El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

lunes, 23 de agosto de 2010

Entre el turismo y la peregrinación



He transcurrido los días de las fiestas de S. Bernat -20 de agosto- en el Monasterio de La Real (Mallorca), donde residiré unas semanas en plan de sustitución. He sido testigo de unas fiestas muy bien organizadas y de gran riqueza. Había actos para todos los gustos. Han hecho acto de presencia la cultura, los bailes populares, la música culta y la más popular, la pintura, los actos más directamente religiosos…
S. Bernat es el patrono del monasterio de La Real, el único Monasterio cisterciense de Mallorca. Se fundó en 1235 y finalizó su función con la desamortización de  1935. Al cabo de unos cuantos decenios, y en pleno proceso de degradación, se hizo cargo del mismo la Congregación de Misioneros SS. CC.
En el último decenio ha adquirido mucha notoriedad, sobre todo por sus reivindicaciones políticas y sus apariciones periódicas en la prensa. Los vecinos y los Misioneros que lo habitan han puesto en pie una Fundación en defensa del Monasterio. Estaban visceralmente en contra de que se construyera un mastodóntico hospital de la Seguridad Social a pocos metros. Consideraban el hecho como un ultraje a la historia y al arte. Aparte que para construir el edificio se han destrozado restos arqueológicos romanos de un interés nada desdeñable.
Algo ha conseguido la Fundación en orden a proteger el Monasterio. Se ha elaborado una ley según la cual se prohíbe construir en un perímetro de unos centenares de metros. Y las autoridades civiles han subvencionado la renovación del claustro del viejo Monasterio. Pero no vamos a entrar en este complejo y espinoso asunto.
Se dice que la romería de S. Bernat es la más antigua de Mallorca. Muchos ciudadanos se trasladan al Monasterio -a unos pocos kilómetros del centro de la ciudad- donde se celebra una misa y sigue la fiesta con música y los tradicionales bailes mallorquines. También los castellers ofrecen memorables actuaciones. A imagen de los de Catalunya, ponen en pie unas torres humanas que dejan estupefactos a los espectadores.    
Las fiestas se prolongan a lo largo de diez jornadas. Cada día hay ofertas variadas y de calidad. La gente del entorno acude puntualmente. La preparación de los actos supone un trabajo notable de organización y consume muchas horas a los integrantes de la Comisión encargada de las fiestas.  
Con frecuencia el Santuario, o el Monasterio en nuestro caso, es en sí mismo, un bien cultural: en él confluyen numerosas manifestaciones de cultura. Testimonios históricos y artísticos, formas de expresión lingüística y literaria, expresiones musicales típicas, actuaciones religiosas propias... En La Real laten recuerdos culturales de gran valor. La estancia de Ramón Llull en el lugar, precisamente donde escribió algunas de sus obras. Una biblioteca con un muy rico patrimonio. Un claustro de singular belleza y simetría.
El programa de las fiestas incluye actos culturales, folklóricos y también de carácter religioso. El visitante se siente empujado, directa o indirectamente, a experimentar la dimensión de lo sagrado. La historia del claustro, las realizaciones del templo y tantos otros testimonios del pasado irradian un sentimiento religioso que sólo logra pasar inadvertido cuando se lo acalla con los más mezquinos prejuicios.      
No soy amigo de edulcorar las situaciones y afirmar con la boca pequeña que de cualquier situación puede extraerse algo positivo. No va conmigo lo de convertir la necesidad en virtud. Pero comprendo que resulta más factible invitar a una excursión turístico/religiosa que a actos formalmente litúrgicos. Porque en un caso el personal se asusta y rechaza la invitación casi por instinto. Mientras que en el otro se posibilita acercar a los peregrinos a los valores sobrenaturales.
Hay que ser realistas. El homo turisticus, que hoy abunda más que en épocas pasadas, se aproxima a los valores religiosos de modo tangencial. A través de la naturaleza, la excursión, la historia, el legado artístico y el sentimiento. Si se le confronta directamente con la temática cristiana puede que se produzca una especie de cortocircuito.
En un primer momento quizás es suficiente que el ciudadano reconozca en el lugar visitado la presencia de lo sagrado. Probablemente se sienta predispuesto a considerarlo como lugar maravilloso por el paisaje, la belleza de la arquitectura y los posos depositado por los siglos. Pero quizás de un paso más y acepte que el lugar constituye un centro privilegiado del encuentro con Dios. De ahí a la oración el trecho no es tan largo. Con lo cual el turista inicia una metamorfosis que le convierte en peregrino.
Esta pedagogía obedece al afán de no condenar ni romper con los vínculos y valores del entorno. Al contrario, se aprovecha de la situación, el ambiente y el escenario para desbrozar el camino de la fe.

