El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 30 de septiembre de 2012

Hubo una vez un Concilio...



El próximo día 11 de octubre se cumple medio siglo del inicio del concilio Vaticano II. El mundo en general, y la Iglesia en particular, tienen más bien poco en común con pasados lustros por lo que se refiere al entusiasmo, la utopía, la imaginación y el diálogo. Sin embargo, no cabe ignorar el peso que tuvo la magna asamblea, el acontecimiento de mayor relieve eclesial del siglo pasado y de lo que llevamos del presente.  

Una dosis de valentía

El Concilio tuvo la valentía de emprender cambios y reformas. Se necesita gran ilusión, un fuerte dinamismo y no escasa capacidad de sacrificio para ello. Porque cambiar y reformar equivale a estimular a unos que se levanten de su silla, a otros que abandonen sus rutinas, a los de más allá que dejen de esperar en el escalafón e inventen algo más novedoso. Ahora bien, por lo general, los seres humanos defienden con ahínco sus privilegios, las posiciones tomadas, las seguridades que les ahorran sobresaltos. Por consiguiente, hay que esperar contradicciones y resistencias a toda voluntad de cambio y de reforma.

Juan XXIII, y buena parte de los Padres conciliares, tuvieron muy presente la exhortación del Maestro: no tengan miedo. No se limitaron a decirlo o escribirlo, sino que actuaron sin temores ni recelos. Muchos, y muy cerca de la silla de Pedro, no creían en la utopía del Pontífice, no se fiaban de que fuera mejor perdonar que condenar.  

Las corrientes de aire que se colarían por las ventanas abiertas podían ocasionar nefastos resfriados a los habitantes del interior. Caminar a la intemperie con los demás hombres y mujeres -compañeros de camino- expuestos al polvo y a las heridas, se le antojaba a buena parte del personal más arriesgado que permanecer quietos, a buen recaudo. Aunque hubiera que pagar el precio de un ambiente enrarecido y el peligro próximo de enmohecimiento.

Tomar partido

Tomar partido fue otra de las características del Vaticano II. Tomó partido por el ecumenismo, por los laicos, por los marginados (aunque tímidamente), por los valores humanos, por la autonomía de la ciencia y de la política, etc. En consecuencia se comprometió a fondo en el diálogo con todas las instancias del mundo moderno.

Hoy día vivimos otras circunstancias. Priva más bien el temor a las consecuencias negativas de lo que eventualmente podría pasar caso de uno definirse con demasiada claridad. Existe el miedo a las represalias sutiles o declaradas en contra de los que no siguen dócilmente los programas elaborados previamente en instancias superiores.

Los jesuitas asesinados en El Salvador, gloria del Pueblo de Dios, el mismo Monseñor Romero, y tantos otros mártires en la avanzada del cristianismo, no provocan entusiasmo en los grandes centros eclesiásticos. Los personajes claves de la Iglesia más bien defienden la restauración y la disciplina. Los hombres entregados y arriesgados suelen vivir hoy día en la periferia, el desierto o la frontera, por usar un vocabulario bastante común entre los religiosos.

Lo penoso del asunto es que la Iglesia se ha visto convulsionada y desgarrada a causa del cisma. No del hipotético cisma promovido por estas personas sospechosas y vigiladas, sino justamente por los hombres que todavía exigen más seguridades, dosis masivas de derecho canónico, y férrea disciplina. Ningún teólogo de la liberación ha tenido la ocurrencia de organizar un cisma. Pero el obispo Lefèbvre sí amenazó, chantajeó con él y al final lo puso en marcha. Y no obstante los puentes puestos a su disposición, ellos se mantienen en sus trece. Se diría que en las altas esferas desasosegaba más la imagen del obispo Casaldáliga en mangas de camisa que Monseñor Lefèbvre vestido de seda colorada y con un cisma bajo el brazo.

Confiar en los semejantes.

El Concilio siguió las huellas de Jesús: habló de levadura en el mundo, otorgó confianza a los fieles, se animó a lavar los pies de los hombres, no apedreó a las adúlteras, no pasó de largo ante los Zaqueos, ni las Magadalenas del momento. Tocó a los leprosos y consoló a las madres que lloran la muerte de sus vástagos. Un documento empapado de voluntad de diálogo y de afán de tender la mano lo puso en evidencia: la constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo actual, conocida como Gaudium et Spes.

Luego cambiaron las sensibilidades. Una larga lista de pensadores creyentes tuvo que acudir, a lo largo de la década de los ochenta, y ya con anterioridad, a un poco glorioso tribunal para dar cuenta de sus ideas. 

El Concilio quiso ser un despertador, un toque de alerta. Tuvo el coraje de convocar a unas tareas apasionantes. Pretendió sacar las legañas de los ojos que impedían ver las cosas claras y nítidas. Quiso descostrar el evangelio para dar con la capa más original y auténtica.

En las realizaciones se cometieron errores o se dijo que se cometieron errores. El péndulo dio en el extremo opuesto. Los hombres que manejaron las riendas usaron los términos del Concilio, pero introdujeron en ellos un pensamiento ajeno al mismo. Apelaban a una hermenéutica de la continuidad, a una restauración y sabían muy bien hacia donde querían ir.

La brújula apuntó a horizontes contrarios. La sensibilidad perdió agudeza y dejó de apreciar la novedad, la imaginación. Apareció un Código de Derecho Canónico en la década del ochenta y un Catecismo en la década de los noventa que, sin necesidad de profundos estudios en el laboratorio de la teología, diferían declaradamente del ADN conciliar.

Hubo una vez un Concilio...

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