El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 10 de septiembre de 2012

El éxtasis del consumo



Con ocasión de la muy manoseada crisis he tenido ocasión de leer teorías, hipótesis, críticas, diagnósticos y pronósticos a propósito de las calamidades que padecemos. Personalmente me han interesado los escritos de orientación humanista. Confieso que los de carácter técnico suelen producirme una muy notable confusión mental.  

Era el difunto y sabio José María Mardones quien explicaba -aunque la idea la tomaba de otros autores clásicos en sociología-  que la religión había dejado de ser el elemento protagonista de la sociedad y ahora cada constelación de valores trataba de emanciparse. La economía lograba una clara ventaja en la carrera. No sólo se emancipaba, sino que acababa sustituyendo a la religión, pues que a su alrededor gravitaban otros valores y actividades.

La economía ocupó el vacío dejado por la religión que, poco a poco, pierde rango a medida que transcurre la postmodernidad. Ahora es el capital, las finanzas, los intereses lo que señala la finalidad de la vida humana, lo que vale y lo que importa. Incluso pretende rediseñar la estructura social. Me refiero a la economía con nombre y apellido: neoliberal y globalizada.

Este tipo de economía se basa en la producción de productos cada vez más sofisticados y caros. La tecnología se refina, con lo cual logra ofrecer bienes, servicios y productos siempre más caros. ¿Quiénes los adquieren? Evidentemente quienes disponen de abultadas cuentas corrientes.

La ciencia y la tecnología progresan en la medida que consiguen bienes más novedosos y sofisticados para satisfacer a quienes pueden costearlos. Ello exige y favorece que la riqueza se concentre en pocas manos. Aludo simplemente a la fusión de bancos y cajas, a los multimillonarios que cada vez son menos, pero poseen más, las multinacionales que fagocitan compañías menores y multiplican sus establecimientos…

Por supuesto, si unas compañías crecen es porque otros disminuyen. Por otra parte es verdad que cuando los inventos y productos, tras el primer impacto, pierden la aureola de la novedad, bajan de precio y las clases que corren detrás de los ricos recogen las migajas que caen de la mesa del consumo.  

Dicen que el motor de la economía son los ricos. Puede que sea así, pero a mí me resulta infinitamente triste y definitivamente injusto que sea así. Porque ello equivale a decir que la actual economía requiere de la desigualdad y la concentración de la riqueza. No es una economía para satisfacer las necesidades de la población. Y encima los expertos están convencidos de que fuera del mercado no hay salvación.

El consumo como meta de la existencia

Desde el momento que la economía desempeña el papel protagonista en la sociedad, embelesa a los ciudadanos. Inyecta en sus mentes un nuevo sentido de la vida: el consumo. Vivir equivale a consumir. La pescadilla se muerde la cola: hay que ganar mucho dinero para producir muchos bienes y servicios. Luego es preciso despertar el deseo de estos bienes en la población para venderlos y recuperar con creces la inversión. Lo cual se lleva a cabo con la publicidad. El consumo promete efluvios de felicidad. Así funciona la rueda infernal que es del todo inmune a los sentimientos de ternura, solidaridad, y justicia. Justamente los más afines a la felicidad.  

Del consumo se espera la felicidad que, a su vez, favorecerá un sentimiento de plenitud. Aun cuando fuera así, que no lo es, se da el caso que satisfacer los deseos emergidos o provocados, no está al alcance de todos. Sólo unos pocos suben a este podio: los nuevos héroes, que son los ricos.

Para que la maquinaria del consumo funcione requiere ser lubricada con una publicidad incesante. Los medios de comunicación se encargan de la tarea. Al fin y al cabo viven mayoritariamente de la propaganda y la competencia entre ellos es feroz. La publicidad bien podría compararse a un proselitismo laico demandado por el modelo económico del consumo.

La gran pregunta se formula así: ¿de verdad que el consumo es la llave de la felicidad? Más bien salta a la vista que el actual sistema económico destruye al individuo y a la familia entera. El afán de consumo reclama dinero y éste no hace buenas migas con las actitudes solidarias o compasivas. El dinero endurece el corazón y trata al otro como paciente o cliente o comprador, pero no como a un ser humano con rostro propio e irrepetible.

Cierto que la economía global y neoliberal todavía no ha conseguido destruir todos los lazos de familia y amistad que acercan a los individuos entre sí. Pero quizás no ande lejos la meta si observamos las tendencias de las clases y países emergentes. 

El día que, en hipótesis desventurada, el consumo se erija en protagonismo único y exclusivo, la vida resultará insoportable. Una vez que todos dispongan de móvil, ordenador y coche… ¿habrán conseguido dar sentido y valor a la vida? Claro que una tal pregunta no se la formulan los economistas. No entra en su horizonte, dado que no tiene equivalencia en euros. No incumbe a los banqueros.

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