El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 11 de diciembre de 2017

Los que mandan y los que quieren mandar

Tal vez habría que ser menos malicioso y titular estos párrafos de otro modo: “los que mandan y los que obedecen”. Pues no siempre ni en todos los casos cabe identificar a los que obedecen con los que aspiran a mandar. De todos modos, los titulares tienen licencia para chirriar un poquito, pues una de sus funciones consiste en atraer la atención del personal.

El dinero es un fetiche que tiene a mucha gente embelesada. Pero existen otros ídolos que provocan la misma o mayor admiración. Por ejemplo, el poder. Sé que existen sus nexos más o menos explícitos entre dinero y poder. Se percata uno con facilidad al comprobar que generalmente los gobernantes proceden del mundo de las finanzas y a él vuelven cuando se les acaba el mandato. Sí, las famosas “puertas giratorias”.

Poder y economía se erigen en dos diosecillos de poca consistencia, pero de gran brillantez y eficacia. Dos diosecillos de escasa talla moral, pero capaces de provocar largas y asombradas interjecciones. A ciertos personajes que disponen de todo cuanto se les antoja les aguijonea, sin embargo, el fetiche del poder, el cual les inocula el desasosiego hasta alcanzar la poltrona soñada.

Me interesa expresar unas palabras acerca de la reconciliación. Si es auténtica implica mucho más que el mero abrazo. Lo repito: la reconciliación entre quien manda y quien obedece requiere unos hechos previos al signo del abrazo.

La reconciliación de signo político

Los políticos de oficio tendrán que cambiar sus ideas y sus realizaciones. Ellos no tienen inconveniente en besar los pies del pueblo en época de campaña electoral. Abrazan a los viejecitos y acarician a los pequeños. El gesto queda de maravilla en la pequeña pantalla. Ellos hacen gala de amplias sonrisas, aunque estén agotados. Bien. El pueblo les vota y los políticos empiezan a preocuparse por los cargos del partido, por las presiones en la cumbre, por la escalada hacia poltronas más firmes.

Y los que obedecen parecen depositar en las urnas, junto con el voto, la libertad de expresarse y decidir durante cuatro años. Pues bien, sostengo que la reconciliación exige que el pueblo no enmudezca al depositar el voto en la urna. Y el político no debiera confundir las papeletas de la elección con las renuncias de los derechos ciudadanos.

Habría muchas más cosas, previas a una verdadera reconciliación. Como botón de muestra, que los que andan no se llenen la boca con palabras sonoras y rimbombantes a base de “servicio”, “bien común”, “fraternidad”, cuando esas palabras encubren el servicio a uno mismo y al bien particular. A veces se escuchan piezas oratorias verdaderamente graciosas. Como en ciertas películas, todo cuanto coincide con la realidad resulta ser casual.

El que manda debiera aspirar a ser sencillo de verdad y no sólo para provocar el comentario que ensalce su sencillez. Con el prurito de crear la imagen adecuada para extraer el máximo número de votos, uno ya no sabe si el personaje es como parece o si está desempeñando algún papel. En todo caso habría que evitar ponerse la careta de la sencillez para causar impacto. Es el máximo retorcimiento que a uno se le pueda ocurrir.

Obediencia en caricatura

Con el transcurrir del tiempo nos hemos ido refinando y las envidias han creado una fina red de recelos y sutilezas. Así existe el tipo obediente que en el fondo no obedece. Vayamos por partes.

El individuo servil está negando la obediencia por la base. En vez de colaborar con el bien común está deseando agradar a sus superiores. Tiene su fachada en orden, lo de dentro no le preocupa. Fácilmente dobla el espinazo y lame la bota de quien manda si esto le reporta beneficios. Aunque después recurra a subterfugios, ruindades, diplomacias, adulaciones…

Luego está el formalista. Ése no se mueve por agradar al superior sino para complacer su propia conciencia. El formalista, entre otros defectos, tiene el de no ser inteligente. Su miopía no alcanza a ver los motivos últimos de lo que se le encarga. Se contenta con hacer lo que está mandado, pero no le pregunten el por qué ni el para qué. Sencillamente lo ignora.

Cabría poner sobre el tapete otros tipos de obediencia distorsionada: infantilismo, inconstancia, etc. Parodiando a un escritor inglés, pienso que, contra todos ellos, el obediente quizás deberá quitarse el sombrero ante el superior, pero jamás la cabeza.

Nada digo del que obedece porque no tiene más remedio, pero entretanto se le corroen las entrañas de envidia. Su aspiración consiste en desplazar a quien manda para instalarse en su lugar. El pobre sufre más cuantos más éxitos tiene aquel a quien admira y envidia a la vez. Su indigestión no tiene que ver con lo que come, sino con lo que come el vecino.

La cuestión del mandar y el obedecer tiene grandes aplicaciones en la Iglesia, pues es una institución jerarquizada, en la cual adquiere mucho valor el ejercicio de la obediencia. Una obediencia, claro está, responsable, consciente, inteligente, deseosa de colaborar con el bien común. Los sacerdotes, los religiosos, las monjas, los laicos, los obispos… todos tienen que obedecer. El Papa también, sí, y hasta me atrevo a decir que más que ellos. El Evangelio no se lo puede inventar, ya está escrito.                                      

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