El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 24 de agosto de 2011

JMJ. Balance


Finalizó la Jornada Mundial de la Juventud y el Papa regresó a sus estancias romanas. A lo largo de unos cuantos días la Iglesia se ha dejado sentir. Los medios de comunicación se han hecho eco  -más de lo que uno imaginaba- de las arengas, homilías, celebraciones, símbolos, bailoteos…
A primera vista el observador diría que existen razones para calificar el espectáculo como expresión de una fe pujante y briosa. Aparte de que tanta juventud risueña, irradiando gozo sin necesidad de recurrir al botellón ni a otras expresiones de baja estofa, levantaba el ánimo y contagiaba la sonrisa. Porque es cierto que el comportamiento de los grupos ha sido ejemplar. Ni un coma etílico, rarísimas disputas con quienes les increpaban e injuriaban.
Ésta es la cara risueña de la Iglesia que en Madrid vivió unos días de gozo exultante. Bien por la euforia y el entusiasmo, bien por los cantos y los bailes, bien por el sacrificio de aguantar horas y horas bajo el sol a temperaturas extremas. Bien por su comportamiento modélico.
El aspecto festivo y celebrativo de la fe constituye una dimensión que vamos perdiendo. Entre otras cosas porque los bancos de las Iglesias cobijan por lo general a personas mayores, de vestidos oscuros y semblantes circunspectos. Bienvenida sea, pues, la manifestación de gozo exultante que se derramaba por las calles madrileñas y alegraba el panorama de una ciudad por norma general desierta en agosto.
La fe en Jesús no tiene inconveniente en asumir las expresiones gozosas  que cada pueblo genera. Más aún, el regocijo y la jovialidad deben formar parte de ella. Mal síntoma cuando las fisionomías se metamorfosean gradualmente en rostros adustos, ceñudos y severos.  
Una mirada crítica
Sin embargo… me asaltan algunas sospechas. ¿Y si la explosión de júbilo tuviera raíces comunes con las que provoca la consecución del título de liga o el alarde de un ídolo de la canción? Entonces se trataría de una actitud menos vinculada a la fe. Un modo de proceder previsible pues que la vitalidad de los jóvenes requiere vías de escape.
Slogans, pancartas, gritos y aclamaciones las vemos también en manifestaciones muy dignas, como la protesta contra la guerra, contra el terrorismo. Y en otras más ambiguas, de carácter sindical, deportivo… De ahí la pregunta: ¿y por qué no aclamaciones, gritos de júbilo, símbolos y banderas para  manifestar la fe conjuntamente?
Considero que los jóvenes protagonistas tienen todo el derecho al espectáculo de la fe. Siempre y cuando no sean usados para decir lo que en principio no sale de su boca. A saber, que los católicos son muchos, que tienen un peso en la sociedad y no se les debe minusvalorar. Las manifestaciones no deberían cultivar el tono beligerante que, a juzgar por sus ideas y calculadas manifestaciones, desean los organizadores.
Bien por el espectáculo ruidoso de la fe. Pero conste que no constituye éste su principal núcleo. En frase un tanto manida, pero no menos válida, la fe cristiana implica ser voz de aquellos a quienes se silencia. De los ilegales, los que andan anémicos por la calle, los que no se atreven a salir a la luz del día porque carecen de papeles.
Por ahí sí que damos con el aspecto central de la buena noticia de Jesús de Nazaret. Las parábolas, las bienaventuranzas y mensajes que formuló apuntan hacia tales objetivos, de contenido humano y solidario.  
Bien por el espectáculo ruidoso de la fe, pero cuidado con ceder a la tentación de imitar el talante y las actitudes de los poderosos. Que el Papa no es el emperador, ni los cardenales son príncipes (a pesar del tópico), ni los obispos senadores… Entre vosotros, dice Jesús, no sea así, no sometan a la gente ni se hagan llamar bienhechores. Los últimos son los primeros a los ojos de Dios. Quien quiera ser importante, lave los pies de sus hermanos.  
Paradojas evangélicas difíciles de digerir, pero que concentran el jugo del mensaje cristiano. Cuando uno observa las enormes plataformas donde se sitúa el Papa y los obispos, cuando se aprecian las vestimentas extravagantes y coloridas de quienes rodean el altar… no se perciben buenas sensaciones. Aunque el entorno aclame, proclame y gesticule.
Regreso a la cotidianeidad
Se me antoja excesiva la demostración de poder, de boato y de protocolo, aunque a muchos de los peregrinos y de la gente sencilla le encante la representación y hasta se emocione y se sobrecoja ante tanto esplendor. Desde el evangelio habría que decir, no obstante: no es eso, no es eso
Ni los discursos del Papa son, sin más, palabra de Dios, ni el boato por sí mismo es un reflejo de la gloria celestial. Esperamos la llegada de la Iglesia triunfante. Todavía nos movemos en la Iglesia militante. No transcurren ante nosotros tiempos de resurrección, sino en gran parte de viernes santo. 
Bien por el espectáculo ruidoso de la fe, pero los cuatro días de la Jornada Mundial de la Juventud, con el Papa incluido, se han agotado. Ahora hay que regresar a la normalidad cristiana del día a día. Esta normalidad se construye con los mimbres de la catequesis, la solidaridad, la participación en las celebraciones eucarísticas.
Los jóvenes que han expresado su gozo y su algarabía han de ser levadura. A ellos les toca canalizar sus sentimientos asistiendo a las celebraciones, colaborando con los párrocos, reuniendo a los feligreses, ayudando a los inmigrantes… Ellos deben demostrar con hechos que las celebraciones eucarísticas no son en exclusiva para las personas  mayores, vestidas de de gris, aquejadas de achaques varios y apoyados en sus muletas.   
Si realmente las cosas van por estos cauces, bienvenida sea la fiesta de la Juventud Católica en Madrid. A pesar de las enormes ambigüedades que ha conllevado, del marketing, de las vestimentas cardenalicias, de la capitalización hecha por los organizadores… A pesar de que los cristianos no logremos aclararnos si el Papa vino como sucesor de Pedro para animar la fe de los creyentes o como Jefe del Estado Vaticano que debe codearse y moverse con diplomacia y protocolo entre los altos personajes de la política.  
Bienvenida la JMJ si en su tronco se desarrollan tales frutos. 

