El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

lunes, 22 de marzo de 2010

Una contracultura cristiana

Fue hacia el final de la década de los ’60 cuando se habló ampliamente de la contracultura. Un tal Roszak puso de moda la palabra y con ella designaba una cultura radicalmente desviada o desafecta a los principios y valores fundamentales de nuestra sociedad. Tanto, que a muchos no se les antojaba siquiera una cultura, sino una especie de infiltración indócil y selvática. Retrotráigase el lector -si edad tiene para ello- a la época de los hippies, las revueltas universitarias, la música, la pelambrera de los Beatles, los libros de Marcuse, etc.

El famoso historiador Arnold Toynbee percibió en el primitivo cristianismo un gran movimiento contracultural. Según él los cristianos fueron proletarios desheredados que sostuvieron valores desvinculados, sino contrarios, a los de la sociedad de la época. Desde un tal posicionamiento influyeron en la transformación del Imperio romano. Cierto que esta visión merece ser matizada como advierten los estudiosos.

Vigencia y estética de una contracultura cristiana

Tiene su vigencia y hasta su propia estética la idea del cristianismo como movimiento contracultural. Que no se adapta al medio ambiente ni a las ideas de moda, sino que mantiene una fuerte reserva en relación a la ideología dominante y a las costumbres de la mayoría. Por lo demás, los estudios sobre el Jesús histórico se han encargado de demostrar que nadó Él contracorriente. En ocasiones sencillamente escandalizó a los bienpensantes.

Es meridianamente claro que hoy día ni la gran prensa ni los panelistas famosos suelen mostrar simpatías por la fe cristiana. Y ponen más tieso el ademán cuando dictaminan acerca del catolicismo. Lo políticamente correcto en nuestro momento histórico consiste en distanciarse de los creyentes y de los católicos en particular. Arrojarles pasajes de la historia en el rostro y tildarles de reliquias arcaicas.

A decir verdad -y hay que deplorarlo profundamente- en algunos ámbitos no les falta la razón. Pero en muchos otros tales portavoces transpiran prejuicios y desconocimiento. ¿Por qué no? El cristianismo como movimiento contracultural que se manifiesta y vive en desacuerdo con la desigual repartición de los bienes económicos en la sociedad. Que desconfía de los aplausos, de los medallistas y los medalleros, que le parece excesivo el alarde continuado, obsesivo y persistente del confort y el sexo.

Sería de enorme utilidad un movimiento contracultural de este tipo en nuestros días. Incluso podría ayudar a resolver el puzle en que nos movemos. Porque se da el caso que cuanto más sabemos de política, más ésta se desprestigia. Cuando parece que se han descubierto los recónditos secretos de la economía, hemos dado de bruces en la peor de las crisis. Cuando se extienden y reproducen los códigos éticos en empresas e instituciones, la corrupción se extiende cual mancha de aceite. Cuando tanto dan que hablar los obispos y los curas, los templos andan vacíos y las encuestas dicen que la gente confía poco en la Iglesia.

Puede que haya llegado el momento de vivir la fe como un movimiento contracultural. Y -dicho sea en voz baja- quizás también de vivirla con una buena dosis de libertad y espontaneidad. Porque los ceñidores demasiado estrechos que algunos desearían imponer no siempre se acreditan en su justa medida. Es decir, no raramente olvidan el origen jesuánico de la fe.

viernes, 12 de marzo de 2010

El blanco placer de la nieve

He pasado más de veinte años en el Caribe, entre R. Dominicana y P. Rico. Islas, por cierto, muy cercanas y semejantes, a la vez que lejanas y disímiles. Semejantes en el clima, por ejemplo. Uno puede despreocuparse del vestuario, que se reduce a la mínima expresión. Una camisa sin mangas cubre todas las necesidades de abrigo. Da igual que a la estación en curso la llamen invierno o verano. En realidad, no hay apenas diferencia entre una y otra. Aunque sus habitantes se empeñen en llamarle frío a la brisa de 18º centígrados.

Tiene su encanto el clima siempre cálido, el verdor que se asienta en las hojas de los árboles y ya no se apea en todo el año. Ni en navidad ni cuando los árboles se desnudan en otras latitudes. Los vagabundos jamás han probado el temor de helarse por dormir a la intemperie. Y los muchachos con pantalones raídos y alpargatas deshilachadas siempre tienen a mano una fruta tropical -invitando al mordisco- para aliviar el estómago.

El deslizarse de las estaciones

Confieso que, tras 25 años de estancia en el Caribe regresé a España con recelos ante la estación invernal. Había que preocuparse de comprar gruesos jerseys, un abrigo para las frías mañanas de invierno y hasta guantes para espantar a los sabañones.