viernes, 13 de agosto de 2010

La tensión local - universal




Los últimos meses he estado en diferentes localidades del Estado español: Barcelona, Navarra, Mallorca y Valencia. Había que dar una mano para que la actividad normal -aunque a ritmo más perezoso durante el verano- no se paralizara. A todo el mundo le asiste el derecho a hacer unos días de vacaciones y más todavía el de enfermarse. Resulta, pues, razonable que alguien se dedique a tapar los huecos para que la marcha habitual de parroquias y comunidades no sufra en exceso.
Al peregrinar de una a otra región he ido rumiando en ese dilema o binomio tan traído y llevado, cuyos miembros pugnan por obtener la primacía: ¿local o universal? Sin ambages confieso mi desconfianza ante el universalismo que las más de las veces sólo sirve para llenarse la boca con palabras grandilocuentes. Ciudadano del mundo, sin fronteras, sin barreras… Una tal retórica oculta la cara fea del asunto: sin raíces, sin vínculos, sin haber gustado el sabor de tierra alguna.
Dígase lo que se diga, el ser humano necesita de unas raíces sólidas para desarrollarse, raíces que no crecen en el aire. Necesitan de un terruño concreto, bien localizado, de color y tamaño precisable.
Cuando las raíces hayan alimentado con su sabia al individuo, entonces éste podrá emprender el vuelo y posar el pie en otras localidades. Quizás entonces logre saborear algo de lo que es la auténtica universalidad. Pero antes tendrá que haber respirado el aire de su pueblo natal y admirado las nubes de su firmamento. Con anterioridad tendrá que haberse familiarizado con la gastronomía de su entorno. Con lo cual habrá adquirido un modo de ver, de sentir y de gustar que se convertirán en su circunstancia irreversible. Y es sabida la frase orteguiana: yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo. 
Se me ocurre que en el mundo civil pasa algo parecido a lo que reflexiona la teología acerca de la Iglesia local y universal. Donde uno reza, se siente acogido y recibe los sacramentos es un ámbito muy concreto y definible. En él se desarrolla y crece espiritualmente. Es verdad que hay otros individuos que nacen y crecen en otras iglesias distintas y lejanas. De ahí se concluye la existencia de la Iglesia universal. Un concepto, por tanto, mucho más abstracto y vaporoso.  
Así en la vida de cada día. Uno tiene que hablar una lengua, auscultar el mundo desde unos paradigmas concretos, desarrollar unos determinados sentimientos estéticos. Con este patrimonio luego se desplazará por el mundo y será más capaz de amar y admirar las tierras que pise. Su personalidad y su sentido estético se enriquecerán al contacto con otros pueblos, otros hombres y otras costumbres.
El universalismo que dice amar a todas las razas y personas y alega que todos los seres humanos son hermanos es sospechoso. A las primeras de cambio se disuelve. Mejor empezar el recorrido ofreciendo la mano al vecino para sacarle del hoyo. No sea que con la vista fija en el horizonte uno no repare en la cojera del próximo, necesitado de un hombro donde apoyarse.
Lo mismo cabe proyectar en el ámbito político. Algunos pugnan por el universalismo, sí, pero a costa de pisotear a los que están más cerca. El universalismo lo definen ellos y cuando no se ajusta a sus esquemas no vale. ¿Por qué no comenzar reconociendo la variedad de tierras, caracteres y proyectos para luego tratar de englobarlos a todos sin darles la espalda a ninguno.
Hay fuerzas poderosas empeñadas en que el mundo se reduzca a una sola cosa,  que dondequiera que vayamos encontremos lo mismo, un único modelo de consumo y confort que borre la infinita diversidad planetaria. Pero uno anhela exactamente lo contrario: encontrar en China lo que es de este país milenario, gozar de los tulipanes de Holanda, de los bailes africanos en Nigeria y de los quesos cremosos en París.
Yo prefiero que existan casas como las de Petra, esculpidas en la piedra, rascacielos como en New York y viviendas con los techos que favorezcan el deslizar de la nieve en el norte de Europa. Prefiero la variedad en gastronomía, en las leyendas, las novelas y los rituales.
La globalización conspira contra los rasgos locales, las costumbres particulares, las lenguas nativas, las músicas folklóricas. En cambio poco se preocupa de la globalización de la riqueza, de la industria y la alimentación, los únicos objetivos que justificarían su existencia.
Puede seguir el color naranja sin que por ello desaparezca el rojo y el amarillo. Lo nuevo no tiene por qué siempre y en todas partes borrar lo viejo. Al atardecer no le asiste el derecho de aniquilar el amanecer del día siguiente. Beethoven puede convivir con los Beatles.
Y yo puedo estar en Catalunya, Navarra y Mallorca apreciando sus peculiaridades, sin tener que comparar ni denigrar. No tengo necesidad alguna de reducirlas a un común denominador en cuanto a la lengua, las aficiones y las tradiciones. Pero los profetas de un universalismo pálido y escuálido no lo creen así. Hay que defenderse de ellos. Son peligrosos…