lunes, 15 de agosto de 2011

JMJ. El medio y el mensaje


Mañana, día 16 de agosto, empieza la Jornada Mundial de la Juventud. Un acontecimiento que diversas Asociaciones consideran debería calificarse como “católica”. En buena lógica tienen razón. Pero hurguemos a unos centímetros de mayor profundidad en el asunto. Conviene hacerlo porque, con la avalancha de noticias y artículos de fondo, en pro y en contra, resulta inevitable que más de uno te espete la pregunta: ¿Qué piensas tú de la venida del Papa? No preguntan, no, por la Jornada Mundial, sino por la venida del Papa. 

Nos gusta individualizar y proyectar los acontecimientos en una fisionomía. Juegan el Barça y el Madrid y muchos periódicos sacan la foto de Messi y Cristiano. Dos rostros enfrentados. España y Francia tienen problemas económicos y las emisoras de radio citan una y otra vez a Zapatero y a Sarkozy.

Pues sí, vuelve el Papa y algo hay que contestar la pregunta que lo mismo puede estar motivada por el morbo que por el desconcierto. Por de pronto -religiosos o no- no les tengo simpatía a los acontecimientos multitudinarios. Será una alergia o fobia congénita, pero huyo de las multitudes y de los grandes montajes. En tales circunstancias se me dispara una alarma interior indicándome el peligro próximo de adoptar la psicología de los borregos. Incluso físicamente me produce rechazo caminar  al ritmo y compás de la aglomeración.    

La Iglesia no debiera caer en la tentación frecuente de movilizar a las multitudes. En particular cuando la música de fondo que acompaña al acontecimiento cobra un tono triunfalista y beligerante. El mensaje de la convocatoria apunta a un claro objetivo: estamos aquí, tenemos peso en la sociedad, somos capaces de movilizar mucha gente. Ténganlo en cuenta los adversarios. Y quizás ni siquiera se evita la tentación de que todo ello se aderece a mayor gloria de los organizadores y otros protagonistas.  

Pienso que los grandes montajes no son de ayuda para la fe. Sólo en muy contadas ocasiones, a mi entender, hay que recurrir a ellos. La fe requiere normalmente de un clima recogido, reflexivo y arropado por la pequeña comunidad.  

Pienso que las grandes movilizaciones no ayudan a promover la fe, sino que más bien le hacen daño. Por lo general ofrecen a la sociedad una visión de la Iglesia aliada con los poderes más conservadores, que son quienes manejan el dinero y detentan el poder. La Iglesia tiene todo el derecho de manifestar su doctrina y visión. Pero yo, como parte de ella, también me creo con derecho a decir que así no. Unas palabras, por cierto, que han hecho suyas numerosos grupos cristianos de base. 

