El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 8 de enero de 2011

Atrás quedaron las fiestas

Algún mecanismo ancestral lleva al ser humano a sentirse incómodo cuando nada, por un momento, en el lago del bienestar y la ventura. Dicen que la fe cristiana tiene que ver con el asunto. No es el momento de dilucidarlo. Luego está la educación progresista de la que se empaparon muchos de quienes allá por los años 60 lucían una poderosa mata de pelo y las arrugas todavía no habían surcado sus rostros.  
La educación progresista y otros ataques que apuntan al mismo flanco dicen detestar el consumismo indecente, el derroche obsceno de una sociedad que exhibe su opulencia frente a los harapos de los pobres. Y lamenta numerosas noticias sangrantes: largas filas de exiliados huyendo de la guerra, colectivos perseguidos por su fe o por su ideología, seres humanos ajusticiados y apedreados por motivos desproporcionados… 
Con todo lo cual se opaca la felicidad que uno desearía gozar en las fiestas de Navidad y año nuevo. No faltará quien argumente que son de mal gusto. Que resulta incluso antiestético sentarse a la mesa frente a un plato desbordante de marisco o regalar juguetes innecesarios y excesivos a los pequeños.  
Tal vez sea éste el motivo por el se escucha la exclamación: ¡Qué ganas tengo de que pase la Navidad! Quien así dice encuentra estos días melancólicos, llenos de una indefinida incomodidad. Le agobian las músicas blandas de los villancicos y los lazos de colores que exhiben los paquetes.  
No vamos a negarles su parte de razón. Y de ahí que en esta época a más de uno se le suba el rubor a las mejillas y opine que la Navidad sirve para desgranar las vergüenzas del mundo rico. Aparte de que tanto lacito de colores tiene mucho de cursi, como el gorrito de Papá Noel que estos días se multiplica por tiendas y almacenes. Como los angelitos vaporosos que de pronto conquistan el medio. Como los versos de los niños subidos a la silla, y algunas veladas que exigen cumplir el expediente.
Una porción de falsa progresía
Pero también existe una porción de falsa progresía en tales sentimientos y percepciones. Quien no recuerda el hambre de los pobres a lo largo del año de pronto tuerce el ademán y desembucha todas las protestas. En los días navideños, sí, a fin de que al prójimo se le atraganten las angulas o se le indigeste el turrón.
No es de recibo la falsa y rancia moralina de fraternidad universal por un día, ni las sonrisas acarameladas que, al poco tiempo, se transformarán en muecas. Pero existe una pseudo-progresía -no lo duden, las evidencias son claras- que necesita manifestarse caminando con las manos en los bolsillos y maldiciendo de todo.
Los autodenominados progresistas andan convencidos de que otorga categoría exhibir un talante de indiferencia ante las navidades, al tiempo que echan pestes contra los villancicos. Consideran forzoso abominar del folklore que encierra el pesebre y del menú típico de la época.
Cierto que el mundo anda un tanto a la deriva y necesita una fuerte dosis de solidaridad. Pero tampoco podemos cargar con el sufrimiento del planeta sobre las espaldas. También el gozo, la alegría y la ilusión forman parte del patrimonio humano del que no cabe prescindir. Y la Navidad es una buena época para sentirse bien.
Sí, para sentirse bien, aunque sea por motivos nimios: por la mesa engalanada, por el plato típico cuyo olor se expande por todas las estancias, por el protagonismo de los pequeños que en estos días todavía sube más grados, por las visitas que un día al año asoman la nariz y atraviesan la puerta de la casa.
La verdad sea dicha: hasta los laicistas más recalcitrantes se sorprenden a sí mismos cantando villancicos. Y cierran un ojo ante la enorme contradicción de montar un pesebre cuando ellos dicen estar a kilómetros luz de las ideas y sentimientos religiosos. Lo dicen a voz en grito, tal vez para que el interlocutor no oiga el ronroneo de una vocecita interior disconforme con las contundentes y retumbantes declaraciones.
Quizás sea verdad
Quizás sea verdad. La Navidad podría ser una trampa, las lucecitas de la calle, una mentira. Las sonrisas, maquillaje de un día. Terminadas las fiestas se regresa a las cosas importantes: el precio de la gasolina, el alza de la factura energética. Escuchamos acerca de las ganancias de los bancos, no obstante la crisis y las subvenciones recibidas y sabemos de las nuevas medidas -contradictorias, vacilantes, inútiles- que ha tomado el gobierno.
Puede que sea verdad, seguramente lo es. Pero en este planeta azul que nos cobija se hace necesario romper el ritmo cansino de cada día con la fiesta. El ambiente entrañable de la Navidad es un buen momento para quebrarlo.
Y tampoco vale generalizar: hay un tanto por ciento de ciudadanos que celebra con gozo auténtico el nacimiento de Jesús de Nazaret. El niño que ha desvelado las mayores esperanzas de la humanidad. El niño que dividió la historia entre el antes y el después. La Palabra que nos indica el Camino, la Verdad y la Vida.
Navidad, en efecto, no se agota en las anécdotas del pesebre, en las lucecitas que guiñan el ojo desde los escaparates, ni en la mesa desbordante. Es mucho más categoría, que anécdota. Es más misterio que folklore. Es la mejor noticia que la humanidad haya recibido.

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