Pasó el verano y me sorprendió el otoño apenas sin darme cuenta. Las hojas se metamorfoseaban de colores ocres y las ramas de los árboles se despojaban poco a poco. Las lluvias se tornaban más frecuentes y quizás las puestas de sol irradiaban una gama de colores insospechados.

Tras el otoño hizo aparición el invierno. Los parques de la ciudad se vaciaban a media tarde. Caía muy pronto la oscuridad sobre los tejados. Las farolas desprendían halos luminosos de luz fantasmagórica. Las calles permanecían casi desiertas y había que vestir un grueso gabán para no pescar un resfriado tras otro.

Tiene su encanto el cambio de estaciones. Nos rescata de la rutina y nos lleva a contar los días que faltan para la próxima estación. Cuando el frío convierte el aliento en vaho y, por contraste, ya suspiramos por la entrada de la primavera. Queremos que el polen vuele por los aires y que exploten las flores del parque. Y, en una rueda sin fin, luego anhelamos que le toque el turno a los días veraniegos para sudar y librarnos de toxinas inoportunas. Para refrescarnos con un vaso de limonada o con un jarro de dorada cerveza.

En realidad quería hablar de la nieve y me he ido por las ramas. He visto y experimentado la nieve en Madrid los últimos años. Luego me trasladé a Barcelona y pensé que la poesía de los copos de nieve se había terminado. Habría contentarse con verla por televisión. Pues resulta que no. La más grande nevada de los cinco años que llevo por España, tras la aventura caribeña, la acabo de ver y gozar en Barcelona.

La nieve, cándida poesía

Existe el gozo gratuito de ver caer los copos grandes o pequeños, mecidos por el viento o en plácido, sigiloso y lento descenso. El silencio de la nieve al tropezar en la tierra, la hermosura del paisaje, la neblina que nos roba el horizonte… Tal parece que el tiempo se detiene.

La nieve carece de pretensiones. Cubre la superficie, la acaricia, pero sin atreverse a borrar las formas de los árboles, ni las tejas de las casas, ni las chapas de los coches. Se limita a acariciar, a aliviar aristas e impulsar los pensamientos hacia la región de la lírica. La nieve en sí misma es un poema. Un poema de reflejos, de luz albina, de impoluta blancura. Y perdonen si por un momento se me suben a la cabeza los humos de la poesía. La culpa no es mía, sino de los ingrávidos copos que planean por el aire.

Tuve la suerte de viajar durante la gran nevada, el pasado día 8 de marzo por más señas. Tras la ventanilla del tren desfilaba el paisaje de ramas blancas que sostenían el agua condensada. El horizonte de la campiña inducía a la paz, a desprenderse de fobias y rencillas. El panorama invitaba a subir unos peldaños en la escalera del espíritu. Y un rictus de labios acontecía cuando algún viandante se atrevía a pisar -profanar- el frágil y blanco plumaje que cubría el suelo.

Pero llega la hora prosaica de los balances. En el haber, la poesía de los copos que se balancean en el horizonte, el gozo de los niños canalizado través de las bolas que mutuamente se disparan. También el agua que llenará los embalses en verano y las pistas de esquí que gozarán los deportistas y aliviarán la cuenta corriente de quienes las explotan.

En el debe, la nieve del día después violada por las pisadas, sucia y amontonada en los rincones. El malhumor de viandantes y conductores que resbalan por la vía y que en ocasiones quedan atrapados en la cabina del automóvil. Los trenes y autobuses que no pueden circular. Gente sin poder acudir al trabajo y niños huérfanos de maestro. Los políticos que se justifican ante las quejas de los ciudadanos. La oposición que aprovecha la circunstancia para arañar votos en la próxima contienda.

Al final la poesía va deshilachándose en los balances prosaicos del debe y el haber. Pero nadie le robará a la memoria el momento de éxtasis que la persona de papilas gustativas para la belleza experimenta mientras los copos van posándose en las ramas de los árboles.



martes, 2 de marzo de 2010

Sueldos indecentes

De acuerdo. Mientras no organicemos la convivencia ciudadana y estatal de otro modo, necesitamos de los políticos. Motivo por el cual voy a escribir unas líneas con alguna mala conciencia. Porque echar lodo encima de esta clase y decir que todos son iguales -unos ladrones y desvergonzados- no ayuda a crear buen clima entre los ciudadanos.

De ahí mi mala conciencia. Pero tampoco hay que dejar pasar los días y los años callando frente a males estructurales que igualmente socavan la moral de la gente. Porque cuando un pobre individuo en paro o sudando la gota gorda para llegar a final de mes se entera de lo que ganan el grueso de los políticos, hay motivo para la frustración y no me atrevería a negar que, a la larga, también lo haya para la insumisión.

