El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 27 de junio de 2011

Creyente gracias a los ateos


Es conocida la boutade de Buñuel: soy ateo gracias a Dios. De vez en cuando me vienen ganas de darle la vuelta a la frase y formularla así: soy creyente gracias a los ateos. Y es que cuando se contempla el mundo que han creado muchos de los ideólogos ateos, uno desea distanciarse al máximo de tales fundamentos y proclamar su creencia en Dios. Si lo que saben producir los ateos son los campos de concentración nazis o los gulags soviéticos…

Cuando Dios desaparece del horizonte queda abonado el terreno para que florezca la idolatría. Los ídolos son construcciones humanas con pretensiones de sustituir a la divinidad. Tienen vocación totalitaria. Seducen el corazón y lo quieren todo para si. La idolatría tiene su mejor caldo de cultivo en el ámbito del poder, del dinero, del prestigio, de la ciencia.

Se dirá que nadie se arrodilla ante un billete de 500 € ni ante el Director del periódico que le saca en portada. Cierto. Sin embargo, su corazón está con el billete de banco y en sueños recorre las mencionadas columnas. Todo compromiso moral y altruista viene muy en segundo lugar, si es que existe. Y todas las energías se gastarán en el altar del dios dinero, del dios prestigio o del dios placer. Justamente lo que pretende el ídolo o falso dios: tomar posesión del corazón del hombre.

Para mí que el ser humano se halla abocado a elegir una y otra vez ante el dilema: Dios o los ídolos. Los primeros cristianos se declaraban ateos de los dioses de los romanos a la vez que proclamaban su fe en el Dios de Jesús. Cuando una persona cree en Dios puede permitirse el lujo de no creer en casi nada más. Bien entendido: no es que deje de confiar en sus semejantes, sino que deja de poner su confianza última en el dinero, el poder, el sexo, el prestigio o las meras fuerzas humanas. Se libera de los ídolos.

Un buen número de ateos sin duda que ha llegado a un tal posicionamiento al observar el comportamiento de quienes se declaran religiosos. ¡Se han elaborado tantas caricaturas de Dios! ¡Se ha enlodado tantas veces el nombre de Dios convirtiéndolo en tapadera de intereses personales! Con demasiada frecuencia se ha predicado una moral estrecha, unos comportamientos infantiles, unos dogmas de andar por casa. Frente a todo lo cual ha habido quienes se han revelado y negado a pasar por el aro.

Se comprende entonces que haya quien prefiera alejarse del concepto de Dios y rehúya su imagen. Lo que resulta menos comprensible es que se agarren al ateísmo para rechazar una caricatura de Dios. Me cuesta comprenderlo porque, como decía líneas atrás, en nombre del ateísmo se han construido mundos sórdidos, entornos repugnantes, conciencias rastreras. Lo lógico sería desechar la caricatura e ir a la búsqueda de la imagen original.

Pongo atención, al leer a personajes entrevistados por la prensa, para saber si se confiesan ateos, cristianos, religiosos… Por mi cuenta trato de deducir qué clase de ateísmo es el que sustentan y por qué han llegado hasta él. Pues hay ateísmos de muchas clases, tamaños y colores. Existen ateos que han profundizado con seriedad en su decisión. Los hay vulgares y mediocres que jamás se han planteado la alternativa.

Algunos han adoptado el ateísmo porque piensan que creer en Dios va en detrimento de su humanismo. De Lubac habló del “drama del ateísmo moderno”. Hay ateos frívolos y por  conveniencia. Unos carecen de papilas gustativas para la realidad de Dios. Otros andan demasiado ocupados en ser protagonistas las veinticuatro horas del día. Y, claro, quien no atisba el horizonte, no logrará observar el sendero que recorre. 

Si Jesús de Nazaret fuera entrevistado intuyo que recurriría a algunos de sus pensamientos favoritos: Felices los misericordiosos porque Dios tendrá misericordia de ellos. Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Se resistiría a describir a Dios porque, si el Espíritu no late en el corazón, de poco sirve la erudición.  

El núcleo de la fe
A este respecto, y alejándome un poquito del tema, confesaré que me asaltan dudas acerca de lo que hemos hecho con la fe. He dedicado la mayor parte de mi vida al estudio y la enseñanza de la teología. En más de una ocasión me pregunto si el cristianismo en general no habrá ido demasiado lejos a la hora de descifrar y elucubrar el contenido de la fe. En realidad todo debería ser mucho más sencillo.

