El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

viernes, 12 de marzo de 2010

El blanco placer de la nieve

He pasado más de veinte años en el Caribe, entre R. Dominicana y P. Rico. Islas, por cierto, muy cercanas y semejantes, a la vez que lejanas y disímiles. Semejantes en el clima, por ejemplo. Uno puede despreocuparse del vestuario, que se reduce a la mínima expresión. Una camisa sin mangas cubre todas las necesidades de abrigo. Da igual que a la estación en curso la llamen invierno o verano. En realidad, no hay apenas diferencia entre una y otra. Aunque sus habitantes se empeñen en llamarle frío a la brisa de 18º centígrados.

Tiene su encanto el clima siempre cálido, el verdor que se asienta en las hojas de los árboles y ya no se apea en todo el año. Ni en navidad ni cuando los árboles se desnudan en otras latitudes. Los vagabundos jamás han probado el temor de helarse por dormir a la intemperie. Y los muchachos con pantalones raídos y alpargatas deshilachadas siempre tienen a mano una fruta tropical -invitando al mordisco- para aliviar el estómago.

El deslizarse de las estaciones

Confieso que, tras 25 años de estancia en el Caribe regresé a España con recelos ante la estación invernal. Había que preocuparse de comprar gruesos jerseys, un abrigo para las frías mañanas de invierno y hasta guantes para espantar a los sabañones.

Pasó el verano y me sorprendió el otoño apenas sin darme cuenta. Las hojas se metamorfoseaban de colores ocres y las ramas de los árboles se despojaban poco a poco. Las lluvias se tornaban más frecuentes y quizás las puestas de sol irradiaban una gama de colores insospechados.

Tras el otoño hizo aparición el invierno. Los parques de la ciudad se vaciaban a media tarde. Caía muy pronto la oscuridad sobre los tejados. Las farolas desprendían halos luminosos de luz fantasmagórica. Las calles permanecían casi desiertas y había que vestir un grueso gabán para no pescar un resfriado tras otro.

Tiene su encanto el cambio de estaciones. Nos rescata de la rutina y nos lleva a contar los días que faltan para la próxima estación. Cuando el frío convierte el aliento en vaho y, por contraste, ya suspiramos por la entrada de la primavera. Queremos que el polen vuele por los aires y que exploten las flores del parque. Y, en una rueda sin fin, luego anhelamos que le toque el turno a los días veraniegos para sudar y librarnos de toxinas inoportunas. Para refrescarnos con un vaso de limonada o con un jarro de dorada cerveza.

En realidad quería hablar de la nieve y me he ido por las ramas. He visto y experimentado la nieve en Madrid los últimos años. Luego me trasladé a Barcelona y pensé que la poesía de los copos de nieve se había terminado. Habría contentarse con verla por televisión. Pues resulta que no. La más grande nevada de los cinco años que llevo por España, tras la aventura caribeña, la acabo de ver y gozar en Barcelona.

La nieve, cándida poesía

Existe el gozo gratuito de ver caer los copos grandes o pequeños, mecidos por el viento o en plácido, sigiloso y lento descenso. El silencio de la nieve al tropezar en la tierra, la hermosura del paisaje, la neblina que nos roba el horizonte… Tal parece que el tiempo se detiene.

La nieve carece de pretensiones. Cubre la superficie, la acaricia, pero sin atreverse a borrar las formas de los árboles, ni las tejas de las casas, ni las chapas de los coches. Se limita a acariciar, a aliviar aristas e impulsar los pensamientos hacia la región de la lírica. La nieve en sí misma es un poema. Un poema de reflejos, de luz albina, de impoluta blancura. Y perdonen si por un momento se me suben a la cabeza los humos de la poesía. La culpa no es mía, sino de los ingrávidos copos que planean por el aire.

Tuve la suerte de viajar durante la gran nevada, el pasado día 8 de marzo por más señas. Tras la ventanilla del tren desfilaba el paisaje de ramas blancas que sostenían el agua condensada. El horizonte de la campiña inducía a la paz, a desprenderse de fobias y rencillas. El panorama invitaba a subir unos peldaños en la escalera del espíritu. Y un rictus de labios acontecía cuando algún viandante se atrevía a pisar -profanar- el frágil y blanco plumaje que cubría el suelo.

Pero llega la hora prosaica de los balances. En el haber, la poesía de los copos que se balancean en el horizonte, el gozo de los niños canalizado través de las bolas que mutuamente se disparan. También el agua que llenará los embalses en verano y las pistas de esquí que gozarán los deportistas y aliviarán la cuenta corriente de quienes las explotan.

En el debe, la nieve del día después violada por las pisadas, sucia y amontonada en los rincones. El malhumor de viandantes y conductores que resbalan por la vía y que en ocasiones quedan atrapados en la cabina del automóvil. Los trenes y autobuses que no pueden circular. Gente sin poder acudir al trabajo y niños huérfanos de maestro. Los políticos que se justifican ante las quejas de los ciudadanos. La oposición que aprovecha la circunstancia para arañar votos en la próxima contienda.

Al final la poesía va deshilachándose en los balances prosaicos del debe y el haber. Pero nadie le robará a la memoria el momento de éxtasis que la persona de papilas gustativas para la belleza experimenta mientras los copos van posándose en las ramas de los árboles.



No hay comentarios: