El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 28 de enero de 2011

Un film religioso en tiempos de secularización


Nada que ver con un film de suspense, ni con trepidantes carreras de coches, ni con el mundo inquieto de las hormonas adolescentes. Seguro que no provocará largas colas en la taquilla. Se trata de una película reposada, de talante intimista, en cierto modo un documental. Logra fotografiar los sentimientos profundos de unos hombres atrapados entre el afecto a unas gentes amistosas a las que ayudan y las amenazas de muerte que respiran unos terroristas islamitas. Deciden ser fieles a las personas que les rodean, lo cual equivale a mantenerse fieles al Dios a quien han entregado su vida.
La película ha sido premiada en el famoso festival de Cannes y muy bien tratada por la crítica. Ello no deja de sorprender cuando el clima social -y más el ambiente que rodea al mundo del cine- prefiere el glamour a la profundidad, el esparcimiento al compromiso y la apariencia a la sencillez. Sorprende un tal éxito cuando los interiores apenas se vislumbran en la penumbra y el canto gregoriano hace las veces de un leit motiv.
Por otra parte, nada hay de deslumbrante en los protagonistas. Se trata de hombres maduros, algunos de edad provecta. Sólo la densidad de los sentimientos y de las convicciones logran captar  la atención del espectador. Al cual quizás una lágrima furtiva le escapa en la butaca.
Sucesos y protagonistas
De dioses y hombres, que así se llama la obra que nos ocupa, reproduce los meses previos al secuestro y asesinato de siete monjes cistercienses. Un lamentabilísimo suceso perpetrado por integristas islamitas en Argelia el año 1966.
Los monjes ayudaban con la mayor delicadeza a los sencillos pobladores que habitan en los alrededores. Escuchan las confidencias de una joven, curan a los enfermos que acuden a la consulta. La fe musulmana de la gente sencilla no representa para ellos motivo alguno de ojeriza. Incluso integran en el saludo las expresiones típicas de la fe ajena.  
De pronto irrumpen en la sociedad individuos fundamentalistas armados hasta los dientes, toscos, con vocación asesina. Los atentados y homicidios cada vez rondan más cerca del monasterio. Los políticos les recomiendan el regreso a Francia. Entre ellos mismos surgen miedos y vacilaciones. ¿Tendrá alguna utilidad morir en aquellos parajes anónimos? Ellos quisieron ser monjes, pero no entraba en sus planes padecer el martirio.
Ahí es donde el Director desciende hasta las últimas profundidades del ser humano y explora los matizados sentimientos de fortaleza, duda y temor que respiran los monjes. El espectador se halla frente a una gran densidad de emociones. Desfilan ante sus ojos la vida y las dudas de unos seres humanos en el momento de encarar la muerte violenta. Cuando las caretas dejan de tener utilidad alguna.
Monjes sin pretensiones de héroes, de una convivencia modélica, de una fe consolidada a base de oración, trabajo y liturgia. Unos son débiles, aunque logran superar sus dudas. Otros hacen gala de un sentido común sin fisuras y hay quien confía, sin más complicaciones, en el Dios de Jesús. 
Hay escenas dignas de una obra maestra. Sobresale la del brindis con vino cuando la intuición de que los van a asesinar deambula entre ellos. Desfilan los rostros sonrientes ante la cámara, pero los rasgos físicos no son sino una excusa para fotografiar el gozo, la serenidad y la fe profunda que anidan en sus almas. El Lago de los cisnes suena como música de fondo. La agilidad y la belleza de la música se acoplan bien con la conmoción profunda de los protagonistas. 
Gran valor emotivo contienen las imágenes finales cuando la voz en off de los monjes se sobrepone a las cruces erguidas sobre la campiña nevada. En otra escena, con la respiración contenida, se visualiza la niebla y la blancura del paisaje que pisan los monjes caminando en fila hacia el lugar de la ejecución.     
La moral de un film no moralista
El film no parece tener intención moralista, aun cuando numerosas enseñanzas morales se desprenden de él. Por ejemplo:
  • Cuando se dan cita sentimientos y emociones de una enorme densidad, siempre habrá quien sienta remover sus entresijos, independientemente de sus creencias. A la postre la secularización, que arrasa con tantos hábitos y principios, no consigue corroer lo que de más auténtico cobija el corazón humano.   
  • No hay en el film hechos extraordinarios si por ello se entiende milagros o gestas brillantes. Pero, bajo el manto de la sencillez y la austeridad, ocurre el milagro de que los débiles se contagian de la firmeza de los fuertes. Y acontece la maravilla de que los primeros acaban superando el miedo y la duda.
  • No es admisible escuchar, sin mayores distingos, que la fe ocasiona divisiones y guerras. Las ha ocasionado y quizás siga provocándolas. Pero tales hechos son subproductos de la fe. Resultaría intolerable afirmar que el amor es causa de crímenes pasionales, infidelidades, suicidios… por lo cual hay que condenarlo y eliminarlo de raíz. Estas consecuencias son subproductos del amor. Aplíquese el tema a la religión, o más bien a la fe.  
  • Existen musulmanes desubicados, integristas y violentos. Junto a esta evidencia es preciso no pasarpor alto que existen musulmanes sencillos, amistosos y pacíficos. Absténganse de juicios globales que condenan sin distinción.

    martes, 18 de enero de 2011

    Dios, un invento de los curas

    Es sabido que en la época de internet, los blogs y los diarios digitales emiten información a ritmo incansable. Los cerebros de los internautas la reciben como terreno mojado sobre el que llueve con persistencia. Tan es así que, en un principio, el lector apenas reacciona a los estímulos. Luego, al paso del tiempo regurgita, por así decir, algunos párrafos o ideas sorbidos previamente en la pantalla. Pero ya la web regresó al ciberespacio y la memoria le perdió el rastro a la dirección.
    Exactamente eso es lo que le pasó a quien escribe estas líneas. Ignora quien firmaba la información ni en qué página se alojaba. Mientras leía el artículo de marras no se inmutó ni conmovió, pero al cabo de poco tiempo le golpearon por dentro los datos de una encuesta.
    Garrafal incultura
    No era para menos. Resulta que un tercio de la juventud actual en España piensa que Dios es un invento de la Iglesia y/o de los curas. Con lo cual uno se queda de piedra. Porque si no se pone en duda la sinceridad de los jóvenes, la cual enarbolan como una de sus máximas virtudes, hay que abominar de su nivel cultural.
    El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob del que habla la Biblia, y que tanto impactó a Pascal, es un invento de los curas. ¡Casi dos milenios antes de que los curas existiesen! Así lo cree un numerosísimo colectivo de jóvenes. El Dios de los musulmanes -espero que mi cuello se mantenga a buen recaudo- es un invento de la Iglesia católica. Y otro tanto el Dios del hinduismo (con una tradición de 5.000 años) y del sintoísmo. Y el de las religiones más primitivas como el animismo. Todos los dioses retoñan gracias a las artimañas tramadas por los curas. Seguramente para sacarle dinero al personal.
    La incultura avanza a pasos agigantados. La efervescencia de millones y millones de seres humanos que en la antigüedad y en el presente cobijan la inquietud del infinito y creen que el origen de cuanto existe tiene a Dios por Hacedor, han caído de bruces en la treta que prepararon los curas.
    Lamentabilísima la ignorancia y la tosquedad, por no apelar a la barbarie, de ese tercio de jóvenes españoles que atribuye a la Iglesia el invento -el artificio, el engaño- de la existencia de Dios. El Ministerio de Educación debería aplicar el estado de alarma o emergencia porque la cuestión deja de ser un asunto de creencias para convertirse en tema de elementalísima cultura. Materia de enciclopedias y bibliotecas.
    ¿Increencia o estulticia?
    La noticia me genera una duda y una inquietud. Este tanto por ciento ¿hay que clasificarlo como increyentes o como meros incultos? ¿O como incultos increyentes? ¿O como increyentes incultos? ¿O las dos cosas a la vez? Pues el despropósito no se confunde con la falta de fe. Ni la estulticia se equipara a la increencia.
    Quizás no haya que escribir hoy día un libro como el que se publicó años atrás titulado “España, país de misión”. Habrá que escribir otro cuyo título aluda a la incultura. De todos modos, es cierto que se abre un dilatadísimo campo para la misión. La evangelización tiene ante sí un vasto campo de trabajo. Porque estos mismos jóvenes, además de declararse agnósticos o ateos, consideran que la religión es un asunto sin la menor importancia, superstición de tiempos periclitados, tema superado por la ciencia.
    Con tales precedentes es más que comprensible que la Iglesia-Institución sea escasamente valorada. Tanto o menos que el estamento político, que ya es decir. A partir de ahí, lo de asistir a misa los domingos les suena ya a chino -y perdonen los tales- a muchos de estos jóvenes.
    Por supuesto, no están exentos de culpa en este terreno quienes viven una fe rutinaria y acartonada. Ni buena parte de la jerarquía que se muestra agresiva contra quien no comulga con sus ideas. Agresiva, reacia al diálogo y añorando los viejos tiempos en que desplegaba su autoridad sin trabas. No digiere que el Estado se declare aconfesional. Si bien es verdad que algunos medios de comunicación se ensañan con los defectos de la Iglesia y los magnifican. 
    Ahora bien, una cosa es señalar los defectos, los malos ejemplos de la Iglesia y otra declarar sin más que Dios es un invento de los curas. Que no todo cabe en el mismo saco. Lo dicho: la incultura campa por sus fueros. El tema religioso en el caso que nos ocupa no es, pues, asunto de increencia, sino de estulticia en primer lugar.