Temo que hemos complicado en exceso la fe. Tenemos un extensísimo legado que parte del Antiguo y del Nuevo Testamento. Luego recogemos la herencia de los PP. Apostólicos, los Apologetas, el Tomismo, el Escotismo… Tampoco echamos a un lado las cavilaciones, reflexiones y elucubraciones de tantísimos teólogos: Karl Barth, Karl Rahner…

En el camino de la fe hemos luchado y dejado cadáveres numerosos en la cuneta. Unos pertenecen a las verdades del luteranismo, otros del Calvinismo, o del anglicanismo o del catolicismo. Hemos debatido acerca de si lo primero era la fe o las obras, si la transubstanciación o la transfinalización… Hemos porfiado a favor de la fe fiducial y en contra de la fe como afirmación de contenidos. O al revés.

Las sutiles, etéreas, livianas distinciones que el estudioso encuentra en su camino cuando trata de enterarse de lo que es la gracia o el pecado original son exageradas. Muchas de ellas no tienen la menor consecuencia práctica y se asientan en fundamentos escuálidos.   
A quien tiene como objetivo ordenarse de presbítero se le acumulan años y años de estudio que no raramente van cavando un foso entre el individuo y la sociedad. Quizás opacan incluso el originario sentido común religioso. No quisiera caer en el simplismo de quien carece de cultura y echa todo a rodar sin distinción. Pero sí desearía dejar muy clara la diferencia entre lo que constituye el núcleo de la fe y lo que -en todo caso- es su periferia.      

