El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 30 de noviembre de 2012

¿Qué hay de la vida religiosa?

 
El tsunami que zarandea a la sociedad, y muy en particular a la Iglesia, afecta evidentemente a la vida religiosa. Puede que el tema no escale las primeras páginas de los periódicos, pero sus miembros piensan, se reúnen, hacen planes, discuten acerca del momento presente que les ha tocado vivir.
 
A principios de los sesenta las comunidades masculinas gozaban de un número confortable de miembros. Quizás seis o siete como promedio. Las femeninas todavía solían ser más numerosas. Pero de pronto cambió la tendencia. Se afianzó la postmodernidad, hubo un Concilio, se clamó por el cambio en el mayo francés de 1968 y el conjunto sufrió una muy notable convulsión. 

Muchas residencias fueron abandonadas. Las casas, los noviciados, las provincias trataron de unificarse. Ellos y ellas fueron acumulando años y perdiendo lozanía. Hoy día hay quien mira a las Órdenes y Congregaciones religiosas como reliquias del pasado condenadas a la extinción. 

Lamentaciones, beneficios y perjuicios

Desde dentro el personal también se pregunta si la vida religiosa tiene futuro. Una respuesta bastante común, y con la que comulgo, dice que sí. Aunque matiza: tendrá que sufrir una fuerte remodelación. Ni el número de los religiosos/as ni sus estructuras seguirán como hasta el presente. Y si se opone resistencia ya se encargará el curso de los acontecimientos de podar todo cuanto resulte menos afín con los objetivos esenciales de la vida consagrada.

Los religiosos/as lamentan que se reduzca progresivamente el número de sus comunidades. Un chasquido de contrariedad se les escucha cuando comprueban que ya no tienen la agilidad que requieren los campos de trabajo. Con pesadumbre y un punto de nostalgia se ven obligados a dejar responsabilidades en la educación, la sanidad, la marginalidad…

Por otra parte también es verdad que en el pasado la vida apostólica de los religiosos no tenía tanta creatividad, ni las diversas órdenes y congregaciones nunca habían estado tan cerca ni trabajado con tanta solidaridad.  

Los jirones de prestigio que la Iglesia ha ido perdiendo por el camino han purificado al personal religioso. Lo han humanizado. La gente ha bajado de su pedestal de grado o por el empuje de las circunstancias. La aureola del renombre y la popularidad se ha desvanecido. Pero los miembros de las diversas congregaciones han ganado en cercanía y cordialidad. Un poco por convencimiento y otro poco por fuerza los religiosos se han purificado y humanizado.

La secularización ha afectado indudablemente a la vida religiosa y sus estructuras. El ocultamiento de Dios en la sociedad y la escasez de los hijos -por citar dos ejemplos- ocasionan que el ideal de la vida religiosa apenas resulte visible. Luego el Concilio proclamó que la santidad no es patrimonio exclusivo de ningún sector, sino que todo cristiano está llamado a ella. Con lo cual cambia la perspectiva de la vocación.

Por fortuna ha calado en profundidad eso de que para ser santo no hay que ser cura, ni fraile ni monja. Todo el mundo está llamado a transitar por el jardín de la santidad, que no es otro que el de las bienaventuranzas. Lo cual deriva en un nuevo beneficio: el religioso deja de mirar por encima del hombro al compañero de viaje, cosa tan evangélica como necesaria. La santidad se ha democratizado. 

Un futuro más evangélico

Dado que los miembros de la vida religiosa se reducirán drásticamente -todavía más- es muy razonable esperar que sea más genuina y auténtica. El número, la multitud, suele bajar el nivel en cualquier campo. Mucho más en el que nos ocupa, tan exigente, y en el que entran en juego experiencias nada comunes. Entonces ya nadie ingresará en una comunidad para mejorar su status. El prestigio, el dinero y la buena vida no se encontrarán precisamente en este terreno. 

Es muy posible que el futuro apunte a la unión de distintas comunidades que ponen en marcha algún programa de colorido evangélico: ayuda a los marginados, colaboración con caritas, acercamiento a los sin techo, acompañamiento en un pueblecito abandonado, equipo de denuncia, dirección de un centro de peregrinación….

Incluso -por qué no- puede que cuajen experiencias de comunidades mixtas. Sí, de hombres y mujeres, de católicos y protestantes, célibes y casados... En el pasado ha habido experiencias que no tuvieron un final feliz. Quizás no se reparó suficientemente en las exigencias de la condición humana. Pero las experiencias frustradas sirven de lección para el futuro.

 
Los religiosos/as del futuro no tendrán mucho que perder en cuestión de dinero o prestigio. Precisamente por ello podrán denunciar situaciones injustas y disentir incluso de la misma jerarquía sin romper la comunión. La disensión, de todo punto inevitable, no debiera causar tanto miedo.

Es sabido que ciertas diferencias se disuelven en una sobremesa. Cuando uno se aleja y deja de dialogar las cosas se complican y la fraternidad se resiente. Es preciso acudir a gestos tan elementales como tomar un café juntos, charlar ampliamente en la mesa común, enviarse un correo electrónico felicitando el cumpleaños…

Pienso finalmente que la vida religiosa femenina servirá de guía a los institutos masculinos. Su visión de la vida más cercana a la gente y a los detalles, al sentimiento y a lo que sucede alrededor, propiciará que sus soluciones resulten más válidas. Ellas conducirán, como Moisés, a la vida religiosa mientras atravesamos el desierto.

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