    sábado, 8 de enero de 2011

    Atrás quedaron las fiestas

    Algún mecanismo ancestral lleva al ser humano a sentirse incómodo cuando nada, por un momento, en el lago del bienestar y la ventura. Dicen que la fe cristiana tiene que ver con el asunto. No es el momento de dilucidarlo. Luego está la educación progresista de la que se empaparon muchos de quienes allá por los años 60 lucían una poderosa mata de pelo y las arrugas todavía no habían surcado sus rostros.  
    La educación progresista y otros ataques que apuntan al mismo flanco dicen detestar el consumismo indecente, el derroche obsceno de una sociedad que exhibe su opulencia frente a los harapos de los pobres. Y lamenta numerosas noticias sangrantes: largas filas de exiliados huyendo de la guerra, colectivos perseguidos por su fe o por su ideología, seres humanos ajusticiados y apedreados por motivos desproporcionados… 
    Con todo lo cual se opaca la felicidad que uno desearía gozar en las fiestas de Navidad y año nuevo. No faltará quien argumente que son de mal gusto. Que resulta incluso antiestético sentarse a la mesa frente a un plato desbordante de marisco o regalar juguetes innecesarios y excesivos a los pequeños.  
    Tal vez sea éste el motivo por el se escucha la exclamación: ¡Qué ganas tengo de que pase la Navidad! Quien así dice encuentra estos días melancólicos, llenos de una indefinida incomodidad. Le agobian las músicas blandas de los villancicos y los lazos de colores que exhiben los paquetes.  
    No vamos a negarles su parte de razón. Y de ahí que en esta época a más de uno se le suba el rubor a las mejillas y opine que la Navidad sirve para desgranar las vergüenzas del mundo rico. Aparte de que tanto lacito de colores tiene mucho de cursi, como el gorrito de Papá Noel que estos días se multiplica por tiendas y almacenes. Como los angelitos vaporosos que de pronto conquistan el medio. Como los versos de los niños subidos a la silla, y algunas veladas que exigen cumplir el expediente.
    Una porción de falsa progresía
    Pero también existe una porción de falsa progresía en tales sentimientos y percepciones. Quien no recuerda el hambre de los pobres a lo largo del año de pronto tuerce el ademán y desembucha todas las protestas. En los días navideños, sí, a fin de que al prójimo se le atraganten las angulas o se le indigeste el turrón.
    No es de recibo la falsa y rancia moralina de fraternidad universal por un día, ni las sonrisas acarameladas que, al poco tiempo, se transformarán en muecas. Pero existe una pseudo-progresía -no lo duden, las evidencias son claras- que necesita manifestarse caminando con las manos en los bolsillos y maldiciendo de todo.
    Los autodenominados progresistas andan convencidos de que otorga categoría exhibir un talante de indiferencia ante las navidades, al tiempo que echan pestes contra los villancicos. Consideran forzoso abominar del folklore que encierra el pesebre y del menú típico de la época.
    Cierto que el mundo anda un tanto a la deriva y necesita una fuerte dosis de solidaridad. Pero tampoco podemos cargar con el sufrimiento del planeta sobre las espaldas. También el gozo, la alegría y la ilusión forman parte del patrimonio humano del que no cabe prescindir. Y la Navidad es una buena época para sentirse bien.
    Sí, para sentirse bien, aunque sea por motivos nimios: por la mesa engalanada, por el plato típico cuyo olor se expande por todas las estancias, por el protagonismo de los pequeños que en estos días todavía sube más grados, por las visitas que un día al año asoman la nariz y atraviesan la puerta de la casa.
    La verdad sea dicha: hasta los laicistas más recalcitrantes se sorprenden a sí mismos cantando villancicos. Y cierran un ojo ante la enorme contradicción de montar un pesebre cuando ellos dicen estar a kilómetros luz de las ideas y sentimientos religiosos. Lo dicen a voz en grito, tal vez para que el interlocutor no oiga el ronroneo de una vocecita interior disconforme con las contundentes y retumbantes declaraciones.
    Quizás sea verdad
    Quizás sea verdad. La Navidad podría ser una trampa, las lucecitas de la calle, una mentira. Las sonrisas, maquillaje de un día. Terminadas las fiestas se regresa a las cosas importantes: el precio de la gasolina, el alza de la factura energética. Escuchamos acerca de las ganancias de los bancos, no obstante la crisis y las subvenciones recibidas y sabemos de las nuevas medidas -contradictorias, vacilantes, inútiles- que ha tomado el gobierno.
    Puede que sea verdad, seguramente lo es. Pero en este planeta azul que nos cobija se hace necesario romper el ritmo cansino de cada día con la fiesta. El ambiente entrañable de la Navidad es un buen momento para quebrarlo.
    Y tampoco vale generalizar: hay un tanto por ciento de ciudadanos que celebra con gozo auténtico el nacimiento de Jesús de Nazaret. El niño que ha desvelado las mayores esperanzas de la humanidad. El niño que dividió la historia entre el antes y el después. La Palabra que nos indica el Camino, la Verdad y la Vida.
    Navidad, en efecto, no se agota en las anécdotas del pesebre, en las lucecitas que guiñan el ojo desde los escaparates, ni en la mesa desbordante. Es mucho más categoría, que anécdota. Es más misterio que folklore. Es la mejor noticia que la humanidad haya recibido.