viernes, 17 de junio de 2011

Dar razón de la propia gestión



De vez en cuando me sorprendo revoloteando con el pensamiento acerca del goteo -imparable, al parecer- de las defecciones que afectan a los cristianos. Me preocupa el tema. El asunto es muy complejo y de nada serviría, a no ser para embrollar las cosas, recurrir a las simplificaciones. Dejemos éstas para los mítines y los ataques demagógicos al adversario. De poco sirven a la hora de buscar una respuesta a los hechos, los cuales hay que observar desde muy diversos ángulos.  
Las cifras de los que anualmente abandonan la Iglesia son imprecisas, aunque se dice que alarmantes. No vamos a precisar números. El hecho es que se trata de un goteo constante, sin pausa. Por lo general quienes desaparecen de la escena no meten mucho ruido. Tal como acontece con el cambio climático o la deforestación de nuestros bosques. 
Por supuesto que resultaría injusto cargar sobre las espaldas de los dirigentes eclesiásticos la responsabilidad de un tal descalabro. Pero nada injusto es que se les soliciten explicaciones de cuanto ocurre y de cómo gestionan la situación para detener la hemorragia. Puesto que la alta jerarquía es la que monopoliza las grandes decisiones en la Iglesia. 
Dar las explicaciones requeridas
En las Instituciones políticas o de negocios los dirigentes tienen que dar la cara periódicamente, según determinen los estatutos. Se les obliga a dar cuenta del estado de la nación o de la empresa. No sucede tal cosa en la Iglesia a nivel general, aunque sí sucede en las Órdenes y Congregaciones religiosas que cada cuatro o cada seis años eligen a un nuevo equipo dirigente. Los que terminan el período exponen su visión de las cosas y detallan el cómo de su gestión ante los representantes del Instituto. Normalmente esta rendición de cuentas adquiere el nombre de Capítulo. 
No hay tal en la marcha de la Iglesia. Los dirigentes se hallan exentos de dar explicaciones. Unos dirigentes que no se renuevan hasta que se jubilan, al contrario de lo que sucede en las mencionadas Congregaciones. No dicen aquello de que Dios y la historia juzgarán las acciones (del Papa o de los respectivos obispos), pero lo dan por supuesto. Dios y la Historia… ¿y por qué no los agentes de pastoral o los fieles o una representación de los mismos?
Porque es muy cierto que los eventuales errores, despropósitos y corrupciones salpican muy de cerca a quienes se ven obligados a dar la cara, pues que se tropiezan en la calle con los inconformes y disidentes. La alta jerarquía suele permanecer a buen recaudo en sus amplios habitáculos y por lo general no se desplaza en transporte público o por las calles mezclándose con los cristianos de a pie.  
Las murmuraciones -si es que no los insultos- llegan a los oídos de quienes comparten las aceras o cualquier sala de espera. A saber, los párrocos, los vicarios, los que no disponen de chófer ni de secretario, los cristianos a secas. Por lo cual parece de toda razón, justo y saludable, que se les den explicaciones de la gestión.  
Y, si no es mucho pedir, hasta se les podría invitar a quienes más directamente pagan las consecuencias, a que formularan preguntas y manifestaran ideas. Al fin y al cabo conocen bien el paño ya que andan donde se cocinan las dificultades, aparecen los escollos y amenazan los riesgos.
No sería justo, no, cargar en el haber de la alta jerarquía todos los yerros que empujan a muchos a salir de la Iglesia dando un portazo. Pero sería menos injusto que los sufridos y acosados agentes de pastoral obtuvieran el beneplácito del esclarecimiento de la situación. Por ejemplo, por qué unos temas emergen una y otra vez en las declaraciones episcopales mientras otros se cubren de sombras.  Por qué no se ha escuchado la voz de los obispos en un tema que ha levantado tanta polvareda como el de “los indignados” o “movimiento del 15-M”.   
Una comunidad de hermanos
Sólo las instituciones de lastre autoritario se consideran exoneradas de dar explicaciones de la gestión de sus dirigentes. Exigir la rendición de cuentas de las altas jerarquías no inferiría ofensa alguna a la naturaleza de la Iglesia. Porque si ésta no es democrática, mucho menos es antidemocrática. No es lo primero porque su naturaleza no depende del número de votos. Menos todavía es lo segundo. Una comunidad de hermanos que se quieren y respetan jamás puede regirse por pautas antidemocráticas.    
Por lo demás, alegar que la Iglesia es antidemocrática porque su naturaleza no tiene que ver con el frío conteo de los votos sería un despropósito. En los mejores momentos de la historia eclesial los fieles eran escuchados. Por ejemplo, a la hora de elegir al obispo o al líder de la comunidad parroquial.
Hay quienes tratan de limpiar la mala imagen de la Iglesia en la sociedad, puesta a la luz por las encuestas, buscando un chivo expiatorio. Tratan de elegir unas cuantas banderas de batalla como el aborto, el divorcio, la escuela católica y silenciar otros temas de no menor importancia, como la pobreza, la corrupción, las libertades… 
En un segundo momento se cohesiona un núcleo interno ideológicamente muy conservador, a la vez que se intercambian guiños con grupos políticos de ideología afín. Con tales maniobras artificiosas desaparece la crisis eclesial del horizonte y se elabora una agenda más favorable.  
Mi gran temor es que la Iglesia también sucumba a la privatización. Entonces el espacio intraeclesial se empobrecería. Hacia dentro la crítica encontraría serios impedimentos. Hacia afuera se lanzarían condenas contra quienes piensen de modo diverso. Con lo cual quizás se consiga alguna victoria a corto plazo, pero a mediano y largo término el fracaso resulta inevitable.     


lunes, 6 de junio de 2011

El antes y el después de "los indignados"