martes, 3 de agosto de 2010

Estocada a la tauromaquia

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Una descomunal polémica se ha levantado tras la prohibición del toreo en Catalunya. Las emisoras de radio y TV, las páginas de los periódicos chorreaban noticias y artículos de fondo relativos al hecho. Unos han llorado de gozo al saber que quedaba prohibido torturar a los nobles animales. Otros de indignación frente a lo que consideran un atentado a la libertad y una agresión a la cultura y el arte de España.
Mi punto de partida es que la vida de otros seres vivos no debe ser menospreciada ni envilecida. El Estado tenía ya una ley sobre la protección de los animales… en la que los toros eran excepción. ¿Tiene alguna pizca de lógica tamaña desatino?
Personalmente no me siento implicado en absoluto en lo que llaman la esencia de la cultura española, la tauromaquia. Jamás he asistido a una corrida, como tampoco la mayoría de mi familia y de los amigos que tengo. No logro percibir por parte alguna el supuesto arte de la tauromaquia. Y menos cuando desemboca en una muerte aplaudida por la multitud.  
Afortunadamente, cada vez es mayor la sensibilidad a favor de los animales. Una cosa es matarlos para alimentarse y otra muy distinta ensañarse contra el noble animal a base de banderillas, engaños y espadas. Sin contar lo que sufren antes de la corrida, pues cuando el animal sale a la plaza lleva días de sufrimiento y malos tratos. Los que andan detrás de los burladeros saben del asunto. 
Lo más escandaloso del caso es que el nacionalismo españolista ha levantado el dedo inculpador contra el Parlamento de Catalunya acusándolo de que con la abolición pretendía ir contra la cultura y el arte de España. Ha sido un supuesto constante y mil veces repetido. En cambio yo no he escuchado ni una vez en labios de los parlamentarios del veto que la decisión tuviera este objetivo. Simplemente se prohíben los toros porque es innoble torturar a un noble animal. Por lo demás, también Canarias ha prohibido hace años la fiesta y nadie se metió con sus gentes.
Los partidarios del ensañamiento alegan que la prohibición es una estocada a la libertad. Si bajo los pliegues de esta palabra tiene cabida cualquier desmán, entonces sí. Pero la libertad tiene límites: el asesinato, el robo, el fraude… y la tortura a los animales por puro placer… me atrevería a decir que por sadismo. ¿Cómo alguien puede mezclar la fiesta con la sangre, la espada y la muerte? No es un capricho prohibir actuaciones dañinas ni pararle los pies a los facinerosos. Y no digo que los aficionados a la fiesta lo sean, entiéndase bien. Sí digo que a ellos no les preocupa en absoluto la libertad del toro. 
En cuanto a que Catalunya -y sólo Catalunya- tiene interés en destruir los símbolos patrios es falso. El día en que se vetaban los toros en la Plaza de S. Jaume, había grupos que lo celebraban con champán en la madrileña Puerta del Sol. No eran catalanes infiltrados. Existe una sensibilidad creciente contra el sufrimiento de los animales sin causa ni motivo. Este movimiento ya no lo para nadie. Habrá protestas y resistencias mil, pero acabará triunfando. Basta comprobar el progreso  experimentado en los últimos diez años.  
¿La tauromaquia es una tradición española? Sí. Ahora bien, hay tradiciones buenas y menos buenas. El “siempre se ha hecho así” es un argumento muy exiguo y de una enorme mediocridad. Por lo demás, la prohibición no afecta a las fiestas en que toros y vaquillas corretean por el ruedo. Es verdad que no se libran de numerosas gamberradas, aunque tampoco terminan siendo sacrificados y acribillados con dolorosas banderillas. Los toros de S. Fermín quizás puedan seguir trotando por la estafeta y las poblaciones que se divierten con las embestidas de las bestias probablemente seguirán con el rito. El hecho se presta a la discusión y a la inconformidad. De todos modos, lo que sí debe ser desterrado sin vacilar es la sangre, la espada y la muerte. Me parece muy razonable.
Había expresado en mi anterior escrito mi propósito de comentar las lecturas que hice junto al mar, en un montículo y bajo un firmamento que sólo en el descampado se hace tan visible. Pero no quería pasar por alto el tema tratado. Otra vez será.