El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 10 de octubre de 2014

Al amigo del "carpe diem"

El hombre o la mujer «light» se pasea con la sonrisa en los labios. Es muy educado/a, además, aunque no cree que nada valga la pena. Si acaso, hace excepción de aquello tan viejo que reza así: «comamos y bebamos que mañana moriremos.» Con gesto pragmático, aboga por el relativismo moral y metafísico. Pertenece al género postmoderno y a la especie del «carpe diem». Le he escrito unas líneas en plan amistoso.


Sin duda estás al corriente, amigo, de que la llamada cultura postmoderna surge como reacción a la modernidad. Y, en contraste con ella, afirma que no existe el progreso. Tú mismo, como tus colegas de ideología, proclaman sencillamente que ni una cosa ni la otra. La historia ha llegado a su término por cuanto nada hay que esperar. Los acontecimientos se entrecruzan sin sentido ni finalidad.

Un tal planteamiento me lleva a reflexionar sobre la tragedia que debe suponer para ti y los tuyos el hecho de vivir desprovistos de ilusión e ideales. En épocas pasadas los habitantes de nuestro mundo, a mi entender, no eran mejores ni peores, pero sí tenían un «para qué», más preciso, una finalidad siempre presente en su actuar. Este «para qué» era, en general, de carácter religioso, aunque podía sustituirse por alguna relevante meta de carácter humanista.

Pues bien, amigo postmoderno, hoy en día mucha gente es capaz de vivir años y más años sin preguntarse el por qué ni el para qué. La maquinaria social parece pensada para esquivar la pregunta. Continuamente inventa cosas para frenar o anestesiar los interrogantes más profundos. Ofrece un extenso menú con las diversiones más apropiadas para evitar la reflexión. 

Convendrás conmigo que, hasta en los momentos más preñados de interrogantes, como el morir, se las arregla nuestra sociedad para disimular la trascendencia de la situación. Y se le ocurre velar al muerto lejos de casa, en un local blanco y aséptico, ofrecer una tacita de café al visitante, maquillar al difunto para disimular su real estado de difunto. Interesa que no se note la trágica circunstancia.

Huérfano de preguntas e inquietudes, te limitas a dejarte resbalar por la vida. No suscitas interrogantes, no buscas respuestas. Vives, eso es todo. Aunque yo dudaría de que el mero transcurrir de días, semanas y años merezca ser llamado vivir. Quizás habría que inventar un nuevo verbo: «desvivir.» Indicaría con más propiedad lo que pretendo decirte. 

¿No crees que a los postmodernos les pasa lo que a los coches? Me explico. Todos ellos tienen una clarísima finalidad: correr, trasladar a sus inquilinos, atravesar campos y ciudades. Para llegar… ¿a dónde? Creo que es legítimo tratar de conocer lo que acontece tras el viaje. Después de atravesar autopistas y poblaciones... ¿qué hemos sacado en limpio de los kilómetros recorridos? ¡Es muy lícito y razonable saberlo! 

¿No será que el postmoderno tiende a correr y atravesar paisajes en dirección hacia la nada? Pero entonces no se da otro objetivo que el de correr sin objetivo. Exactamente. Muchos seres humanos parecen hacer del vivir —del desvivirse— la única meta. Convierten lo provisional en definitivo. Empujan uno a uno los días sin interesarse por el largo plazo. Un día salen a comer al restaurante, el otro le regalan una flor a su esposa, de pronto levantan un negocio de electrodomésticos...

Comprendo, amigo, que empujar un día tras otro, sin apenas horizonte, puede que evite complicaciones, inquietudes y nostalgias. Pero es un vivir más cercano al del animal irracional o al del vegetal que al del ser humano. Y, por favor, no confundas esta actitud con el consejo evangélico que exhorta a no preocuparse por el mañana. Aquí se trata de no agobiarse por el comer y tener, que no de desinteresarse por el sentido de la vida. 

Vivir por vivir conduce a la larga a seguir la opinión del clásico: «Carpe diem»: aprovecha la ocasión. Comamos y bebamos que mañana moriremos. Uno recoge todo cuanto halla al paso. Con avidez caza las oportunidades al vuelo. Tal es el prurito de gozar y acumular que, paradójicamente, al cabo desemboca uno en la ansiedad y el desasosiego. 

No pretendo cambiar tus esquemas mentales porque lo más típico del postmoderno consiste precisamente en carecer de ellos, pero insisto en que es del todo preciso saber a dónde uno se dirige. Un coche necesita estacionar en un momento dado, como un buque aspira a atracar en algún puerto. Por más bonita que sea la travesía, nadie pone su ideal en vivir en alta mar esperando no se sabe qué ni cuándo. El trabajo cotidiano e inmediato, carente de expectativa e ilusión, pierde su sentido, se derrumba estrepitosamente. 

Conoces el viejo mito de Sísifo, el que plasma uno de los mayores castigos que pueda sufrir un hombre, el de trabajar agotadoramente para, de antemano, saber que sus esfuerzos son del todo inútiles. La piedra subida por la ladera de la montaña, a fuerza de tanto sudor, se despeña con estrépito, una y otra vez, hacia el pie de la misma. Sólo que el Sísifo de nuestros días no acaba de ser consciente de la situación.

Amigo: un corazón que late día y noche sin saber para qué, acumula frustración. Un día se negará a seguir funcionando. Lo preveía Teilhard en sus especulaciones: el día en que el individuo sepa que su tarea no sirve para nada, decretará una huelga de brazos caídos, se negará a seguir viviendo.

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