El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La experiencia del duelo


Noviembre se asocia a la memoria de los difuntos en el ámbito cristiano. No estarán, pues, fuera de lugar unas consideraciones sobre el duelo. Un tema que, como el de la muerte, se va arrinconando porque la pauta tácita exige actuar como si aquí no hubiera pasado nada. Un tema que, por supuesto, va muchísimo más allá del vestido negro de marras.

Declaro de antemano no poseer ningún conocimiento especial acerca de este asunto. Simplemente me propongo amalgamar algunas experiencias que me ha tocado vivir, sobre todo en el desarrollo del ministerio. Y me ayudaré también -una vez digerida la enseñanza- de las consideraciones de los expertos. 

El vocablo duelo, si nos retrotraemos a su etimología de procedencia griega, significa combate entre dos. Se me antoja bien elegida la palabra, pues en efecto se desarrolla un combate entre dos. Por una parte preciso es desvincularse del sujeto irremediablemente perdido. Imposible llevarlo a cuestas, aunque sea metafóricamente. Por la otra la impresión positiva cuya huella deja el difunto en las amistades y allegados debe ser incorporada a la personalidad de quien le sobrevive, formar parte de su identidad.    

El duelo cumple una función de carácter psíquico. Aligera la mente de los recuerdos asociados a quien desapareció del mundo de los vivos a fin de poder caminar sin agobios. Pero, a la vez, los incorpora -ya como destilados- a su propia identidad con el fin de que no se pierda lo mejor de la amistad, la cercanía y la intimidad vividas conjuntamente.   

La variedad del duelo
Es sabido que los rituales y ceremonias del duelo adquieren diversos aspectos según lugares y culturas. En la actualidad las opiniones acerca de cómo llevarlo a cabo se han vuelto muy elásticas. Quien considera una obligación sacrosanta organizar un velorio en torno al finado, quien decide obviarlo juntamente con todos los ritos anejos: visitar la tumba, celebrar exequias, vestir determinadas prendas…

Las discrepancias no son menores a la hora de decidir si los niños deben contemplar la figura del difunto o resulta más favorable para su vida emocional escamotearles la estampa.  

He asistido a escenas que personalmente considero fuera de lugar. Me ha sucedido al entrar en contacto con grupos evangélicos de Puerto Rico. Venía a decir el predicador, o el feligrés más osado, con mímica categórica –digno de exhibir en momento más oportuno- que usted no debe entristecerse, sino más bien alegrarse. Su ser querido está gozando con Cristo. Hay que cantar y reír. Y le reprendía por su tristeza. 

No, no es aconsejable forzar tales situaciones. La esperanza en el más allá, la confianza en la felicidad del difunto no impide una real tristeza por su partida del mundo de los vivos. Disimularlo o hacer como si no fuera así, lo único que consigue es violentar los sentimientos o sencillamente caer de bruces en la hipocresía. 

Otro momento que requiere el mayor tacto es el que se produce al dirigir unas palabras a los allegados. Importa acompañar y consolar con la presencia física. Un cálido apretón de manos o un abrazo sincero resultará más apropiado que cualquier discurso. En los momentos trascendentales, como el de la muerte, las palabras suenan  a hueco más que nunca. Si el acompañante no dice nada, o dice muy poco, probablemente se lo agradecerán.   

Duelo normal y duelo patológico
Bueno será animar a la persona en duelo los primeros días posteriores a la muerte para que no se deprima. Debe descansar, comer, tratar de normalizar su vida. En ocasiones el dolor conduce a reacciones y actitudes extrañas o dañinas, tales como recurrir al alcohol, al tabaco o a los ansiolíticos de forma compulsiva. 

En cambio no parece haber motivo para impedir que el afectado por la muerte de un ser querido recuerde a quien se fue. Que llore también cuanto desee. Resultaría muy inoportuno, por otra parte, que en tales circunstancias a alguien se le ocurriera reprender o adoptar un discurso magisterial.  

En ocasiones el duelo puede adquirir -según he escuchado de bocas expertas- rasgos patológicos. En un extremo hay a quien le da por negar la realidad. Aquí no ha pasado nada. En el otro los hay quienes -profundamente afectados por el acontecimiento-  muestran síntomas preocupantes en su comportamiento: ritos, pensamientos y discursos extraños. Puede adueñarse de ellos, en casos graves, el delirio místico o quizás el deseo de vivir en el cementerio, de no querer descansar...

Entre los imponderables que pueden acontecer en las situaciones que nos ocupan está el hecho de que el cuerpo del fallecido no aparezca. En tal caso no es raro que el duelo se prolongue indefinidamente. ¿No sucede algo, por ejemplo, así en los miles de personas que perdieron algún familiar durante la dictadura argentina? Tienen a quien llorar y despedir, pero no saben dónde llorar ni donde rezar, pues que desearían hacerlo frente al cuerpo del finado. 

El duelo es un proceso por el que hay que pasar. El sobreviviente debe hacer frente a la vida sin angustias ni agobios excesivos. De ahí la necesidad de desvincularse de quien se fue. Sin embargo, es muy justo que la relación establecida a lo largo de años, quizás de contenido muy cordial, sea incorporada a la propia personalidad. Tal es el objetivo que persigue el duelo y de esta manera consigue los beneficios que le son propios. 

No hay comentarios: