El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 23 de octubre de 2017

Juventud, ¿divino tesoro?


Diría el espectador poco avisado, o quizás crédulo, que la juventud es un paraje o etapa de la vida pulimentado y feliz. Diría por supuesto el mencionado espectador que todo el mundo desea habitar en esta zona templada, llena de frescura y vigor, donde normalmente las enfermedades, todavía no han puesto pie.

Diría todo eso y mucho más al observar cómo la industria se rinde a los pies de los jóvenes —ellos y ellas— a la hora de ofrecerles vestidos, diversiones, música y cosméticos. Multinacionales de gran envergadura mantienen la mirilla puesta en la juventud. Quieren ganársela al precio que sea. No ahorran esfuerzos para el fin.

Se da por sentado que es deseable gozar del talle ágil y esbelto de la juventud. Por tanto, la obligación de unos consiste en mantenerlo y la de los otros en recuperarlo. Despierta envidia la elasticidad muscular de la época moza. Quienes han ido añadiendo años a su biografía parecen sentir nostalgia del rostro terso y lozano que extraviaron por algún recoveco de su historia personal.

El protagonismo de la juventud

Al llegar la primera juventud quedan atrás los pensamientos mágicos de la infancia y el individuo todavía no siente la menor necesidad de computar la longitud de su futuro. En esta situación de privilegio —se piensa comúnmente— sólo existe el presente, el aquí y el ahora. Un espacio limpio de premoniciones y purificado de memorias desagradables.

Hacia los años sesenta la sociedad occidental erigió a la juventud en punto de referencia en su afán de vivir hasta los topes, de experimentar y saborear todo aquello que pudiera extasiar los ojos, la piel y los sentidos. La mocedad equivalía tácitamente a una explosión de sentimientos gozosos y de alegre porvenir.

Luego la decisión se ha ido consolidando. Juventud, belleza, un cuerpo escultural: he aquí los haberes que suelen asociarse a la etapa joven y que los medios de comunicación y el mundo del espectáculo exprimen hasta la última gota en todas las variantes.

El temor ante las expectativas

Pero es posible que, al colocar en la peana a la juventud y sus valores, no se hayan verificado a fondo los datos. Porque esta etapa de la vida carga el peso enorme de la angustia, de la incertidumbre ante la futura profesión, de la ignorancia respecto a la futura —buena o mala— inserción en la sociedad. Los jóvenes se preguntan con temor si alcanzarán las expectativas que han ido alimentando.


Por estas y otras causas ellos son frecuentes protagonistas de trastornos psicológicos. Se comprende que abunden en su expediente los conflictos de carácter, de personalidad y de ambientación. Resulta que el joven está construyendo lo que va a ser y vivir el día de mañana. Es presumible, pues, que las inseguridades, las frustraciones, las angustias y depresiones hagan su aparición una y otra vez.

A la larga lista de déficit en el haber de la juventud hay que añadir las dificultades para encontrar trabajo en los últimos lustros. También el notabilísimo incremento de la anorexia y la bulimia que han configurado un fenómeno social contemporáneo cada vez más precoz.

No cabe escamotear las explosiones de agresividad en forma de violencia colegial, familiar o callejera. En ocasiones las cotas se exasperan hasta la irracionalidad y hacen de los niños unos reales asesinos. Al respecto, echar un vistazo a la historia reciente de los EE.UU.

Todavía hay más lacras que inciden en la adolescencia y juventud de nuestro hoy. Preciso es señalar el creciente absentismo y fobia a la escuela, así como los habituales conflictos familiares. Por cierto, numerosas son las familias de carácter monoparental que viven tales dramas.

Se sabe que un 10% de adolescentes en algún momento han desarrollado una tentativa de suicidio y hasta un 17% les ha rondado por la cabeza la idea de emigrar al otro mundo. Las toxicomanías, el tabaquismo, el creciente consumo de alcohol,cada vez a edades más tempranas, hablan con elocuencia de las penas y amarguras del adolescente o del joven.

Para redondear ese perfil no está de más sacar a colación cómo Ortega se expresaba a propósito de los jóvenes. Estaba de acuerdo en hacerles objeto de su mirada, pero no le interesaba escuchar lo que decían. Su silueta, su agilidad y lozanía le alegraba la pupila, pero no hallaba motivo para prestarles atención. Todavía los jóvenes no han pensado ni han experimentado. En todo caso no han tenido tiempo para realizar una síntesis. Sus discursos no suelen pasar del balbuceo ni ir más allá de una primeriza impresión.


Miremos a los jóvenes con agrado, decía el pensador, pero obviemos el escucharlos. Claro   que esta opinión es válida si la persona va meramente a la búsqueda de ofrecer un alimento para su intelecto o su sentido estético. Porque tampoco hay que negarse a la escucha en caso de que se les quiera tender una mano. Sea dicho sin tono paternalista.

Y no deja de tener su lado positivo escuchar la voz del joven. Así el adulto no se distancia excesivamente de la realidad que, indudablemente, tiene también rasgos juveniles.

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