
Me inclinaba yo a pensar que el corazón humano era en esencia el mismo, con sus sentimientos de amor y de odio, de venganza y de ternura. Podían pasar los años y se repetían las emociones y hasta las situaciones con pequeñas variantes. Un día, de pronto, asoma la sorpresa por entre las páginas de un periódico.
En efecto, cuenta la prensa que un psicólogo ha propuesto una nueva modalidad de convivencia matrimonial. A saber, un contrato entre los dos candidatos, que no recurra a palabras altisonantes y con fecha de expiración a corto plazo.
El psicólogo inventó la receta, y ya una pareja se aprestó a presentarse ante notario y firmar el contrato. Las cláusulas del mismo dicen que van a convivir matrimonialmente por un período de dos años. Luego decidirán si renovar o despedirse. Uno de los artículos redactados por el notario señala que la mujer hará la cama y el varón limpiará los platos. Y siguen otras condiciones.
Reconozco que no se me habría ocurrido una tal propuesta. Yo era de la opinión que la convivencia matrimonial, dada su peculiar naturaleza, tiende hacia la totalidad y no es compatible con condiciones restrictivas. Imaginaba yo que la novia, junto al altar, o ante el alcalde, se sentiría ofendida si el futuro consorte le declarara amor por unos años determinados (dos, cuatro, seis), y pusiera condiciones a la convivencia: mientras no enfermes o no engordes, por poner unos ejemplos.
Se me antoja, en efecto, que la inclinación amorosa por el otro queda devaluada y hasta ridiculizada cuando tales cosas suceden. En lugar de las palabras usuales acerca del amor eterno que une a ambos, y de la pasión sin fin que les une, los protagonistas quedan tan satisfechos con proponer dos o tres años de cama común. Y luego, si te he visto no me acuerdo. Las efusiones, las promesas de eternidad, se relegan a mera retórica hormonal. Cuando el instante se ha evaporado, lo que procede es usar el lenguaje legal y esperar a que finalice el contrato.
Aquello de que el matrimonio es un proyecto entre dos personas, de por vida, sin condiciones, habrá que revisarlo, de acuerdo a este nuevo proceder. Lo de que el corazón humano es siempre el mismo, tendrá que ser nuevamente puesto sobre el tapete. La idea de que el amor hace referencia a la totalidad y suspira por la eternidad, queda puesta en cuestión.
El nuevo invento es muy pragmático. En efecto, cuando un matrimonio fracasa hay que estar rondando por pasillos burocráticos en busca del divorcio, los interesados pasan malos ratos y casi siempre acaban endureciéndose y amargando la vida. Pues bien, problema resuelto, si se popularizan los contratos temporales. Traumatizan mucho menos, a lo que se ve.
¿Qué pasa con los hijos? Quizás pueden servir como elementos para equilibrar el contrato. Por ejemplo, uno de los cónyuges trabaja y el otro se ocupa del niño. Y cuando expira el contrato, se echa a suertes con cuál de los padres va a seguir viviendo. Aunque no necesariamente tiene que ser así. En último término, existen casas de asistencia infantil con las cuales podría negociarse el asunto.
Más difícil seguramente resultará ajustar las frases pasionales a la nueva modalidad matrimonial. En lugar de referirse al compañero como al “amor de mi vida” habrá que llamarle simplemente “amor de dos años”. Luego convendrá atarse un pañuelo al dedo meñique para no olvidar la fecha de expiración del contrato.
Mirado el asunto a fondo y al trasluz, tampoco resulta tan novedoso. Se dice que un oficio, tan viejo como la humanidad, también relaciona el amor con los plazos fijos y hasta de carácter mucho más breve. ¿Será cierto aquello de que no hay “nada nuevo bajo el sol?”
Si el amor eterno se encoge para ser amor por unos años y a plazo fijo,
habrá que prohibir al corazón usar palabras grandilocuentes, pasionales, o
meramente cariñosas. Se convertirá en un corazón cohibido y disminuido. Mala
cosa cuando la víscera que la persona lleva en el pecho justamente está
diseñada para expandirse y repartir vida. Es que el amor a plazo fijo tiene
consecuencias más graves de lo que pudiera pensarse. Termina por asesinar
silenciosamente la auténtica naturaleza del amor y de la sede donde reside, el
corazón.