Imaginemos un escenario frecuente. Los ciudadanos lamentan algún recorte especialmente doloroso, tras haber sufrido ya una larga serie de tijeretazos en diversos campos. Un periodista aborda al político responsable del mismo y, sin inmutarse, éste responde simplemente que este recorte en realidad es para reforzar el servicio a los ciudadanos.
Así, contradiciendo la evidencia, sin matizar, sin ruborizarse. ¿Un engaño o una burla? La pretensión de engañar -o de intentarlo, que no todo el mundo es tan ingenuo como suponen- se ha generalizado hasta extremos impensables. Se diría que la mentira constituye un componente de nuestra cultura.
Una liturgia de la mentira
La mentira, el embuste, la insidia, la patraña y la calumnia han venido a ser armas de las que uno echa mano con pasmosa naturalidad. Si se puede sacar provecho del engaño, pues adelante, que todo el mundo lo hace, que nadie es un santo, que mejor adelantarse al adversario y, después de todo, “más vale prevenir que curar”. A todas estas expresiones y refranes de contenido indecente se recurre para justificar lo que no tiene justificación.
Se ha ido tejiendo una liturgia con los mimbres de la mentira y la materia prima de los embustes. Una liturgia que también podría llamarse “ceremonia de la confusión”. En ocasiones los protagonistas de la pantomima nos irritan y nos ponen de los nervios. En otras más bien provocan la hilaridad. En efecto, contemplar a personajes bien vestidos, bien alimentados y perfumados soltando ridículas tonterías, a las que nadie con una pizca se sentido común puede dar crédito, provoca la risa.
Dicen que el humor tiene que ver con los contrastes. Un contraste robusto tiene que ver con el político tutelado por guardaespaldas, de rostro afeitado / maquillado que se embrolla y da vueltas a la frase tratando -sin lograrlo- que la mentira parezca verdad.
Los tiempos que nos ha tocado vivir son tiempos donde reinan las patrañas y las medias verdades. Los políticos, los economistas, los hombres de la cultura, los de la farándula y también, lamentablemente, los de las Iglesias, recurren con frecuencia a la mentira. Mienten los profesionales de la información, los funcionarios y los banqueros. Los grandes banqueros muy en particular. Quizás quepa decir aquello de que “quien tenga las manos limpias que tire la primera piedra”.
¿Por qué las cosas son así? Propongo una hipótesis entre tantas. Para mí que quienes dicen la verdad y se niegan a encubrir a los tramposos acaban molestando y por ello se les margina. Son poco maleables, estorban, generan situaciones incómodas para quienes mandan y carecen de escrúpulos.
En contrapartida quienes atemperan la verdad o la disimulan son los triunfadores. Sucede en el ámbito de la política, de la banca, de la empresa y en otros muchos. Tal vez esta situación hace comprensible que cuando hace su aparición una persona sincera y valiente, que no le teme al qué dirán, se la maltrata. Sus adversarios multiplican las bromas sobre su proceder y no se detienen hasta llegar a la difamación y la insidia. Al parecer no caen bien las personas transparentes y honradas que se niegan a colaborar o encubrir la mentira.
¿Vivir en un charco de inmundicia?
Las mentiras de unos y otros, de los mentirosos profesionales, de los ocasionales y de los compulsivos, pero también de los simples ciudadanos, nos están deseducando a todos. Invitan a prevaricar para trepar más alto.
Y esto no es todo. La economía capitalista, en su vertiente más salvaje, miente a cara descubierta o a calzón quitado, como prefieran. En realidad sólo puede funcionar a base de engaños. La letra pequeña de los contratos resulta de gran ayuda al respecto. La publicidad constituye una inmensa mentira con poquísimas excepciones. Los contratos relativos a las hipotecas sabemos cómo las gastan. Y para mí que las inversiones en bolsa son un camelo de gran tamaño. Las ganancias suelen estar relacionadas con insidias y rumores esparcidos con la peor voluntad.
Como el pez vive rodeado de agua, así la sociedad acabará encontrando su humus en los infundios. En consecuencia se sigue votando a quienes sueltan burdas mentiras y engañan a conciencia. A quienes dicen exactamente lo contrario de lo que hacen sin molestarse siquiera en matizar ni justificar nada. ¿Será que a un amplio sector de la población le agrada que la engañen? Ya sería el colmo, pero por ahí parecen ir los tiros.
Unos hablan del respeto a los imputados y de la sagrada presunción de inocencia, aunque los indicios del crimen desborden por todos los costados. Pero contratan abogados diestros en retorcer la ley, en inventar amparos para entorpecer los procesos. El objetivo apunta a maniatar a la justicia o presionar las balanzas que aguanta en sus manos. El fin, justifica los medios.
Otros discursean acerca de la democracia y el Estado de Derecho, mientras alegan escuchar a las mayorías silenciosas que nada dicen y se niegan a escuchar los gritos de las mayorías cuyas voces resuenan por las calles y atraviesan las fronteras.
Nos deseducan los farsantes, troleros y embusteros. Va siendo hora de desenmascararlos e impedir tantos embrollos. No debemos acostumbrarnos a vivir en una cultura de la mentira, es decir, en un charco de inmundicia.
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