El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 6 de mayo de 2017

Religiosidad popular, sí y no


Tema espinoso el de la religiosidad popular. Sí, porque la religiosidad es como un estuche que encierra la fe. Del estuche se podrá hablar con más o menos tino. De su contenido no nos es dado a los seres humanos decir la última palabra. Los quilates de la fe no se miden con medidas humanas.

La fe se expresa de mil modos según el carácter, las circunstancias, la época, etc. A veces los cauces por los que circula y se manifiesta son muy refinados. Tienen incluso un valor estético de primera categoría. Recuérdese la obra musical de Bach en su mayor parte inspirada por su fe, o los lienzos ingenuamente sublimes de Fra Angelico, o la misma profundidad teológica de un Ramón Llull o tantos otros místicos. En las bibliotecas dormitan tomos repletos de sabiduría bíblica, teológica, de historia de la Iglesia, de reflexiones morales y espirituales, de humanismo y doctrina social que posiblemente hayan nacido de una reflexión o vivencia de la fe.

Religiosidad anémica y deformada

En contrapartida, la fe se vierte también en recipientes mediocres. Zonas muy considerables de nuestro planeta se alimentan de una religiosidad anémica y un tanto deformada. Bautismos para proteger a los hijos de malos hechizos, bodas con el altar como decorado de fondo para que resulten más solemnes, invocaciones y promesas interesadas a la Virgen cuando surge el más pequeño contratiempo, movilizaciones de todos los santos cuando la gripe acecha. Por no hablar de los brazos y piernas de yeso — hoy de plástico— que hacen la función de exvotos.

No hay que ser parciales. Detrás de todo esto suele haber una relación, más o menos encubierta, con Dios. Probablemente de otro modo el núcleo de la misma no saldría a flote. De todos modos, no hay que cerrar los ojos a muchas desviaciones supersticiosas que el catecismo más complaciente no puede dejar de señalar.

Tales desviaciones son, entre otras cosas, creer que S. Antonio está dispuesto en todo momento a modificar, según el gusto de cada uno, cualquier ley natural o psicológica. Creer que el hombre es un pobre inútil incapaz de mantenerse en pie si no es aliándose con toda clase de espíritus sobrenaturales. En tal concepción se esconde una idea en desacuerdo con la confianza que Dios depositó en el hombre desde las primeras páginas de la Biblia. 

Más desviaciones: convertir la fiesta religiosa en ocasión de bullicio y borrachera al estilo de la canción: “Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María, que me quiero emborrachar”. Otras todavía: que la piedad se convierta en un seguro contra riesgos; dar para recibir. Que se convierta en puro motivo para reunir cofrades amargadas que no saben cómo pasar el tiempo. Y así sucesivamente. Todo ello un poco aberrante, ¿no?

España, país de misión

Quede constancia de que la ignorancia religiosa no es incompatible, ni mucho menos, con una notable cultura en otros campos. Pero esto es lo de menos por ahora. Lo que interesa es cómo compaginar el respeto que merece el pueblo fiel con el respeto que exige la vivencia religiosa.

Porque evidentemente no pueden borrarse de un plumazo todos los signos populares de religiosidad: procesiones, exvotos, cirios y un largo etc. En último término ahí se esconde —no sabemos en qué medida— la fe. La fe del carbonero. Pero tampoco se debe favorecer alegremente esta religiosidad hasta el punto de que invada los linderos de la ignorancia.

¿Cómo solucionar, pues, el dilema? Tomando en serio el grito desgarrado de H. Godin en su libro “Francia, país de misión” (y donde dice Francia podría escribirse el nombre de muchos otros países). Más de 70 años han pasado desde entonces y no queremos acabar de convencernos de una realidad, quizás poco agradable, pero realidad al cabo: ya no hay países católicos. Ni siquiera países con mayoría católica. Al menos si por tales entendemos algo más que el estar bautizados por la Iglesia.

En efecto es engañoso —mejor dicho, a nadie engaña ya— contar los católicos según los ficheros de la parroquia. Si queremos hacer recuentos deberá ser a partir de la conducta moral, de una sólida participación en el culto litúrgico, a partir del grado de compromiso socio-político, etc.

Si no todos los católicos se comportan como tales, no se ve el por qué la inflación de sacramentos ni el por qué poner el acento sobre las exigencias de la cristiandad. Más bien habrá que iniciar desde los fundamentos de la evangelización. En otras palabras, hay que empezar desde abajo, explicando desde los cimientos el mensaje evangélico de modo inteligible y puesto al día. No demos demasiadas cosas por supuestas. Sólo conseguiríamos engendrar un gigantesco malentendido. Como el que estamos viviendo.

Y antes de poner punto final quiero acabar cómo empezaba: en el santuario de la fe únicamente Dios penetra. A nosotros solamente nos es dado juzgar por las apariencias. Una cosa es cierta: un granito de fe bien vale los cauces de la fe del carbonero. No lo suple ni la teología ni la cultura. Pero mientras exista el granito de fe. De lo contrario se monta un tinglado impresionante, sonoro e inútil. Contraproducente.

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