El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 30 de septiembre de 2013

Un Rey criminal y cínico


Todo el mundo asocia el nefasto nombre de Hitler con los mayores crímenes y genocidios del siglo XX. Pues no es el más relevante ni el más nefasto. Existe una larga lista de individuos despiadados, malhechores y granujas, dispuestos a matar si así se les antoja. Ahí está Stalin y su Gulac. Mao con la muy publicitada revolución cultural. Pol Plot eliminando a intelectuales, mandando hombres por miles a los trabajos forzados en Camboya… ¡Cuántos horribles asesinatos se han ido acumulando a lo largo de la historia!
¿Y Leopoldo II de Bélgica? ¿También un criminal de esta pestilente camada? Pues al parecer aventaja a todos los nombrados. Procedente de Bélgica, la civilizada nación asentada en el centro de Europa. Apenas salen a relucir los crímenes de Leopoldo II porque las víctimas no llamaban en absoluto la atención. Sólo unos diez  o doce millones de hombres y mujeres de piel negra repartidos entre varias tribus del lejano Congo…
Corrían los años en que se inventaron los neumáticos de caucho. La demanda mundial de látex, su materia prima, se disparó, pues los automóviles y las bicicletas requerían grandes cantidades del producto. Leopoldo obligó a la población indígena a un régimen de trabajo cruel. La presión y la violencia sobre los trabajadores iban en aumento.  
Los judíos asesinados por Hitler no llegaron a seis millones, la mitad de las víctimas de Leopoldo, rey de Bélgica. Este rey, número uno, del asesinato tenía, además, la desfachatez de presentarse como un benefactor favorable a los nativos. Realmente hay motivos para sorprenderse de los sórdidos ejemplares que las olas de la historia depositan en reflujo sobre nuestros días.   
El individuo de marras fue el hombre más rico del planeta hasta su muerte en 1909. Guerras, matanzas y dictadores legó al país africano. Todavía hoy la gente se mueve en un caos donde la vida vale menos que un pedazo del coltan que requieren los móviles y ordenadores. Los diamantes para ornamentar el cuello de las señoras pesan más en la balanza que el hambre de millones de indígenas. Algunos países poderosos saben bien del asunto y han tramado lazos que les beneficien. Es la herencia de Leopoldo II, al que no bastó masacrar al por mayor en vida y por eso dejó un país desvertebrado a fin de que los crímenes continuaran en el futuro.
El tal Leopoldo fue propietario personal del Estado libre del Congo. Porque estos inmensos territorios no eran una colonia belga, sino su propiedad privada. Y en ella se movían libremente miles de matones para torturar, azotar y explotar a los congoleños. Al menos hasta que los escándalos adquirieron tal envergadura que las presiones internacionales le obligaron a cederlo al país. Claro que con muchas condiciones favorables a sus herederos, en particular amantes e hijos.
Un discurso de infeliz memoria
Me ha movido a escribir estos párrafos la dosis indigerible de cinismo que se halla en uno de sus discursos que casualmente llegó a mis manos. Precisamente el que tiene que ver con el envío de unos sacerdotes misioneros al Congo belga. Palabras que indignan y escandalizan. Para más inri su autor pretendía esconderse detrás de la máscara cristiana. 
He aquí algunas frases entresacadas del citado discurso correspondiente al año 1883. Pocas veces se leen escritos tan abominables, abyectos e infames, tan abiertamente desvergonzados. Leopoldo II hizo méritos, con solo este escrito, para pasar a la historia como un ser indigno, mezquino, perverso, pérfido, egoísta, manipulador y embrutecido. Perdone el lector que me anime engrosando la lista de adjetivos. Por ganas, podría añadir alguno más.   
Sacerdotes, vosotros vais ciertamente para evangelizar, pero esta evangelización debe inspirarse ante todo en los intereses de Bélgica.
Vuestro papel principal es el de facilitar la tarea a los funcionarios de la Administración y a los empresarios. Esto quiere decir que interpretareis el evangelio de cara a proteger nuestros intereses en la colonia.
Para hacer esto vigilareis entre otras cosas que no se interesen por las riquezas que abundan en sus suelos y subsuelos, a fin de evitar que interesándose en ellas nos hagan una competencia mortal y sueñen en desalojarnos a nosotros algún día.
Vuestro conocimiento del evangelio os permitirá encontrar fácilmente textos recomendando a los fieles amar la pobreza, como por ejemplo "felices los pobres, ya que el reino de los cielos es para ellos", "es más difícil a los ricos entrar en el reino de los cielos". Haréis lo posible para que los negros tengan miedo de enriquecerse y así puedan ganarse el cielo.
Para evitar que de vez en cuando se rebelen, deberéis recurrir a la violencia. Les enseñareis a soportarlo todo aunque sean injuriados y golpeados por vuestros compatriotas de la Administración. Les invitareis a seguir el ejemplo de los santos que han puesto la otra mejilla después de haber sufrido golpes.
Insistid sobre todo en la sumisión y la obediencia. Evitad desarrollar el espíritu crítico en vuestras escuelas. Enseñad a vuestros discípulos a creer y no a razonar. Evangelizad a los negros hasta la médula de sus huesos y que permanezcan siempre dóciles.
Hacedles pagar una tasa cada semana en la misa dominical. Utilizad luego este dinero destinado pretendidamente a los pobres  para convertir vuestras misiones en centros comerciales florecientes..
Instaurad para ellos un sistema de confesión que permita denunciar a todo negro subversivo a las Autoridades investidas del poder de decisión.
Enseñad a los negros que sus obras de arte son obras de Satán, confiscadlas y llenad nuestros museos. Enseñad a los negros a olvidar a sus héroes, a fin de que no adoren más que a los nuestros. No prestéis una silla a los negros que os vienen a visitar. Dadles a lo más una colilla de cigarro. No le invitéis jamás a comer aunque él mate un pollo cada vez que vayáis a visitarle.
Queridos compatriotas, si practicáis a la letra todas estas instrucciones los intereses de Bélgica en el Congo serán salvaguardados durante siglos. Muchas gracias.

(Texto extraído de "La balance" n. 13 - 9 Agosto 1995).

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