El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 18 de mayo de 2018

Intolerancia

La sensibilidad de nuestros contemporáneos ya no admite marcha atrás en cuestión de pluralismo. Consideran que es el primero y más amplio soporte de la democracia, de la tolerancia y de los derechos humanos. Gracias al pluralismo se contrastan los pareceres, mientras que la intolerancia y el temor al disidente devienen la tumba de la sana convivencia.  Cuando alguien tiene miedo trata de defenderse, y la mejor defensa es un buen ataque, según se dice en el ámbito deportivo y fuera de él.  

Hay principios tales como la libertad de conciencia, de la sana disidencia y la legítima oposición, que hoy casi nadie, con un poco de pudor, tiene el valor de negar. Y lo mismo dígase del derecho a la libertad de investigación, el acceso sin trabas a la información, a la publicidad, a contribuir a una opinión pública.

Entiéndase, claro está, que tales derechos son válidos mientras no entren en conflicto con los de otros semejantes. Y que el pluralismo no debe degradarse a mera yuxtaposición de opiniones divergentes. No se trata de adoptar el ademán pasivista y fatalista ante cuestiones éticas o de principios, sino de reconocer la diversidad de horizontes de nuestros contemporáneos. Luego, si no está ausente la buena voluntad, ya se hallará espacio para el diálogo y para mantener con fervor las propias opciones.

Sin embargo, existen grupos que tienden al aislamiento y recurren a peculiares criterios que casan mal con el pluralismo por el que transitamos. Ellos sustentan una concepción de unidad que entra en conflicto con cualquier disidencia. Viven un clima de sospecha y rechazo frente a quienes no se conforman con repetir lo que otros le dictan al oído, ni están por vivir en el infantilismo permanente. 

Cuando una expresión de saludable pluralismo se le antoja al que manda una ofensa personal o una actitud intolerable, hay que esperar represiones, castigos y escarmientos. El intolerante enarbola la bandera de la unidad e invoca un extraño derecho a salvaguardarla. Lo cual le ofrece el pretexto para arremeter sin contemplaciones contra el que no se plegó a los criterios establecidos.

Los individuos más comprometidos, adultos y creativos, se hallarán más expuestos a sufrir el ostracismo y la represión. Mientras que los más mediocres, esmerados en no salirse del camino trillado, no encuentran obstáculos para mantener sus rutinas, ni motivos para sacudir su pereza mental. No estorban, de ahí que incluso se les premie con cargos y prebendas. Para cualquier sociedad o grupo humano una situación así resulta sangrantemente empobrecedora.

El miedo al pluralismo estimula a los amigos de la falsa unidad a arrancar la cizaña. Según creen, es mala hierba todo aquello que no les resulta familiar. Y, por cierto, no destaca entre sus cualidades la de otear el horizonte a fin de mirar al trasluz los comportamientos, ideas y criterios que van más allá de lo conocido y rutinario.

En ocasiones los militantes de la unidad sin fisuras son sinceros. El carácter, la formación, las heridas de la vida les han llevado a esta convicción. A cerrar puertas y ventanas, a levantar verjas y vallas. Pero en otros casos tienen intereses que defender. Piensan medrar bajo esta causa. O quizás su desidia y flojera les produce vértigo ante la eventualidad de abandonar los razonamientos de siempre. O tal vez consideran que en el terreno del “mando y ordeno” tienen más posibilidades de mantenerse en el candelero que bajando a la arena del diálogo.

Un grupo humano que —más allá de unos mínimos que le otorgan identidad y congruencia— no permite al individuo comportarse de manera adulta, libre y razonable, se verá precisado a pagar un alto precio. Sus componentes actuarán como niños, considerando bueno aquello que no les acarrea castigos y malo lo que sus dirigentes designan como tal.

No llegará muy lejos la credibilidad de un grupo con tales características. Un (mal) síntoma que permite identificarlos es el hecho de que sus dirigentes se han ido distanciando de la base. Pero no menos indicador es que multipliquen las condenas y las amenazas. Todo ello atestigua un miedo paralizante a perder el prestigio, a menguar los ingresos, a echar de menos las reverencias y los tratamientos.
Cuando se confunde la felicidad con la rutina y la novedad se considera una ofensa personal contra el que manda, mal va la cosa. A los tales la sangre que les llega al corazón carece de oxígeno, pues que respiran el aire de ámbitos cerrados y lóbregos. Un corazón al que le falta el oxígeno se asfixia a corto plazo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Me encantó el artículo. Expone parte de la realidad en que vivimos muy acertadamente. Lo felicito

Unknown dijo...

Me encantó el artículo. Expone parte de la realidad en que vivimos muy acertadamente. Lo felicito

Manuel Soler Palá, msscc dijo...

Pues pensé en ti al escribirlo, sobre todo en la parte final. Pero también me tocó a mi sufrir algo de ello cuando el cardenal de Sto. Domingo decidió que tenía que salir del país porque mis escritos no le gustaban. Fue cuando me instalé en Puerto Rico. Saludos y a seguir en la lucha.