El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 7 de mayo de 2011

A propósito de una boda real

El presente post ha superado ampliamente el momento de su publicación. Ha quedado obsoleto de acuerdo a las exigencias de la noticia. Alega como excusa que en los criterios de su autor una boda real no es tan importante como para alterar el calendario del blog. Y, por supuesto, que no interesa la noticia, ni siquiera el comentario, sino la tercera o la cuarta dimensión del acontecimiento. Al grano.
Existe en el entorno europeo una fina sensibilidad para la democracia. Sin embargo, los príncipes relevan a los reyes, al margen de toda participación ciudadana, y el gesto encuentra mucha gente dispuesta al aplauso. En otros contextos y situaciones -piensen en los hijos de los dictadores- el personal bulliría de indignación y las protestas resonarían en todas las esquinas de la política internacional.
Se casa un príncipe con una princesa y millones de personas permanecen embelesadas ante el televisor. Admiran el vestido de la novia, la belleza de la catedral -de Westminster, en el caso que nos ocupa-, los cánticos del coro, los estrafalarios sombreros de las señoras invitadas al acto. Disfrutan ante el espectáculo de los caballos tirando la carroza y los protagonistas saludando al público.
El personal prefiere entretenerse con el espectáculo antes que reflexionar acerca del sentido de la institución monárquica en pleno siglo XXI. Por un día olvidan que las calles repletas de gente que aclama a los novios hace muy poco reventaban de protestas por los recortes de los servicios médicos, de la educación y de otros renglones del presupuesto.
Todo muy irracional. Pero soy consciente de que hay asuntos en la vida que traspasan las fronteras de la razón. Lo comprendo porque también hay muchos miles de personas -entre los que me cuento- cuyo sueño es más dulce cuando el Barça gana el partido. De ahí que no me indigne contra los televidentes que se pasaron unas horas contemplando el cuento de hadas de la boda real. Aunque existe una diferencia notable: a nadie se le obliga ser del Barça, mientras que a determinados ciudadanos no les queda más remedio que rascarse el bolsillo para sufragar los cuantiosos gastos de los reyes.   
Hay factores que en algo explican la irracionalidad de la gente aclamando a los reyes en la calle o derramando una lágrima frente a la tele. En el interior de cada persona palpita un cuento de hadas. Ya pueden arreciar las críticas al gobierno en tiempos de crisis, ya pueden preguntarse los sesudos columnistas por el sentido de una institución caduca, ya pueden izarse las banderas republicanas… El hechizo del cuento de hadas pulveriza cuantos argumentos le salen al paso. 
Me da por pensar que, en el fondo, toda la pompa y boato de los príncipes casaderos se origina en el inconsciente. El ciudadano anónimo por un momento desea o envidia vivir como un príncipe/princesa. Imagina ser el protagonista de la ceremonia. Como en los cuentos infantiles el lector vive por ósmosis la aventura del protagonista del cuento. Lo mismo vuela, que se casa con una pareja adorable o tiene a sus órdenes a todos los conejos del Reino. Dejémosle, pues, que se libere del cepo de la rutina mientras no haga mal a nadie.   
En el caso británico resulta, además, que si la novia es una plebeya venida a más por la elección del príncipe, la realidad se acerca a la fantasía. Refuerza el conjunto el hecho de que años atrás, en Inglaterra, una princesa mítica también besó en la boca al hijo de la Reina frente a las multitudes hechizadas. Más tarde derramaría lágrimas por la traición del esposo. La gente la admiró por su belleza y generosidad. Esta princesa que murió en circunstancias oscuras y en plena juventud, es la madre del novio que será Rey un día. Perfecto coctel de amor, traición y tragedia.
En las esquinas de la mítica habitan princesas rotas, princesas surgidas de la plebe y príncipes deseosos de metamorfearse en reyes. Éstos llevan el pecho repleto de medallas, aquellas visten vestidos vaporosos. El mito, la fantasía, el deseo de un protagonismo imaginario habita el espectáculo de la boda real y aguijonea a la gente a invadir la calle para aclamar la proyección quimérica de sus propios sueños. 
El magnetismo funciona a pesar de las ideas de cada cual, de los partidos republicanos, de los chistes en los bares y los comentarios mordaces de los columnistas. Las bodas reales, precisamente porque recurren a un aparato excesivo y barroco, adquieren  mayor atractivo. El espectáculo del exceso otorga un plus de magia a la vida gris del ciudadano anónimo.

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