El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 21 de febrero de 2009

Por una televisión más digna


Lamentaba el señor que en la pequeña pantalla no ofreciera más que divorcios, uniones extramatrimoniales (adulterios, si se prefiere), jóvenes que al primer encuentro terminan en la cama, conductas permisivas en cuanto a la homosexualidad, y un largo etcétera. Y respondía el interlocutor, perteneciente a una generación posterior, que esto era lo normal.

Volvía a la carga el señor alegando que no. Que lo normal es la vida limpia y transparente, que haya más matrimonios unidos que rotos, que hay mucha gente viviendo con honradez. Aunque, eso sí, el escándalo atrae más la atención e indudablemente vende más.

De todos modos el señor, que nada tenía de beato ni de ingenuo, aceptaba el significado de la frase en su sentido gramatical. Es normal aquello de lo que más se habla, en este caso, de las conductas irregulares. Lo que años atrás molestaba, escandalizaba y hasta indignaba, acaba adquiriendo el estatuto de normalidad. Normalidad a golpe de repetición.

Quienes desean un mundo mejor imaginan una televisión limpia que, quede claro, no tiene porqué confundirse con una programación plomiza o ceñuda. Su programación podría equilibrar con garbo el documental, la información interesante, las películas entretenidas. Ofrecería entrevistas jugosas de la gente maravillosa que a veces se asoma a la pequeña pantalla y deja en ella una ráfaga de alegría y transparencia.

Una televisión sin el sesgo político permanente, sin las consabidas frases de doble sentido, sin informaciones interesadas. Más allá de las muchachas ligeras de ropa, además de las comedias de borrachines y homosexuales, existen multitud de temas a los que los telespectadores no les harían ascos.

Entretanto pueda hacerse realidad esa programación, tal vez haya que comportarse como los primeros cristianos en Roma respecto al espectáculo del circo. En él se ofrecían, en vivo y en directo -por echar mano de un lenguaje actual- luchas homicidas, asesinatos, torturas y martirios horrendos. Los describían minuciosamente los escritores paganos y cristianos de la época. Pues bien, los cristianos más conscientes se negaban a acudir al lugar.

Era tan atrayente el espectáculo que en determinadas fiestas la gente, el pueblo, dormía en sus asientos durante varios días para no perdérselo. Por cierto, un fenómeno no periclitado. Y los rugidos de la masa humana, tan temibles, al menos, como los de las fieras que luchaban, morían o mataban en la arena, atronaban el ambiente.

En la pequeña pantalla asoman diversos tipos de programas. Por ejemplo, los de ficción. Series, telefilmes, telenovelas en los que afluyen caudales de hechos violentos, muertes, situaciones inmorales, pornografía, adulterios y violaciones. Esta temática campa a sus anchas sin tomar en consideración horarios ni perfiles de audiencia.

Otros programas se refieren a la realidad cotidiana, los informativos. Quizás no enseñan las imágenes de los asesinatos, torturas o violaciones (posiblemente porque no se hallaba un camarógrafo en el lugar del hecho), pero sí suelen mostrar con amplios detalles la mancha de sangre, la cara o el cuerpo de la víctima y cualquier otro primer plano del resultado del crimen.

Proliferan hoy en día los programas pertenecientes a la categoría que podríamos llamar de impacto. Morbosamente van a la búsqueda del asesinato o el atropello mortal. No se priva al televidente de ningún detalle escabroso y no es inusual que alguno de los protagonistas proclame el odio y el afán de venganza como solución más adecuada. O que el entrevistador insista con preguntas que intensifican el dolor o hurgan en la intimidad. Mientras, el camarógrafo prolonga los primeros planos del rostro lloroso o avergonzado con total impertinencia.

Los programas llamados "del corazón" contienen dosis de frivolidad espeluznante. Los productores buscan a verdaderos expertos para conseguir lo que se proponen. Los necesitan, pues los terrenos que pisan -la vanidad, el chisme, la envidia, el morbo, el sexo- requieren individuos correctamente entrenados. Por supuesto, el busto femenino, la cabellera despampanante, la cirugía plástica, los adulterios, la prostitución encubierta, la exaltación de la homosexualidad y un etcétera amplísimo constituye material privilegiado para estos programas.

En ocasiones algunos fotógrafos pasan horas y hasta días tratando de grabar la imagen comprometida de una determinada diva, unos centímetros de piel habitualmente menos visibles. Los periodistas tienen que dar tortuosos e inesperados rodeos en su afán de entrevistar a unos individuos que no tienen precisamente gran cosa que decir, más allá de sus amoríos insulsos y sus veleidades sin fin.

Merece capítulo aparte la insistencia de algunos programas que pretenden ser jocosos o humorísticos. Difícilmente está ausente el actor disfrazado de mujer, el varón que gesticula con ademán afeminado, el borracho que tropieza y tartamudea, el travestí… Los actores, guionistas y auspiciadores pretenden sonsacar con ello sonrisas abundantes y lucrarse sin necesidad de recurrir al talento (más bien escaso, por cierto). Pero quien posee un paladar artístico mínimamente exigente no cae en la trampa del mal gusto.

Frente a este panorama puede existir algún inicio de solución. Por ejemplo, mantener el aparato apagado por más tiempo. Con el aparato cerrado los dirigentes de los canales empezarían a preocuparse. Y los anunciantes discernirían el asunto pausadamente. Porque ahí sí que les duele. Cuando el espectador exija más educación y más respeto, más buen gusto y mayor calidad, entonces soplarán vientos favorables. Que nada tienen que ver, por cierto, con la mojigatería.

Claro que se requiere mucha esperanza y una pizca de ingenuidad para creer que los telespectadores renunciarán sin más a su porción de carne diaria, a la dosis habitual de morbo. Urge antes pasar por una intensa terapia de las papilas gustativas o, para ser más exactos, de las retinas libertinas.

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