El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 10 de febrero de 2017

Las extrañas virtudes de la paradoja


¿Qué preciados elementos contendrá la paradoja que le da sabor a los más íntimos contenidos de la fe, de la moral y de la teología? La paradoja, esa expresión contrastante por definición y, las más de las veces, sorpresiva. Los genios suelen ser paradójicos en el sentido de que nos desconciertan frecuentemente. A los intelectuales también se les puede atribuir el adjetivo por cuanto suelen confrontan las diversas perspectivas del objeto que analizan y ponen de manifiesto las contradicciones de las mismas.
Tal parece que también Dios es paradójico. Se hallan huellas de su obra en las grandiosas y majestuosas realizaciones de la naturaleza. Los astros, las galaxias, la infinitud del espacio... No menos se rastrea su presencia en las más diminutas realidades: el pétalo de la flor, el átomo... El torbellino, el trueno y el mar saben de Él. Los delicados sentimientos de ternura ante el ser amado y el recién nacido desvalido le evocan igualmente.                            
Las múltiples paradojas del cristianismo
No hay que extrañar, pues, que el cristianismo entero sea una paradoja sostenida. Empezando por el hecho de que Dios se hace carne, de que el Inefable se visibiliza en el rostro de un niño y de que el Creador de cielos y tierra llama a la puerta para cenar con quien se digne abrirle, como se lee en el Apocalipsis.

Jesús proclama bienaven-turados a los mansos y a los humildes. Son dichosos los que lloran. Hay que gozarse íntimamente cuando sobreviene la persecución. Veinte siglos tratando de descifrar cómo sea ello posible y todavía no tenemos la respuesta precisa. Intuimos que debe ser así. Los que han llegado más cerca de estas realizaciones, aseguran que es verdad. Aconsejan la acción decidida, arriesgada y confiada. Lo demás —dicen— vendrá por añadidura.

Resulta que el evangelio es buena noticia. Lo es siempre. Buena y nueva noticia. Huelga decir que, si es noticia, es nueva. Mal puede llamarse noticioso a lo que es viejo y sabido por todo el mundo. Dios es siempre nuevo, siempre lo hallamos delante de nosotros. Es el Señor de la promesa y el Soberano del futuro. Responde en mayor medida a la verdad imaginarlo así que como el viejecito de largas y blancas barbas, rezagado en los inicios del tiempo y de la eternidad. Y perdonen los lectores la contradicción que implica referirse al inicio de la eternidad.
¿Qué tendrá de inefable la paradoja que, en labios de Jesús, quien pierde la vida la gana? ¿Cómo es posible tener que morir para dar mucho fruto? Lo es, con la misma posibilidad de que ya tenemos la salvación en las manos, somos hijos de Dios, pero todavía no, hay que esperar a la consumación. Ya, pero todavía no es uno de los slogans más escuchados por los estudiantes de teología.
Se inicia el año y decimos que tenemos un año más. Aunque también resulta que tenemos un año menos. Pero la paradoja se exaspera cuando, a los ojos de la fe, la pérdida irreparable de los 365 días que quedaron detrás de nosotros, nos acercan a la vida sin fin, a la definitiva meta  esperada y suspirada.
Más paradojas todavía
Para el común de los mortales está claro que el bocado que yo me como no puede comérselo mi vecino. Para la fe se da el caso que lo que yo llevo a cabo lo hace, simultáneamente, Dios mismo. Dios hace haciendo que nosotros hagamos.  Para que aprendan a ser menos simplistas los que afirman —sin paradoja alguna— que ya Dios se ocupará de sus necesidades. Mientras tanto, aderezan los bártulos requeridos para la siesta. Escúchenlo igualmente quienes remiten a la Providencia una y otra vez, olvidando que la providencia actúa gracias al cerebro y los brazos que nos ha proporcionado previamente.
Lo que más anhela el cristiano es unirse al Amor con mayúsculas. Lo que no obsta para que deba vivir su muy singular y personal vida. El creyente reparte sus deseos y anhelos entre el ser uno con el amado y ser lo que debe ser en cuanto persona individual. Su modelo máximo es el Dios Trinitario: la unidad en la trinidad. Por si fueran pocas las paradojas recogidas hasta el momento.
La más grande de todas las paradojas no es, de todos modos, aquello de que es preciso amar a los que nos odian ni de que a los muertos toca enterrar a sus muertos. No. La mayor de todas es contemplar al Señor de la vida crucificado y pagando su tributo a la muerte. ¿No podría suceder, con tales precedentes, que hubiera alguna paradoja oculta en la riqueza, en el poder, en los títulos y en la belleza? ¿Y si la riqueza no estuviera en el dinero, ni la grandeza en el poder, ni la sabiduría en los títulos, ni la belleza en las facciones del rostro? Habrá que pensarlo en serio.
Puede ser que nos desvíe del camino correcto el exceso de racionalidad. Hay que ir con la razón a todas partes, sí, pero sabiendo que por la razón no llegaremos a todas partes. Ya Pascal —gran amigo de la paradoja, por cierto— dijo que existen razones que la razón desconoce. Son las razones del corazón.
Crea el lector que el asunto de las paradojas es más serio de lo que parece a primera vista. Y no diga que no entiende nada de cuanto acaba de leer. Porque le responderé, abusando una vez más de su paciencia, con la frase de Saint-Exupéry: lo esencial no alcanzan a verlo los ojos. Sólo se percibe con el corazón.

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