Tengo para mí que no se presta la debida atención al movimiento de los indignados o del 15-M. Sin embargo pienso que va a marcar un antes y un después. O quizás el antes y el después se dio con anterioridad cuando los políticos rescataron a los banqueros con cifras multimillonarias. Entonces quedó del todo patente lo que sospechábamos desde hacía tiempo. A saber, que la política se dedica a incensar, en actitud infamante, el altar del dios dinero. Quien manda son los banqueros, las finanzas, el mercado.
La reacción contundente que esperaban los ciudadanos ante el escándalo de los millones trasvasados a los banqueros no llegó a producirse. Más aún, éstos siguieron asignándose sueldos desvergonzados. Los políticos fueron acostumbrándose a la nueva situación. Dado que escaseaba el dinero trataron de solucionar el asunto recortando gastos en la sanidad, la educación, las pensiones, los funcionarios…
El común de la gente no quería eso y se irritó. Transcurrido un tiempo en el organismo social aparecieron unos sarpullidos visibles a lo largo y ancho del país. Eran los grupos que tomaron la calle: los indignados del 15-M. Gente que sufre en sus carnes el desempleo y contempla el despilfarro y la ostentación en su entorno. Saben de los sueldos de los asesores, si bien ignoran sus trabajos. Han escuchado historias relativas a las tarjetas de crédito en manos de los políticos, mientras se ausentan del parlamento. No desconocen la corrupción que corroe a los partidos. Entonces proclamaron a voz en grito el ardiente deseo de una democracia real y no meramente formal.
Los indignados no han llegado a propuestas precisas, pero saben muy bien lo que no quieren. Habría que escucharlos con mayor atención. No hay vuelta atrás. De una u otra manera el movimiento continuará. Será una piedra en el zapato de los políticos y un alarido en los oídos de los banqueros. Caso de no tenerlos en cuenta aumentará el griterío en la misma medida que el malestar vaya infectando todo el tejido social.
Ni siquiera se percibe la inquietud que expresaba “el Gatopardo” de Giuseppe Tommaso di Lampedusa: algo debe cambiar para que todo siga igual. Pues no. Lo que se les ocurre a los políticos es más de lo mismo. Por ejemplo, recortar los gastos médicos. Hay que ser estúpido para no entender que un trabajador enfermo jamás dará de si lo que podría a la hora de crear riqueza y que resulta un peso muerto para la economía.  
Ya no hay quien pare este movimiento mientras las tribulaciones y sinsabores sigan ahí y no se aborde la solución. La gente ha dejado de ser ignorante y ya no se la engaña fácilmente, como en tiempos pretéritos, cuando los caciques acometían al vecindario para cosechar votos a su favor.  Además, disponen de esta arma afilada -internet- que les permite hacer oír su voz. Los medios para que la sociedad sea más democrática existen. Los deseos también. Quien tenga oídos que oiga.
Simpatías por el movimiento
Por otra parte, día a día, el movimiento despierta y multiplica innegables simpatías. Quiero citar en este punto el libro/folleto que está en el origen del movimiento. Se titula  “indignaos”.  Su autor es un inquieto anciano de 93 años llamado Stéphane Hessel. Lo publicó a finales del 2010 en francés y al poco tiempo se tradujo al castellano, entre otros idiomas.
Hessel recuerda los viejos tiempos de la resistencia al nazismo e invita a los jóvenes de hoy a indignarse como él y sus coetáneos lo hicieron. Sigue habiendo muchos motivos para asumir este estado de ánimo. Las páginas del libro pasan breve revista a los de más envergadura.
El excelente profesor de teología José I. González Faus también comparte y felicita la iniciativa de los indignados. Escribe una hermosa carta en la que proclama que la democracia es profundamente irreal, casi sólo virtual. De ahí que también él demande una democracia real, aunque no vayamos a obtenerla por ahora.
González Faus, de quien aprendí mucho de sus escritos años atrás, exhorta a que no aceptéis la palabra de nadie que no haya visto y palpado la crisis de cerca: que no conozca esos rostros tristes de niños hambrientos, ni la desesperación de las madres cuando oyen llorar de hambre al niño; que no haya visto la mirada baja del señor en paro crónico que no se atreve ni a levantar la vista porque se culpabiliza él de lo que pasa a su familia.
Y sigue: en segundo lugar dos consejos del Nuevo Testamento (al que no creo que conozcáis mucho, pero eso ahora importa menos): “La raíz de todos los males es la pasión por el dinero” (1 Tim 6,10): sabia constatación hecha hace veinte siglos y mucho más valiosa en la actual estructura económica. (…) Y sabéis ya que la única posible solución de nuestro mundo es lo que el mártir Ignacio Ellacuría llamaba “una civilización de la sobriedad compartida”. Porque por el camino que vamos se incuba un doble terrorismo (político y ecológico) que un día acabará con nosotros”.
Una llamada de atención como punto final. González Faus aboga por la civilización de una sobriedad compartida. Por su parte el militante y presidente de “Justicia y Paz” -Arcadi Oliveres- se refiere una y otra vez a la necesidad y urgencia de decrecer para no poner en peligro la sociedad y hasta el planeta. Hessel insiste en una radical ruptura con el concepto de crecer. Y es que de ninguna manera debe confundirse la idea de compartir con la de incrementar el desarrollo. Tantos hombres lúcidos no pueden equivocarse a la vez.