuevo y desconcertante. Comía con pecadores, perdonaba a las adúlteras y no le preocupaba demasiado la tan venerada Ley de Moisés.
En realidad, tampoco los pobres lo entendían del todo. Los enfermos, una vez curados, olvidaban el favor y a su autor. La multitud iba detrás de él para saciar el estómago. Para los miembros del partido radical y violento tenía maneras demasiado suaves. Mientras que para los guardianes del orden resultaba peligroso, ya que su carisma y su afabilidad rendía a la gente a sus pies. Era un peligro, sí, por cuanto enseñaba cosas inauditas para un buen judío. Por ejemplo, que el sábado es para el hombre, y no al revés.
Los hombres cultos le despreciaban, la casta sacerdotal estaba convencida de que era un blasfemo. Los amigos lo abandonaron al experimentar la malevolencia de sus adversarios e intuir hasta donde eran capaces de llegar. La muerte rondaba cerca. Cuando la losa selló su sepulcro todo hacía presagiar que la aventura había finalizado de manera irreversible. La Ley le había devuelto el golpe. Los hombres del orden podían dormir tranquilos de nuevo. Nadie estropearía su digestión.  
Veinte siglos después el mundo sigue fascinado por la personalidad de Jesús. La historia se divide entre el antes y el después de su nacimiento. En todas las culturas, desde todos los puntos geográficos surge quien quiere seguirlo, quien está dispuesto a profundizar sus palabras, quien desea contagiar el mensaje a su alrededor. No obstante las crisis económicas y el auge de los laicismos, las editoriales gastan ríos de tinta publicando sobre Él. Y cada domingo un gran número de hombres y mujeres se sienten convocados cabe el altar para hacer memoria de su última cena.
Hay quien traspasa los muros de un monasterio para reflexionar de por vida sobre su palabra, quien renuncia al dinero, al placer, a la familia, a fin de extender su influencia y aumentar el número de los discípulos. Por causa de Jesús muchas personas, ayer y hoy, han abrazado el martirio, muchas mujeres han dedicado su vida a los enfermos y a la enseñanza de los pobres.
¿Quién es Jesús? Habrá que tomar en serio sus palabras y sus criterios si, como dijo, es el camino, la verdad y la vida. Necesitamos, en efecto, de alguien que nos dé la mano cuando caminamos desorientados, que nos ofrezca ternura y esperanza, que nos haga vislumbrar un futuro más optimista.
La cristología puede consolidar algunos conocimientos y abrir nuevos horizontes hacia Jesús, el Cristo. Cierto que la teología no es la fe, ni tiene la menor posibilidad de sustituirla, pero se deja guiar por esta fe mientras realiza la tarea de ilustrarla y sistematizarla.
La imagen de Jesús que cada uno guarda en su mente y su corazón, condiciona inevitablemente su imagen de Iglesia, su actitud moral, su reflexión sobre la vida religiosa o la vida laical. Un perfil triunfal o humilde de Jesús, intolerante o acogedor, condiciona las actitudes y sentimientos respecto del propio ideal de vida y del trato con el prójimo. La cristología nos lleva de la mano a las fuentes para comprender mejor su misterio y luego actuar en consecuencia. 

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