El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 13 de agosto de 2010

La tensión local - universal




Los últimos meses he estado en diferentes localidades del Estado español: Barcelona, Navarra, Mallorca y Valencia. Había que dar una mano para que la actividad normal -aunque a ritmo más perezoso durante el verano- no se paralizara. A todo el mundo le asiste el derecho a hacer unos días de vacaciones y más todavía el de enfermarse. Resulta, pues, razonable que alguien se dedique a tapar los huecos para que la marcha habitual de parroquias y comunidades no sufra en exceso.
Al peregrinar de una a otra región he ido rumiando en ese dilema o binomio tan traído y llevado, cuyos miembros pugnan por obtener la primacía: ¿local o universal? Sin ambages confieso mi desconfianza ante el universalismo que las más de las veces sólo sirve para llenarse la boca con palabras grandilocuentes. Ciudadano del mundo, sin fronteras, sin barreras… Una tal retórica oculta la cara fea del asunto: sin raíces, sin vínculos, sin haber gustado el sabor de tierra alguna.
Dígase lo que se diga, el ser humano necesita de unas raíces sólidas para desarrollarse, raíces que no crecen en el aire. Necesitan de un terruño concreto, bien localizado, de color y tamaño precisable.
Cuando las raíces hayan alimentado con su sabia al individuo, entonces éste podrá emprender el vuelo y posar el pie en otras localidades. Quizás entonces logre saborear algo de lo que es la auténtica universalidad. Pero antes tendrá que haber respirado el aire de su pueblo natal y admirado las nubes de su firmamento. Con anterioridad tendrá que haberse familiarizado con la gastronomía de su entorno. Con lo cual habrá adquirido un modo de ver, de sentir y de gustar que se convertirán en su circunstancia irreversible. Y es sabida la frase orteguiana: yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo. 
Se me ocurre que en el mundo civil pasa algo parecido a lo que reflexiona la teología acerca de la Iglesia local y universal. Donde uno reza, se siente acogido y recibe los sacramentos es un ámbito muy concreto y definible. En él se desarrolla y crece espiritualmente. Es verdad que hay otros individuos que nacen y crecen en otras iglesias distintas y lejanas. De ahí se concluye la existencia de la Iglesia universal. Un concepto, por tanto, mucho más abstracto y vaporoso.  
Así en la vida de cada día. Uno tiene que hablar una lengua, auscultar el mundo desde unos paradigmas concretos, desarrollar unos determinados sentimientos estéticos. Con este patrimonio luego se desplazará por el mundo y será más capaz de amar y admirar las tierras que pise. Su personalidad y su sentido estético se enriquecerán al contacto con otros pueblos, otros hombres y otras costumbres.
El universalismo que dice amar a todas las razas y personas y alega que todos los seres humanos son hermanos es sospechoso. A las primeras de cambio se disuelve. Mejor empezar el recorrido ofreciendo la mano al vecino para sacarle del hoyo. No sea que con la vista fija en el horizonte uno no repare en la cojera del próximo, necesitado de un hombro donde apoyarse.
Lo mismo cabe proyectar en el ámbito político. Algunos pugnan por el universalismo, sí, pero a costa de pisotear a los que están más cerca. El universalismo lo definen ellos y cuando no se ajusta a sus esquemas no vale. ¿Por qué no comenzar reconociendo la variedad de tierras, caracteres y proyectos para luego tratar de englobarlos a todos sin darles la espalda a ninguno.
Hay fuerzas poderosas empeñadas en que el mundo se reduzca a una sola cosa,  que dondequiera que vayamos encontremos lo mismo, un único modelo de consumo y confort que borre la infinita diversidad planetaria. Pero uno anhela exactamente lo contrario: encontrar en China lo que es de este país milenario, gozar de los tulipanes de Holanda, de los bailes africanos en Nigeria y de los quesos cremosos en París.
Yo prefiero que existan casas como las de Petra, esculpidas en la piedra, rascacielos como en New York y viviendas con los techos que favorezcan el deslizar de la nieve en el norte de Europa. Prefiero la variedad en gastronomía, en las leyendas, las novelas y los rituales.
La globalización conspira contra los rasgos locales, las costumbres particulares, las lenguas nativas, las músicas folklóricas. En cambio poco se preocupa de la globalización de la riqueza, de la industria y la alimentación, los únicos objetivos que justificarían su existencia.
Puede seguir el color naranja sin que por ello desaparezca el rojo y el amarillo. Lo nuevo no tiene por qué siempre y en todas partes borrar lo viejo. Al atardecer no le asiste el derecho de aniquilar el amanecer del día siguiente. Beethoven puede convivir con los Beatles.
Y yo puedo estar en Catalunya, Navarra y Mallorca apreciando sus peculiaridades, sin tener que comparar ni denigrar. No tengo necesidad alguna de reducirlas a un común denominador en cuanto a la lengua, las aficiones y las tradiciones. Pero los profetas de un universalismo pálido y escuálido no lo creen así. Hay que defenderse de ellos. Son peligrosos…