El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

viernes, 18 de febrero de 2011

El espectáculo de la vanidad

Resulta un espectáculo entretenido el de explorar la vanidad de los seres humanos. Por de pronto es constatable a cada paso aquello de que cada uno presume de lo que puede. Y así uno ostenta su talento, el otro se pavonea de su cabellera y el de más allá pone a la vista los bíceps bien torneados. Se encuentra sin dificultad a quien hace gala de habilidad para sustraer dinero al fisco y -con más aprietos- quien reconoce con sano orgullo que paga todas sus deudas.
Todo el mundo encuentra algún motivo para alimentar su vanidad. El adolescente ante los ojos de sus compinches se jacta de hacer brincar su moto. El señor con bigote alardea de que, aunque en plano muy general, salió en una película ejerciendo de extra. El oscuro funcionario blande su colección de cajas de cerillas asegurando que nadie puede hacerle la competencia.  
Cuando a uno no se le ocurre ningún motivo personal para ejercer de presuntuoso, siempre podrá recurrir a alguna gloria colectiva. Sus antepasados fueron marqueses, o nació en el mismo pueblo que un famoso futbolista, o pertenece a una Orden religiosa de estricta observancia, o es pariente lejano de alguien que estuvo a punto de ganar un premio literario.   
La vanidad es una enfermedad para la cual no se ha encontrado vacuna todavía. Es vanidoso el futbolista que al meter un gol se golpea el pecho cual renacido Tarzán, indicando con tales aspavientos que nadie puede comparársele. Peca de vanidad el predicador que fustiga tal vicio, pues que también ensaya el gesto y engola la voz en el momento culminante del discurso. No es inmune a la vanidad el humorista que se dispone a dibujar una viñeta. Su mente ya adelanta los parabienes que recibirá por tan feliz ocurrencia. Y quien esto escribe no quiere eximirse de pagar el tributo que corresponda.
De todos modos hay grados que marcan diferencias entre los diversos tipos de presunción. No es lo mismo vanagloriarse de dar un millón de Euros a una Fundación benéfica que engreírse sobre la pasarela exhibiendo unas formidables delanteras. No es lo mismo, presumir de saber tocar las maracas que de poseer el saber de un gran director de orquesta. Si, como se ha dicho, los vicios y las virtudes son simétricos, entonces ufanarse de saber silbar con clase adquiere idéntica importancia -en el plano de la moral- a la de humillarse por carecer de tal habilidad.
Individuos enrevesados y retorcidos
En el asunto de la vanidad y su antónima la humildad se ocasionan embrollos mayúsculos. Hay quien confiesa ser el mayor pecador del mundo. La película sobre Sor Juana Inés, por ejemplo, se titula: Yo, la peor de todas. ¡Qué arrogancia! Tal vez suceda que quien se confiesa el mayor  pecador del mundo apunta a los réditos que le producirá tal declaración: así aumentará su fama de individuo humilde. A veces el desmadre se refleja en frases espontáneas como la de aquel que dijo: ¡a mí a humilde no me gana nadie!
El Sr. Obispo ruega por su persona en un momento dado de la Eucaristía confesándose indigno siervo. Debe tratarse de un cálculo inexacto, pues que este mismo Sr. Obispo monta en cólera descomunal cuando un párroco de su Diócesis le arroja a la cara su indignidad. ¿Y qué me dicen de quien se muestra humilde para que un día, aunque difunto, pueda recibir los elogios de los fieles cristianos gracias a sus virtudes heroicas?
Los hay, retorcidos ellos, que son vanidosos por defecto. No están donde debieran para que así surja la conversación mentando su ausencia. El día de su cumpleaños desaparecen y cuando hay una convocatoria importante en la que nadie puede faltar, ellos no se dan por enterados. Usan su ausencia como recurso para hacerse presentes. Ya que no levantarían ningún comentario de cuerpo presente, lo provocan de cuerpo ausente. Una estrategia retorcida que les permite presumir de humildad al mismo tiempo que mendigan reconocimiento. 
Puestos a embrollar las cosas, respondan a este interrogante: ¿Es más humilde quien vive en el anonimato, pasando desapercibido y en la penumbra o quien se finge orgulloso a fin de que le critiquen y así vivir realmente la humildad? ¡Buen rompecabezas! 
La vanidad constituye una mina de materia prima inacabable para elaborar refranes mil y abundar en frases irónicas. A alguien se le ha ocurrido que resultaría un negocio fabuloso si fuera factible hacer con las personas lo que hacen ciertos comerciantes avispados con algunos artículos de consumo. ¿Qué les parece si pudiera comprarse a un individuo por lo que vale de verdad y venderlo luego por lo que él imagina que vale?
Me parece muy sagaz la ocurrencia de Gustave Droz: el vanidoso es como un gallo imaginando que el sol sale para oírlo cantar. Y para quienes no cumplen lo que ya Jesucristo predicó acerca de que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, formula J. Chardonne: el pobre a quien damos limosna debería muchas veces darle las gracias a los que nos están mirando.

No hay comentarios: