El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 20 de enero de 2010

Interrogantes tras el terremoto de Haití

Visité Haití un par de veces en mi estancia en R. Dominicana en nombre de la CONDOR (Conferencia Dominicana de Religiosos). La imagen que más se me grabó fue la de unos niños desnudos pidiendo monedas a los moradores de un hotel que se erguía unos metros más arriba. Los niños no podían subir por la ladera. Los turistas podían permanecer tranquilos. Tampoco había arboles en el entorno, pues habían sido talados para cocinar, según nos explicaron. Datos para un triste diagnóstico del país.

De acuerdo con que vivir es una pesada carga, pero no igualmente onerosa para todos. A las mayorías pobres les curva la espalda más que a las minorías ricas. En un terremoto son los pobres quienes aportan más muertos. En la guerra es este colectivo el que tiene más posibilidades de mudarse directamente al cementerio. Y cuando se produce escasez de agua o de alimentos, los poderosos siguen regando sus campos de golf mientras la carestía se detiene ante sus puertas.

De modo que hay quien vive y quien simplemente sobrevive. Ha sido siempre así desde que el ser humano camina por este azulado planeta. Pero este hecho se torna escandaloso cuando la ciencia y la tecnología podrían igualar la suerte de sus habitantes.

El Primer Mundo debe suicidarse

Nos hemos adentrado en el siglo XXI y gozamos de un desarrollo tecnológico como no soñaron nuestros ancestros. Hemos ganado terreno a la enfermedad y el problema es la excesiva abundancia de tejido graso que recubre a los individuos y pone en peligro su salud. El problema del mundo rico, claro está. Los millones de habitantes de los países pobres a nadie importan. Mueren miserablemente día tras día y si tienen la desgracia de sufrir un terremoto mueren por miles. Entonces la ciudad acaba siendo un enorme cementerio.

Hemos logrado garantizar el bienestar de unos, pero a costa de la miseria de muchos. Nuestros privilegios se sustentan sobre las estrecheces e infortunios de la mayoría. Haití es el foco de la noticia, pero dentro de unos días seguirá bajo la pátina anónima y sufriente de siempre. No es que nuestro mundo sea tan complicado, es que nos falta decisión para solucionar los problemas más fundamentales y no queremos ni pensar que la mejoría de los pobres merme nuestro propio bienestar. Ya lo proclamaba el obispo Casaldáliga: hasta que el primer mundo no se suicide -no renuncie a sus privilegios- el tercer mundo seguirá en la miseria.

El dinero se encuentra cuando los bancos quiebran y aún para que los dirigentes que los hundieron no rebajen sus sueldos blindados. Pero no lo hay para igualar un poco a los seres humanos que nos movemos sobre la corteza terrestre. Un trío de fuerzas negativas impide afrontar el asunto: la indiferencia, la prepotencia y la ambición.

Hay personas individuales y también colectivos que sí muestran una enorme solidaridad. Ahí están las comunidades religiosas, especialmente femeninas, de las que sabemos cuando ocurre alguna hecatombe como la que nos ocupa. Ellos y ellas se dedican a aliviar las penas de estos infiernos. También existen organizaciones no gubernamentales serias, cooperantes desinteresados… Pero no hay compromiso colectivo, estructural ni voluntad política.

Un botón de muestra. Unos feligreses comentaban su aporte a la causa haitiana tras el terremoto. Quienes les escuchaban contestaban que vaya estupidez! Dar dinero a una gente desconocida que ni me va ni me viene… Todo un síntoma.

En cierto modo los terremotos, como los cementerios, revelan la ominosa desigualdad de nuestro mundo. Hay tumbas suntuosas, de lujosos mármoles y ostentosos panteones. Se las construye en los lugares más dignos. La mayoría apenas si sostienen una cruz de madera. Carecen de nombre y les sobra anonimato. Los seísmos también dejan a la luz las diferencias entre unos y otros.

Interrogantes sin respuesta

Frente a esta tragedia de los pobres surgen mil preguntas, también de carácter religioso y teológico. ¿Por qué? ¿Está Dios implicado en las hecatombes? El problema del mal en el mundo sigue siendo un interrogante de espinosa respuesta. Voltaire escribió un poema tras el terremoto de Lisboa del año 1755. La literatura inmortalizó el acontecimiento. Voltaire era creyente deísta, no cristiano. Se burlaba de las teorías filosóficas que consideraban la tierra como el mejor de los mundos. En su muy irónica novela “Candido” abundó sobre el tema.

Muchos racionalistas, filósofos y teólogos buscaron respuestas. Algunos decían que, también los terremotos tienen sus beneficios. Señalaban con el índice que las ciudades se reconstruían y eran más cómodas y habitables. El mismísimo Kant sostenía que el fuego subterráneo que causa los terremotos también da origen a baños y manantiales calientes. La vegetación se beneficia de la liberación de sustancias subterráneas cuando la tierra se mueve. Los vapores sulfurosos que emanan del suelo tienen un efecto higiénico y purificador. De modo que, aunque puedan provocar algún daño importante, es probable que no pudiésemos subsistir sin ellos.

Nos sonreímos frente a este afán de buscar explicaciones forzadas. Y, por supuesto, sería una temeridad atribuir las catástrofes naturales a los pecados de los humanos. Se hizo también en el citado terremoto de Lisboa y en otras desgracias semejantes. Pero los reyes de Portugal no eran menos pecadores que los de Inglaterra. Y los niños que murieron aplastados en el seno de sus madres no tenían ninguna culpa que purgar.

Inútil buscar respuestas. Observamos el tapiz de la historia desde el interior. Pero el entramado sólo se aprecia correctamente desde el exterior. Nada de falsos consuelos o de hipótesis que traten de justificar a Dios. Solamente la confianza en que, más allá del sufrimiento y de la incomprensión que padecemos, hay Alguien que sí conoce el porqué de cuanto sucede.

Una cosa es cierta: Jesús fue el que más empeño puso en hacer retroceder el mal. El sufrimiento físico y el mal moral que es el pecado. No nos dejó ningún tratado que explicara el por qué y el para qué del mismo, pero nos enseñó a compadecer a nuestros hermanos y a aliviar sus penas. Aun con los interrogantes al aire, nada impide que pongamos manos a la obra para mitigar el dolor ajeno. En tal esfuerzo y amor Dios está presente. El creyente no tiene todas las respuestas al alcance de la mano. Ni sabe más que sus compañeros de camino.

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