Reflexiones a propósito del acontecimiento

De seguro que hay mucha demagogia en quienes atacan los gastos que genera la Jornada. El dinero público fluye sin cesar hacia los sindicatos y numerosas ONG de rostro ambiguo sin que casi nadie mueva un dedo. Por lo demás, es cierto que la venida del Papa va a activar la economía. Y, después de todo, si hay lugar para las celebraciones deportivas en espacios públicos, como la Cibeles o Canaletas, y también para las marchas del orgullo gay, no veo porqué deban descartarse las del orgullo católico. Aunque no es éste el núcleo del asunto. 
El asunto se plantea así: si el Estado es aconfesional, nada extraño que en las filas del laicismo se vean con muy malos ojos los privilegios que otorga el gobierno al acontecimiento. Se prestan instalaciones de acogida para jóvenes, el aeródromo de Cuatro Vientos y la plaza de Cibeles de Madrid, además de facilitar "exenciones fiscales" a las empresas que patrocinan el acto. Y se dan todas las facilidades para los visados en esta ocasión.

Los viajes terrestres y aéreos de los jóvenes suponen un enorme costo. No quisiera yo tropezar en la demagogia criticada, pero pienso que hay otras prioridades.  El cuerno de África grita su hambre y los niños mueren. Una acción conjunta de todos los cristianos, parecida a la de la Jornada Mundial, a favor de los hambrientos de Somalia, resultaría más evangélica y daría al mundo una imagen más creíble de la Iglesia. En todo caso alguna iniciativa de este tipo, de vez en cuando, daría mucho oxígeno a los católicos. José M. Castillo escribió, a este propósito, un artículo acerca de los viajes de Jesús y los del Papa Benedicto. 

Dios quiera que -ya todo decidido- quienes asistan a los actos saquen buen provecho de los mismos. Pero al mismo tiempo debieran reflexionar sobre la sentencia del Apóstol Santiago, que recuerda el núcleo más auténtico del cristianismo: la religión pura y sin mancha a los ojos de Dios Padre consiste en ayudar a los huérfanos y las viudas en sus necesidades.

Siempre me ha llamado la atención aquella frase de MacLuhan: el medio es el mensaje. Una frase que este visionario de la informática y los medios audiovisuales acuñó entre finales de los sesenta e inicio de los setenta. Significa que el medio y el mensaje caminan cogidos del brazo. En el caso que nos ocupa el medio es el Papa viajando con su papamóvil, su numeroso séquito, a quien escolta una joven guardia suiza creada para la ocasión. Es el protagonista que subirá a unas majestuosas plataformas en el corazón de la ciudad y será vitoreado por multitud de voces… 

¿Y el mensaje? El mensaje es -debiera ser- la austeridad, la pobreza, la solidaridad, la tolerancia… Cuando el mensaje no concuerda con el medio, la huella más profunda la deja el medio. La gente regresa a su casa con las imágenes que se le grabaron en la retina. Las palabras se las lleva el viento, sobre todo cuando disuenan del conjunto, pero las imágenes permanecen en la memoria.  

Acabo. Una de las cosas que me deprimen es celebrar la Eucaristía en amplias Iglesias con los bancos desiertos. Quizás 20 ó 25 personas -con frecuencia menos- y generalmente de edad avanzada. Esta es la realidad de cada día. La asumo pensando que el cristianismo no es para la gran masa. Las exigencias morales, la perseverancia, el amor desinteresado no tienen buena prensa en las multitudes. Y no es el caso de examinar los motivos por los cuales asisten los que asisten. Quizás la decepción sería más considerable.  

Esta estampa habitual de pronto es desmentida por innumerables siluetas jóvenes que invaden las calles de la ciudad, bailotean, gritan enardecidas, confiesan su fe y expresan su gozo. Con todo, la realidad es muy tozuda. El día a día habla claro: los fieles disminuyen a marchas forzadas. Las multitudes de la Jornada Mundial de la Juventud (católica) se desvanecerán el día 21. Entonces las cosas regresarán a la normalidad. Y quienes vitoreaban al Papa quizás lleven en el bolsillo el preservativo que con fervorosa elocuencia combatía el discurso pontificio.

