El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 8 de febrero de 2011

Ministerios para el pueblo fiel

En mis años de profesor de teología -y fueron más de 30- leí a muchos autores. Tres nombres  sobresalen por encima de los demás: González Faus, José M. Castillo y Hans Küng. Otros muchos, sin embargo, me aportaron ideas y me aguijonearon en el camino: Josep Vives, K. Rahner,  L. Boff…
Gracias a la era digital me he topado, sin esperarlo, con el blog de González Faus y Castillo. Resulta tonificante constatar cómo trasladan en unos pocos párrafos la quintaesencia de sus gruesos libros. Prescinden, claro está, del aparato bibliográfico y de elementos secundarios para hacer frente a lo que resulta nuclear. Ahorran largos rodeos por los fiordos de la teología a los que tan aficionados son algunos autores. Evitan conceptos complejos y vocablos excesivamente técnicos. Cumplen a la perfección la máxima de Ortega y Gasset : la claridad es la cortesía del filósofo.
El tema de los ministerios
Uno de los temas recurrentes de José M. Castillo es el de los ministerios. En una época en que las vocaciones para los mismos escasean de modo alarmante, algunas de sus ideas cobran una notoria actualidad. La vocación presbiteral goza de exiguos pretendientes, aun cuando los miembros de este colectivo son de los pocos a los que no concierne el problema del paro.
En Estados Unidos y en Europa las vocaciones siguen menguando. Iglesias convertidas en museos, horarios de misas que se encogen, sacerdotes que atienden a varias parroquias… Por si fuera poco, los presbíteros han alcanzado una edad media preocupante. Lo cual conlleva impedimentos varios a la hora de movilizarse, como también a la hora de comunicarse con los más jóvenes. Y es que las ideas no raramente corren a la par con la edad biológica o, en todo caso, se expresan con palabras y acentos diversos según los años acumulados. Es sabido, además, que la persona con muchos lustros a cuestas tiende a hacerse invisible para el joven.  
Las ideas del viejo teólogo que es José M. Castillo gozan de un armazón consistente. Los argumentos bíblicos, teológicos, especulativos e históricos se dan cita para sostener su construcción.
A propósito de los ministerios apela al Vaticano II: todos los fieles cristianos tienen el derecho de recibir de los sagrados pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos. (LG 37, 1). Pues se da el caso de que este derecho se quebranta una y otra vez. A lo largo de la geografía de América Latina y de África numerosos núcleos de población no pueden celebrar la Eucaristía. Echan de menos un sacerdote para ungir a los enfermos, para explicar el Evangelio, para organizar la ayuda a los necesitados.
Se pregunta entonces Castillo si la jerarquía eclesiástica no debería atender a este derecho, mucho antes que imponer condiciones no esenciales para ejercer el ministerio sacerdotal. El derecho es inherente a la condición misma de cristiano. Frustrarlo implica una enorme responsabilidad. En cambio son mudables y secundarias las condiciones para acceder al sacerdocio en comparación con el derecho aludido. ¿Se trata de un abuso de poder o de una persistente miopía?
No, no es que aligerando los años de estudio y dispensando el celibato los jóvenes acudan en tropel a recibir la unción del sacerdocio. Pero seguramente a alguno de ellos se le facilitaría el camino.   
De antemano escucho una respuesta que hace las veces de objeción: cuando los jóvenes no responden a la llamada, nada puede hacer el Papa ni los obispos. Tal respuesta no pasa de ser una escapatoria que rehúye enfrentar el asunto porque la jerarquía eclesial tiene la capacidad de modificar las circunstancias y condiciones de acceso al sacerdocio.
Los peligros de “la llamada de Dios”
También urge pasar de la idea de llamada de Dios a la de llamada de la comunidad. Durante más de mil años la Iglesia desconfió en principio de quienes alegaban tener una llamada de Dios para el ministerio. Prefería elegir para el mismo a quienes se resistían a ser ordenados. Los fieles cristianos de la comunidad eran quienes discernían y elegían a las personas adecuadas para ejercer el ministerio y presidir la comunidad. Sobre este punto existe una prolija documentación.
Posteriormente, sin embargo, se olvidó la llamada de la comunidad y se puso todo el acento en la llamada de Dios. Una llamada que puede ser ilusoria o interesada dado que el ser humano se desliza por recovecos y complejidades y su inconsciente muy laborioso.
El hecho es que la idea acerca del sacerdocio cambió en el segundo milenio. Mientras que en el primero constituía una responsabilidad y una pesada carga ser presbítero u obispo, en el segundo se infiltró la sutil tentación de buscar un beneficio a través de la ordenación. Tanto más cuanto más favorable a la clerecía resultaba el ambiente social. Todavía en el presente es innegable que en ocasiones algún candidato recurre a la ordenación con la aviesa intención de hacer carrera.  
La comunidad -los vecinos, la parroquia- conocen mejor que nadie las necesidades que tienen y reconocen a quien de entre ellos reúne las condiciones exigidas para servirla. El modelo de organización de la Iglesia ha variado. Y según numerosos teólogos, no precisamente para bien, ni atendiendo a los mejores argumentos de la Tradición. 
Por otra parte, parece lógico pensar que quien ha sido elegido de entre la comunidad se mostrará cercano a sus miembros y no cobijará ideas extravagantes sobre el ministerio. Las posibilidades de que ejerza su tarea en un clima afable y altruista serán numéricamente mayores que las de que se convierta en un individuo excéntrico, con raras obsesiones o afectado por alguna psicopatía. 
¿Por qué pues rechazar un modo de actuar arraigado ya en la Iglesia del primer milenio y que ofrece tan numerosas ventajas? Pues los elegidos de este modo no deberían necesariamente pasar años y más años en un Centro de Estudios eclesiásticos ni ser obligados al celibato. Tal vez haya que buscar la causa de la negativa en que no se otorga confianza al candidato que no ha pasado largos años en el Seminario. O haya que buscarla en el recelo que levanta un hombre casado y con menos dependencias económicas de la Institución. Por no hablar ya de los temores respecto de la mujer.
¿Por qué albergar tantos miedos? En todo caso debiera preocupar más el derecho quebrantado de los cristianos sin Eucaristía. Y el desprestigio de la Iglesia que progresivamente va saboreando más y más una penosa y dolorosa soledad.
Postscriptum:
a) hace pocos días ha saltado a la prensa una carta que yacía en un oscuro archivo. Testifica que en el año 1970 varios teólogos alemanes de peso, entre ellos J. Ratzinger, actual Papa, propugnaron un cambio en la norma del celibato. El profesor Ratzinger contaba 42 años. Tendrá sus explicaciones, pero no deja de sorprender cómo los cargos redondean y domestican las aristas de las ideas.  
b) ayer mismo otra noticia relacionada con el tema: 144 teólogos de habla alemana firmaron un manifiesto en el que se muestran partidarios de importantes reformas en la Iglesia. Entre las cuales la supresión del celibato, la ordenación de la mujer y la elección de obispos y párrocos por el pueblo fiel. Se trata de una noticia de envergadura. ¿Serán escuchados?

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