¿Al servicio del pueblo?

Los sueldos de los políticos, sobre todo los más encumbrados, son realmente indecentes. Una provocación. Sí, porque los embuchacan personas que se llenan la boca diciendo que están al servicio del pueblo y que se deben en cuerpo y alma al bien común. Es su vocación y desean cumplirla con honestidad, nos dicen en sus mítines y mientras nos piden el voto.

Pero son ellos mismos, por lo general, quienes se asignan los sueldos en el municipio, en el gobierno o en el parlamento. ¿Existe mayor desfachatez que asignarse uno mismo su propio sueldo pagado con los dineros ajenos? Dicen que es muy conveniente separar los distintos poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Bien. Pues que el legislativo no determine los sueldos de sus colegiados. Y otro tanto se diga de los miembros del ejecutivo.

Se da el caso bochornoso -y a la prensa española de estos días me remito- que los gobernantes quieren revisar los años de cotización de las pensiones. Consideran que deben ampliarse pasando de 15 a 25. ¿Quiénes dictaminarán? Individuos que cotizando a lo largo de siete años se garantizan unas pensiones totalmente desproporcionadas en relación con el resto de los ciudadanos.

Comprendo que las cotas de rencor de los parados suban como la marea. Porque, además, resulta que estos señores que se lucran con los dineros que otros han sudado, con frecuencia se inhiben de acudir al hemiciclo o a las convocatorias del ayuntamiento. A los medios de comunicación gráficos me remito. Escaños desiertos, diputados somnolientos o enfrascados en la lectura del periódico. O también rondando y chismeando por el bar del hemiciclo.

Estos privilegiados a costa del vecindario en ocasiones van escasísimos de estudios y de preparación profesional. Ni se sabe muy bien cuál es su profesión. O se sabe que ejercieron un día de grises abogados o mediocres empleados de cualquier oscura empresa. ¿Creen los lectores que en su vida laboral alguna vez llegarían a embolsarse las sumas desorbitadas que engrosan mensualmente su cuenta corriente?

Entonces nace la sospecha: ¿no será que su tránsito al ámbito político en realidad apunta al lucro, aun cuando se llenen la boca con palabras muy distintas? Y la sospecha corre al galope cuando uno se entera de las mil corruptelas en que tantos y tantos políticos están inmersos.

Por si fuera poco no se contentan con el sueldo. Requieren dietas, suplementos, viajes subvencionados, etc. Y se inventan puestos que ofrecen a sus allegados o amigos. No quiero generalizar, pero estas cosas suceden, se lo aseguro.

De verdad que el presidente de la Generalitat de Catalunya necesita más de 164.000 € anuales para vivir decentemente? ¿Él, socialista confeso, y que propugna la justicia social como el primero de sus objetivos? ¿Cómo pueden creer los ciudadanos en su buena voluntad de servicio?

Un sueldo ético

Escribo estas líneas porque me ha indignado leer la lista de las ganancias que perciben numerosos políticos y gobernantes. Alguien ha fabricado un power point con cifras escandalosas. El autor propone que todos reciban un sueldo ético de 25.000 € al año. Me parece muy bien. La inmensa mayoría de los ciudadanos ni siquiera llega a esta cifra.

No hay la menor necesidad de que el político lleve un tren de vida ocho o diez veces superior al de un ciudadano medio. Más bien esta realidad es escandalosa. Si los destinatarios de tan suculentos salarios no sienten una enorme vergüenza cuando contemplan su cuenta corriente, si siguen proclamando sus ansias de servicio y de bien común, es sencillamente porque han perdido el sentido del pudor.

Hay quien alega que lo que sucede en la vida pública acontece igualmente en las empresas privadas. También los altos ejecutivos se asignan el sueldo y se blindan de manera que nadie les recorte salarios ni pensiones en el futuro. Es verdad. Y lo es que las ganancias de tales empresas no siempre resultan del todo limpias.

Pero hay una diferencia: los altos ejecutivos suelen llegan a sus puestos porque, por lo general, han demostrado su valía y preparación. Además, los dineros no los consiguen coaccionando a la gente de manera que, si se niegan, vayan a dar con sus huesos en la cárcel. Cosa que sí sucede con los dineros públicos de que se abastecen los políticos. Son dineros recaudados por hacienda y si alguien se niega a entregarlos es muy probable que acabe en la sombra por una temporada.

Acabo como empecé. No desprestigiemos a los políticos. Escribo estas líneas con mala conciencia. Pero, por favor, que los políticos no se desprestigien a sí mismos.