El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 3 de mayo de 2010

Cuando la imagen manda

Un extraño virus que afecta la visión de los seres humanos suele impedir ver las cosas con nitidez. Sucede entonces aquello tan manido de que “las apariencias engañan”. De pronto le da al votante por elegir al señor más elegante de acuerdo a la foto del cartel electoral. O queda deslumbrado por el estilo de vida que lleva la actriz, cuyos méritos residen mayormente en la habilidad de recortar la falda frente a la cámara.

Quizás nuestro protagonista de vista turbia compra sus prendas de vestir porque la marca resulta muy visible. O visita con asiduidad el gimnasio para impresionar al interlocutor con su musculatura. O invierte una fortuna en cosméticos, pastillas adelgazantes y cremas antiarrugas.

Las apariencias engañan y siguen engañando. Importa, por encima de otros valores, lo que se ve, lo que se dice, lo que tiene cabida en las tertulias de los famosos o de la gente bien. Si aparece en el televisor y si vende mucho, será que importa, razonan los tales.

Engañan las apariencias cuando uno se dispone a leer el último bestseller, no obstante carezca de todo valor literario. Y cuando se le otorga el título de doctor universitario a un señor porque le sabe dar con acierto al balón. Engañan cuando se escucha al famoso aunque diga solemnes tonterías o auténticos disparates. Porque no se para mientes en los contenidos, sino en quien los dice. No importa qué dijo, sino quién lo dijo.


En este sentido cabría reseñar anécdotas dignas del guinnes. Ideas o razonamientos que personas medianamente inteligentes han dicho mil veces, adquieren un resplandor deslumbrante cuando salen de la boca de un famoso. O peor, porque las ha dicho el famoso adquieren patente de circulación.

La dictadura de la imagen

¿Habrá que atribuir estos sucesos al hecho de que vivimos en la sociedad de la imagen, donde ésta se ha entronizado como reina y señora? Lo que no entra por los ojos, al parecer, no existe, no es tomado en consideración.

De modo que hay que favorecer, por encima de cualquier otra cosa, la imagen que se proyecta en el público. La cosa no vale sólo para el electrodoméstico o el automóvil, sino también -quizás en mayor medida- para la persona. En consecuencia el político, la presentadora, el líder religioso, la directora de la empresa, el empleado, la viocepresidenta del sindicato están obligados a cuidar su figura con esmero. Y si hay que dar algún manotazo para conseguir un hueco en las revistas sociales, junto a la farándula, pues se hace sin escrúpulos.

¿Los negocios andan encallados? ¡Hay que buscar un cambio de imagen! Puede que el político venda fantasías, que la locutora no suelte más que mediocridades y que el lider religioso ande huérfano de espiritualidad. Importa la imagen. En cuanto mejore ésta, el mensaje será más apreciado. Y si hay negocio por medio, sacará mayor rentabilidad. Hay que cuidar el escaparate.

Sigue deslumbrando la apariencia y seduciendo la purpurina. En el fondo uno lo intuye, pero resulta muy difícil sustraerse al ambiente y a la sugestión colectiva. Felizmente cabe, también hoy, hojear las páginas de la biblia y leer que “el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”.

El físico degenera inevitablemente con el paso del tiempo. El corazón -algo más que los músculos cardíacos- es capaz de permanecer en plena lozanía. Pero habrá que cuidar este centro interior y mantenerlo en actitud crítica frente a los desmanes y enfermedades de la vista. No vaya a sufrir el contagio de las apariencias.

La batalla contra el imperio de la imagen se prevé larga y dura. Es que a las arrugas, el pelo y el vestido, se les recicla y saca brillo con más facilidad que a los sentimientos y las opciones profundas. Como sea, y por fortuna, siempre habrá personas que mirarán con ojos claros porque las cosas más importantes de la vida -como afirmaba el principito- no se ven con los ojos, sino con el corazón.



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