sábado, 6 de agosto de 2011

Un ateísmo superficial y mediocre

La ausencia de Dios de la plaza pública, es decir de la televisión, la prensa, la Universidad, de la Justicia y de tantos otros lugares no tiene el aspecto de un rechazo militante y contundente. No es el ateísmo de los viejos maestros de la sospecha.
La ausencia detectada consiste en una indiferencia práctica que ni siquiera se plantea el problema de la existencia de Dios. Los argumentos a favor o en contra de su existencia se han depositado en el desván de los trastos inútiles. Que Dios exista o no, despierta nulo interés. No es un valor digno de ser tenido en cuenta. Los pensadores no promocionan el tema. Tal parece que desde la filosofía, desde la literatura y la política se ha decretado la insignificancia de Dios.
La indiferencia es un fenómeno de nuestros tiempos post-modernos. La modernidad no creía mucho en Dios, quizás lo consideraba un estorbo. Pero creía en el hombre. Capitalistas y marxistas decían luchar por el hombre. La postmodernidad ha ampliado su escepticismo y tampoco parece interesarle gran cosa el humanismo.
Quizás una remota aunque no irrelevante raíz de indiferencia religiosa se encuentra en el desconcierto, el disgusto y el cansancio de las luchas intelectuales y políticas que asolaron Europa tras la Reforma tridentina. Los debates y las elucubraciones interminables, mayormente de  carácter teológico, fatigaron al personal. De hecho de estos lodos brotó el deísmo, una religión natural y racional cuyos adeptos tildaban de fanáticas a las Iglesias que pretendían el monopolio de la verdad.
Y los lodos de entonces acabaron evolucionando en un ateísmo explícito. Movimientos obreros e intelectuales fueron despidiéndose gradualmente de la fe. Ya no tanto por cuestiones teóricas, sino por las injusticias y opresiones que las Iglesias silenciaban. Así en el siglo XIX
En nuestros  días la increencia es un fenómeno de masas que afecta a todos los grupos sociales, más allá de su ideología de derechas o izquierdas. Nada de declararse ateos tras sopesar los argumentos concernientes a Dios. Nada de negar a Dios por compromisos revolucionarios. No. Ahora nos encontramos con ateos apáticos, con una increencia heredada, cuyo legado se acepta sin más.  
El fracaso de las utopías modernas ha desembocado en el escepticismo radical de los postmodernos. Éstos no encuentran nada en qué creer ni en qué apasionarse. Interesa simplemente que cada uno se las arregle como pueda y agote los placeres que le salen al paso. Sin consideraciones morales de ninguna clase.
Añádase a ello que el bienestar económico ha abotargado la sensibilidad y  los interrogantes de tipo religioso son considerados superfluos y exentos de significado para la vida.
¿Un desinterés temporal o definitivo?
De todos modos no estaría fuera de lugar preguntarse si el desinterés respecto de las cuestiones últimas es total y definitivo o si, más bien, éstas quedan veladas detrás de las preocupaciones utilitaristas e inmediatas, tras la satisfacción del placer logrado y el bolsillo rebosante. Puede que Dios no haya desaparecido de modo permanente, sino que meramente se haya eclipsado.
No es el momento de dilucidarlo. Sólo quiero resaltar que me parecería mejor un ateísmo visceral como el de Feuerbach, solemne como el de Nietzsche, luchador como el de Sartre, o comprometido como el de Marx. Pero un ateísmo por comodidad, un ateísmo que no se plantea el por qué, se me antoja de poca monta. Me lleva a pensar en la frivolidad, en la banalidad de quien lo sustenta. Se trata de la misma chabacanería que induce al espectador a escoger la ordinariez de algunos programas televisivos y a reírle las gracias a los gestos del showman cualquiera sea el contenido de lo que relata.   
Nietzsche tiene una famosa parábola en la cual describe cómo un loco camina con su linterna encendida a plena luz del sol. En medio de la gente que abarrota el mercado se pone a gritar: ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios! La multitud se ríe de él. No calibran la importancia de haber perdido a Dios.
Nietzsche es ateo, pero intuye la trascendencia de haber matado a Dios. Y escribe: ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos, cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros?
El mensaje es claro. Frente al dramatismo de las palabras que anuncian a los hombres el grandioso acontecimiento de la muerte de Dios y les exigen que afronten sus consecuencias, a los ateos frívolos, mediocres y banales sólo se les ocurre la carcajada. Como si nada tuviera que ver la muerte de Dios con la vida de los hombres.
Sea ateo quien ha sopesado los argumentos, quien considere que Dios es adversario del hombre, quien piense que la tradición lo ha engañado. Pero una increencia asumida con actitud mediocre y vulgar, sin confrontarla mínimamente con el sentido de la vida, asumiéndola sin que provoque el menor trauma… me parece indigna de quien se considera animal racional.