El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

viernes, 10 de abril de 2009

"Otra cara debieran poner..."



Si el lector ya ha acumulado unos años en su cuenta intransferible, es posible que haya visto películas del género. La escena tiene, más o menos, estos trazos: una explanada en que los indios levantan enormes troncos representando a sus divinidades. Dan vueltas a los mismos cargados de plumas coloridas y danzando al son de una música repetitiva. La tribu ofrece cestos de frutas y animales a sus dioses. También pretenden ofrendarles el corazón de una mujer blanca que lograron hacer prisionera.  

Pero de pronto irrumpen los vaqueros cabalgando en el trotar de sus caballos, justo en el momento en que ya el puñal se levantaba para sacrificar a la mujer.  (Quizás en este momento la sala se llena de aplausos). Los protagonistas, y en particular el galán que los guía, desatan a la linda muchacha a punto de ser sacrificada. La salvan. Y, naturalmente, la película acaba con el matrimonio entre ambos.   

Esta imagen me ha sorprendido sin pretenderlo y creo que por asociación de ideas. Tengo la impresión de que no pocos creyentes tratan a Dios como si fuera uno de estos gruesos troncos, una especie de tótem al que hay que aplacar con frutos y sacrificios a fin de impedir que su cólera explote sobre los humanos.

Los cristianos de este perfil “cumplen” con los preceptos de Dios y de la Madre Iglesia. Hasta emprenden alguna que otra novena y no se pierden las tres avemarías antes de acostarse. Es posible que le prendan una vela a S. Antonio si algo se les extravía y que invoquen a Sta. Rita cuando algún deseo poco factible se incrusta en sus pensamientos. Ellos se sienten bastante satisfechos de sí mismos porque jamás han matado ni robado.

Pero suele darse el caso de que sus oraciones son, las más de las veces, tan frías como el acero en una noche de escarcha. Son tan mecánicas como el funcionar de la lavadora. No lo dicen, pero Dios es para ellos como el tótem para los indios primitivos: un ser duro, distante, hueco como la corteza de un tronco, lejano y mudo. ¿Un Padre misericordioso y atento con sus criaturas? Esto está bien para la retórica de las homilías, pero no para tomárselo en serio. Al final, Dios siempre acaba blandiendo su bastón.

Entonces, ¿en qué queda la Pascua?

En este contexto, ¿qué decir del domingo de Pascua? De por sí debiera ser un gran estallido de fiesta. La resurrección de Jesús es la más sorprendente e importante noticia ocurrida en la humanidad. Es motivo suficiente para atizar el gozo y la esperanza. Su resurrección es también la nuestra e incluye la promesa de que todo cuanto existe llegará a su realización plena. La vida no es una broma de mal gusto y menos una pesadilla con final desdichado.

Al comprobar tamaño gozo es de suponer que las personas del entorno preguntarán por el motivo de tanto contento. Lamentablemente, el caso es que no comprueban el mencionado gozo. Más bien en la mayoría de los templos parece reinar el aburrimiento entre los asistentes. Gentes resignadas que miran intermitentemente el reloj. Personas que salen finalmente de la Iglesia habiéndose quitado un peso de encima. Ya han cumplido.

Julien Green, escritor francés de inicios del siglo XX, perdió la fe en la juventud, pero la recuperó en la edad madura. Entonces adquirió la costumbre de situarse en la puerta de las iglesias para observar las caras de los asistentes: rostros serios, duros, en ocasiones somnolientos o tristes. A juzgar por la escena -conjeturaba él- tal parecía que en el interior del templo no les había ocurrido nada agradable.

El corrosivo Nietzsche no se cansaba de repetir que otra cara deberían poner los cristianos para convencerle de que estaban redimidos y creían en la resurrección. Tenía su buena parte de razón. Porque resucitar es vivir de verdad, en plenitud, quitar las losas de tantos sepulcros en los que vivimos soterrados. Resucitar es vivir la vida nueva que Dios nos da, lo cual tiene que ver con liquidar una buena dosis de egoísmo y alimentar una mayor alegría.  

Resucitar, dice el apóstol Pablo, es dejar atrás lo viejo. O sea, ir más allá del viernes santo, creer que la muerte no tiene la última palabra. Lo viejo queda simbolizado en la enorme piedra que sellaba el sepulcro de Jesús. Una piedra que a menudo también nos pesa porque se metamorfosea en desánimo, en exceso de realismo, de abatimiento, de cerrazón... Una piedra que simboliza un “no” a todo germen de transformación y mejoría.

Lo nuevo, en cambio, consiste en abrirse a la excelente noticia de Pascua: Jesús no está en el sepulcro. La piedra puede ser removida. La muerte, que nos corroe poco a poco, sin embargo, no tendrá la última palabra. Lo nuevo consiste en pensar que no nos espera el vacío ni el absurdo, sino la vida inmerecida que Dios quiere regalarnos.

El mensaje de la resurrección sigue pareciendo a muchos increíble. Demasiado bonito para ser cierto... Pero podrá ser creíble si el gozo inunda a sus seguidores, si se esfuerza en vivir los valores por los que Jesús dio la vida.

El lugar de Jesús está entre los vivos y no entre los muertos. Hay que salir de las tumbas que uno se fabrica a medida, donde entierra la confianza, la esperanza y el gozo. Eso significa la Pascua de resurrección. 

No hay comentarios: